vie

28

dic

2012

Una Europa verdaderamente común

El País, 24/12/2012

 

La Unión Europea no tiene estructuras para resolver las crisis porque la integración estaba únicamente diseñada para repartir los beneficios. Ahora compartimos vulnerabilidad y la solidaridad es insuficiente

 

Si, como dice un viejo y acreditado principio, el poder es la capacidad de definir la situación, es decir, de imponer —por la fuerza y la manipulación o argumentativamente— el relato acerca de lo que sucede y está en juego, entonces podría describirse el actual momento europeo como el intento de imponer un discurso muy poco común, articulado en torno a los particularismos nacionales (centro contra periferia, sur contra norte, la austeridad de unos frente al despilfarro de otros…), discurso al que en ocasiones colaboran sus damnificados manteniendo el esquema e invirtiendo el reparto de papeles entre buenos y malos.

La crisis del euro ha tenido como consecuencia un desgarramiento del débil nosotros que se había configurado en torno a ciertos objetivos compartidos y que parecía recuperarse frente a temores igualmente compartidos. Pero esta sintonía es frágil y termina cediendo ante la potente voz de algunos estados. La cacofonía intergubernamental de la gobernanza europea nos impide percibir la reciprocidad de los deberes que nos vinculan, tan real como los beneficios que hemos obtenido en virtud de esa vida común. Las divergencias de intereses se han convertido en discursos contrapuestos y, lo que es más grave, han estabilizado asimetrías de poder. La actual renacionalización de la política europea muestra hasta qué punto hemos sido incapaces de interiorizar nuestra mutua interdependencia, a la que debemos mucho beneficios pero también algunas obligaciones. No habrá solución a la crisis institucional de la Unión mientras no gane un discurso diferente que logre convencer de que los estados miembros ya no son autónomos, sino interdependientes y por tanto obligados a la cooperación.

 

La Unión Europea no tiene estructuras para resolver las crisis porque el proceso de una mayor integración estaba únicamente diseñado para repartir los beneficios. Se suponía que una mayor integración proporcionaría ganancias para todos. La mayor exigencia de justicia que aparecía en el horizonte de lo posible era que quien había ganado más redistribuyera alguna de sus ganancias. Sabíamos qué hacer con los beneficios pero no habíamos previsto nada para mutualizar los riesgos. El caso más evidente es la cláusula que al prohibir la ayuda a los países con problemas de deuda, venía a considerar de hecho la Unión Monetaria como una comunidad en la que todos pueden incrementar sus oportunidades económicas, pero prohíbía compartir los riesgos asociados a todo ello.

Pero esto ya no es un déficit que pueda resolverse por la comitología o por la gobernanza participativa; requiere una idea fuerte de la justicia, un concepto de responsabilidad compleja y nos sitúa en un inédito horizonte de repolitización. Hasta la crisis habíamos adoptado nuestras decisiones sobre la base de una identificación incontrovertible de los beneficios que todos íbamos a recibir; ahora estamos confrontados a alternativas que implican una competición política en torno a valores discutibles o que suponen algún género de redistribución. Se acabó el recreo de la política sin alternativas, las decisiones sin responsabilidad y la justicia sin inconvenientes.

 

Para que estos deberes sean comprendidos y asumidos es necesario un sentido de copertenencia que ninguna identidad histórica o instancia administrativa parece en condiciones de suministrar. Al mismo tiempo, sin un equivalente funcional del vínculo que proporciona la solidaridad, es inevitable que cualquier decisión sea entendida por unos como imposición y por otros como transferencia inmerecida, como si no se ventilara en ello nada común. Mientras tanto, compartimos vulnerabilidad pero la solidaridad es insuficiente; es común nuestra exposición a los riesgos y particulares (además de muy limitados) los procedimientos de protección. En medio de este clima, ¿es posible articular un nosotros, algo realmente común, que nos vincule y de sentido a nuestros deberes? La cuestión decisiva es cómo transformar la afectación compartida en acción compartida.

La Unión Europea es un verdadero desafío frente a la idea de que el estado nación es el único lugar de comunidad e identidad políticas. Una identidad nacional uniforme no es un requisito ni para la democracia ni para la solidaridad. Lo que debe ser explicado empírica y normativamente es cómo puede configurarse una verdadera comunidad europea capaz de afrontar los nuevos deberes de justicia que se han planteado con toda su crudeza en la crisis del euro. El experimento democrático europeo consiste precisamente en intentar realizar ese reparto justo de deberes y oportunidades, de costes y beneficios, sin la garantía de una solidaridad orgánica nacional al viejo estilo.

La única manera de resolver este dilema es abandonar el prejuicio de pensar que las identidades políticas se constituyen en virtud de una decisión consciente de serlo y dar un giro pragmático, sustituir la metafísica por la pragmática. Somos lo que somos gracias a la comunidad de prácticas que establecemos, a la lógica en la que esta colaboración nos introduce y a las variaciones con las que libremente vamos acentuando ese juego de interdependencias. La identidad es un conjunto de prácticas estables y recíprocas de identificación entre personas e instituciones. Por consiguiente, Europa no se legitimará sólo a través de reformas institucionales sino mediante prácticas compartidas. El hecho de que Europa no sea ya esa comunidad de justicia no significa que no pueda serlo. Todo el conjunto de normas, motivaciones y percepciones pueden emerger en virtud de unos procesos que no presuponen identificaciones comunes compartidas.

Encontramos un ejemplo sutil de esta emergencia en algunas de las disposiciones con las que nos hemos enfrentado a la actual crisis económica. La gobernanza económica europea requiere instituciones que suministren continuidad y poder de supervisión, de lo que no es capaz el compromiso intergubernamental. Lo interesante de ello es que al exigir más sanciones automáticas en el contexto del reformado Pacto de Estabilidad y Crecimiento, los gobiernos tienen que terminar aceptando, aunque sea a regañadientes, un mayor poder para la Comisión Europea. A esto es a lo que conduce de hecho la regla de la “mayoría cualificada inversa”, aunque no era precisamente lo que tenían en la cabeza algunos gobiernos de los estados miembros. Es un ejemplo entre otros muchos posibles que permiten entender la maleabilidad del proyecto europeo, que por las mismas razones por las que puede ser capturado por los estados también permite desarrollos en una evolución federalizante, más por necesidad lógica que por diseño expreso.

 

La Unión Europea no tiene otro procedimiento más directo e incontestable para construir laboriosamente su compleja legitimidad democrática que poner las condiciones para que se produzca la emergencia de algo verdaderamente común. ¿Por qué no considerar que esta complejidad es su verdadera aportación política en lugar de un penoso inconveniente? No opongamos su fragilidad a una supuesta incontestabilidad de sus estados miembros. La mayor parte de las democracias no han surgido de un pueblo homogéneo, ni han llegado a configurarlo plenamente. No tenemos ninguna razón para dejar de esperar que la acción política común, los destinos que compartimos, la experiencia y la comunicación (también a través de las formas conflictivas de divergencia de intereses) sean capaces de originar una cierta forma de comunidad política, tal vez no demasiado grandilocuente, pero con la entidad necesaria para abordar las exigencias de justicia que se nos plantean.

vie

28

dic

2012

¿La crisis europea como oportunidad?

Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 23/12/2012

 

Desde Jean Monnet en adelante no ha dejado de afirmarse que la integración europea ha progresado gracias a sus crisis. No debemos malgastar una buena crisis repiten ahora los manuales de management y los libros de autoayuda. ¿Puede decirse esto de las actuales crisis por las que pasa la Unión Europea y cabe esperar que se convierta en una gran oportunidad para profundizar en la integración?

 

De entrada, hay cosas que no han sobrevivido a sus crisis, por lo que hablar de su virtualidad benéfica es solo una parte de la historia, la que cuentan los supervivientes. Existen ejemplos en la historia de la humanidad de crisis que han acabado literalmente con aquello que supuestamente habría de renacer. Solo el tiempo dirá si la agitación que produce la crisis es suficiente para renovar una democracia compleja como la europea, es decir, para compartir la soberanía y los deberes de justicia más allá del ámbito nacional.

 

En cualquier caso, está claro que el empuje de la necesidad o el miedo al abismo es, por lo menos, una fuente de aceleración de las decisiones, aunque esto no asegure su racionalidad. Desde lo más banal hasta lo más dramático, la experiencia de compartir destino con otros ha aumentado nuestras escalas de referencia, no solo en Europa, sino a nivel planetario, fortaleciendo la identificación emocional y ampliando el sentido de responsabilidad. El solapamiento es más la norma que la excepción y el tipo de políticas que deben llevarse a cabo solamente se explica si se tiene en cuenta la profunda interrelación que existe entre los elementos.

 

El futuro de Europa no está escrito. La crisis económica se ha revelado como un espacio de decisiones en el que coinciden la urgencia y la visión de largo plazo; si lo primero nos empuja a salvarse uno mismo como pueda, lo segundo alienta nuestra inteligencia cooperativa. Probablemente sea esta una de las paradojas más lacerantes de la actual crisis económica: que siendo evidente la conveniencia de revisar todo el sistema de valores que nos han conducido hasta aquí, la misma inestabilidad parece aconsejarnos que dejemos las cosas como estaban. Las crisis son momentos de cambio por las mismas razones que pueden serlo de conservación. Que nos decidamos por lo uno o lo otro es algo que no está exigido en ningún manual para salir de las crisis, sino que depende de las decisiones que adoptemos, libre aunque condicionadamente.

 

Tengo una propuesta modesta de democratización centrada en el tipo de discurso que hemos de mantener. Es posible que no podamos hacer mucho, pero comencemos al menos hablando bien o, mejor, no hablemos como si todo lo referido a la Unión Europea fuera necesario e inexorable. Conseguiríamos al menos paliar el déficit de inteligibilidad en la medida en que dejaríamos de dar a entender que todo lo relativo a la integración europea no tiene nada que ver con la libre decisión y la responsabilidad.

 

En cualquier caso, deberíamos abandonar ese lenguaje de lo irresistible y de las necesidades imperiosas sin apenas un tipo de discurso que apele a nuestra libre disposición sobre el futuro. Examinemos por un momento el vocabulario comunitario: despotismo benigno, integración furtiva, desbordamientos, hechos cumplidos, ampliación irresistible, adquisiciones comunitarias, solidaridades de hecho, irreversibilidad… Las prácticas de la Unión Europea, que por un lado son consensuales y graduales, por otro constituyen también un sistema que favorece las decisiones disimuladas o encubiertas, democráticamente no autorizadas, a veces bajo la forma de no-decisiones o de sumisión a objetividades técnicas. Todo nuestro léxico es pura necesidad; nada de esto habla a la libre decisión de la ciudadanía; es material infamable en manos de los populistas que buscan motivos para denunciar una conspiración de las élites.

 

Como revelan sus discursos, cierto intergubernamentalismo y cierto transnacionalismo se han instalado en un cómodo determinismo histórico. Lo que les diferencia es únicamente qué dirección han creído adivinar en esa determinación: si en la insuperabilidad del marco de negociación entre los estados o la inevitabilidad con la que ese marco se va a ver desbordado. Europa tiene que ser politizada. Y politizar un proceso —al menos en la concepción republicana que comparto— es hacer que haya menos condiciones inmutables y que sea más amplio el ámbito de lo que se debe decidir en común.

 

La historia reciente de Europa es la historia de comienzos libres y no tanto la de un proceso inexorable al que debiéramos someternos. Ningún tratado, ninguna teoría de la gobernanza democrática puede anticipar o suplir la creatividad de la historia, ni predeterminar las soluciones adecuadas a los problemas políticos con los que vayamos a enfrentarnos.

jue

15

nov

2012

El gobierno de los mercados

Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo, 06/10/2012


Se podrían sintetizar las posibilidades de gobernanza de los mercados en cinco funciones que la política puede liderar: 1. Mejorar la regulación; 2. Atender a los riesgos sistémicos; 3. Fortalecer su capacidad cognitiva; 4. Institucionalizar la protección del futuro y 5. Garantizar la coherencia social.


1. En primer lugar, se trata de entender que no estamos ante un problema de más regulación sino de mejor regulación. El funcionamiento del mercado puede ser socavado tanto por mucha o poca regulación; en el actual mundo globalizado lo que más lo debilita es la regulación inadecuada.

No tiene ningún sentido que volvamos a poner en marcha un nuevo ciclo de regulación y desregulación; la economía de la sociedad del conocimiento, global y financiarizada, requiere un nuevo enfoque. No hay garantía de que la regulación prevendrá las crisis futuras mientras no acertemos a comprender su funcionamiento y mejorar su gobernanza, con procedimientos innovadores más allá del esquema que nos hace oscilar entre la desregulación y el control.


2. La principal fuente de renovación de la gobernanza económica global proviene de atender a los riesgos sistémicos. En un mundo interconectado aumentan los efectos sistémicos no pretendidos. La crisis financiera ha puesto dramáticamente de manifiesto que la creciente interdependencia global de un gran número de actores puede dar como resultado efectos sistémicos adversos. La evolución de la crisis, su potencial de autodestrucción económica y la perplejidad de los expertos ha dado la razón a quienes la han interpretado como una crisis de ignorancia sistémica y no de información asimétrica. Los riesgos sistémicos apelan al interés público y a la responsabilidad política para establecer disposiciones regulatorias capaces de prevenirlos. Tratándose de asuntos de gravedad sistémica el auto-gobierno privado es importante pero insuficiente para cubrir tales riesgos.

La atención a lo sistémico supone una renovación radical de nuestro punto de vista y de nuestros procedimientos de gobierno, miopes para todo lo que no sea inmediato y concreto. Son los encadenamientos catastróficos lo que debería preocuparnos; no tanto las malas intenciones particulares como las interacciones fatales del sistema. Cuando el foco regulatorio se pone exclusivamente en actores singulares la gobernanza se vuelve ciega ante las turbulencias sistémicas. Por supuesto que tales turbulencias tienen su origen en determinadas acciones, pero estas acciones se convierten en avalanchas cuando ponen en marcha una serie de reacciones en cadena en un sistema financiero que no está diseñado para impedirlas.


3. Los gobiernos deben mejorar la capacidad cognitiva y evolucionar hacia un modo de decisión política basado en el conocimiento. La buena gobernanza depende de que las decisiones estén apoyadas en el saber experto y legitimadas democráticamente. En una sociedad del conocimiento hay una mayor exigencia de que los modos de decisión estén basados en el conocimiento, es decir, más en consideraciones cognitivas que en juicios de valores, lo que no significa que la política haya de sacrificar su función frente a los expertos sino que la política misma tiene que adoptar un estilo más cognitivo que normativo.

Las transacciones financieras, los modelos y los productos derivados se han convertido en algo muy sofisticado y de consecuencias difíciles de anticipar. Si los reguladores no los entienden, mucho menos podrán regularlos. De hecho, las instituciones reguladoras están continuamente solicitando el consejo de los mejores profesionales del riesgo. La autoridad regulatoria sólo será el resultado de la colaboración y no tanto un recurso exclusivo y estable de los gobiernos.


4. Los gobiernos deberían ser los protectores del largo plazo, quienes se encarguen de institucionalizar la protección del futuro mediante la previsión, la responsabilidad, la precaución o la sostenibilidad.

En muchos aspectos la sociedad contemporánea depende de la capacidad de sus actores y sistemas de ir más allá de la perspectiva de corto plazo y comprometerse en proyectos de medio y largo plazo. El cortoplacismo de las estrategias financieras que hicieron posible ciertas tecnologías ha puesto en peligro otros valores sociales muy importantes para la economía como la estabilidad de la moneda. La experiencia de la crisis anima a modificar nuestra relación con el tiempo y los tipos de decisión. Se trataría de transformar las racionalidades miopes de corto plazo en futuros viables, actuar estratégicamente en vez de responder a las demandas inmediatas o reaccionar a las necesidades del corto plazo.


5. Una de las principales funciones de la política es promover la coherencia del todo social, sobre todo cuando estamos en medio de una forma de capitalismo que ha perdido su sentido de pertenencia a una sociedad, su inserción en un contexto social y sus obligaciones hacia ella.


Los subsistemas sociales necesitan esta autonomía ya que no hay una cumbre central o jerárquica capaz de controlarlo todo. Ahora bien, este autogobierno tiene algunos límites, fundamentalmente los que derivan de fallos del mercado y de las excesivas externalidades negativas como, por ejemplo, la incongruencia entre estrategias de maximización a corto plazo y sostenibilidad a largo plazo.

La conclusión que podemos sacar de todo esto es que el doble desafío de la gobernanza global del capitalismo consiste en salvar la distancia entre las instituciones territoriales de regulación y las constelaciones globales de la economía, por un lado, y la distancia que todavía existe entre los modos burocráticos tradicionales de organizar la regulación y la necesidad de configurar modelos y procesos de regulación elevadamente sofisticados y expertos, por otro.

vie

19

oct

2012

La importancia de ponerse de acuerdo

Artículo publicado en El País, 19/10/2012

 

En democracia no se pueden producir cambios en la realidad social sin algún tipo de cesión mutua. 

Levi Eshkol, un antiguo primer ministro israelí, era un político incansable a la hora de buscar un acuerdo. Se decía de él que era tan partidario del compromiso que, cuando se le preguntaba si quería te o café, contestaba: «mitad y mitad». A veces el deseo de encontrar un compromiso puede ocultarnos el hecho, tan propio de nuestra condición política, de que hay que elegir entre bienes que no son del todo compatibles, que el acuerdo no siempre es posible y que muchas veces resulta necesario optar o decidir.

Una democracia, más que un régimen de acuerdos, es un sistema para convivir en condiciones de profundo y persistente desacuerdo. Ahora bien, en asuntos que definen nuestro contrato social o en circunstancias especialmente graves los acuerdos son muy importantes y vale la pena invertir en ellos nuestros mejores esfuerzos. Los desacuerdos son más conservadores que los acuerdos; cuanto más polarizada está una sociedad menos capaz es de transformarse. Ser fiel a los propios principios es una conducta admirable, pero defenderlos sin flexibilidad es condenarse al estancamiento.

La política democrática no puede producir cambios en la realidad social sin algún tipo de cesión mutua. Si los acuerdos son importantes es porque los costes del no acuerdo son muy elevados, fundamentalmente asentar el status quo, lo cual es algo relevante sobre todo en un mundo cuyos serios problemas van a peor cuando se los abandona a la inercia. Esto vale para la crisis del euro, para la crisis económica, el futuro pacto fiscal en Catalunya o para los principales problemas que el País Vasco deberá abordar en la próxima legislatura. Hoy nos podemos permitir menos que nunca la paralización porque los costes de retrasar las decisiones oportunas son muy elevados.

Generalmente no solemos conseguir todo lo que nos proponemos, en el plano personal o colectivo, aquello que está en el primer lugar de la lista de nuestras prioridades. Las circunstancias nos obligan a darnos por satisfechos con mucho menos. Deberíamos valorar a las personas (o a los partidos, sindicatos e instituciones) no por sus ideales sino por sus compromisos, es decir, por lo que estamos dispuestos a aceptar como suficiente, por nuestra segunda mejor opción. Nuestros ideales dicen algo acerca de lo que queremos ser, pero nuestros compromisos revelan quiénes somos.

Mantenerse fiel a los propios principios es una actitud muy noble en política. En una sociedad democrática debe haber un espacio para quienes hacen política sin voluntad de compromiso, salvaguardando los principios o expresando valores que deben ser tenidos en cuenta. En ese ámbito se mueven diversos movimientos sociales, protestas u organizaciones cívicas. Ahora bien, confiarles responsabilidades de gobierno sería un error tan grave como eliminar ese espacio de vigilancia y expresión que les es propio. Algunos malentendidos en torno al 15M proceden precisamente de esta confusión entre dos planos igualmente legítimos, con su grandeza y sus limitaciones propias: el de quienes pretenden transformar la realidad aspirando a gobernar y el de los que prefieren salvaguardar determinados valores del trasiego y la componenda política.

Por supuesto que esta tenacidad es más importante si tu voto no es decisivo y por eso la encontramos con más frecuencia en los partidos pequeños, sin vocación de gobierno. Esta radicalidad no significa que sean moralmente mejores sino, muchas veces, que son políticamente irrelevantes y por eso pueden permitirse una mayor dosis de principios que los partidos que suelen estar en el gobierno.

Las mayores dificultades para los acuerdos políticos no proceden tanto del modo como nos relacionamos con los principios sino de una razón estructural de nuestra cultura política: el dominio de la campaña sobre el gobierno. Hay una oposición estructural entre hacer campaña y gobernar; actitudes que sirven para lo uno dificultan lo otro. Esta contradición se agudiza cuando se hace campaña con un estilo que dificulta los futuros (e inevitables) acuerdos, como hacer promesas incondicionales o desacreditar a los rivales. La retórica de las campañas forma parte de nuestras prácticas democráticas, pero gobernar es algo diferente, que obliga a pactar y hacer concesiones; quien gobierna necesita oponentes con los que colaborar y no tanto enemigos a quienes desacreditar en todo momento.

Quien gobierna está obligado a tener en cuenta la campaña anterior (aquello a lo que se comprometió) y la siguiente (en la que, lógicamente, desea ser reelegido). Pero el sistema se ha desequilibrado y gobernamos con el mismo espíritu de la campaña, con sus actitudes y vicios. La campaña permanente ha borrado casi por completo la diferencia entre estar de campaña y estar gobernando. Dicho de otra manera: los políticos hacen demasiada campaña y gobiernan demasiado poco.

La democracia necesita instituciones que moderen el peso que las campañas ejercen sobre el gobierno, el cinismo y la mutua desconfianza que generan. En todo caso, para que haya una buena cultura política es preciso economizar el desacuerdo, no exagerarlo, defender las propias posiciones de un modo que no necesariamente implique rechazar las posiciones diferentes. Suponer las peores intenciones en quienes se nos oponen puede ser a veces psicológicamente gratificante pero erosiona las bases del respeto mutuo que es necesario para construir compromisos en el futuro.

Que haya una cultura democrática proclive al acuerdo no depende únicamente del sistema político. Las instituciones educativas juegan un papel fundamental en el asentamiento de los hábitos que permiten el buen funcionamiento del juego democrático. La sociedad contemporánea favorece un tipo de fragmentación social que es la antesala de la polarización política: vivimos en comunidades muy homogeneizadas y tendemos a fortalecer nuestros prejuicios en la escuela, a través de los medios y las amistades, sustrayéndonos del beneficio del contraste y la diversidad. La educación es muy importante, entre otras cosas, porque en ella se puede ofrecer una imagen caricaturizada o justa de los adversarios y de los «otros» en general, y mostrar el valor de los acuerdos en la historia de las sociedades.

Tal vez sean los medios de comunicación la institución que más ha contribuido a que vivamos en campaña permanente: tienden a informar acerca del gobierno como si estuviera de campaña y a informar acerca de las campañas como si tuvieran poco que ver con el gobierno. Los políticos y los comentaristas preferidos para los debates en los medios suelen ser los más extremos o combativos, los que mejor representan el conflicto de las posiciones; quienes son más proclives al compromiso no salen bien en la televisión. Es uno más de los efectos que tiene la dura competición por las audiencias. Resulta más atractivo presentar a los políticos en una batalla encarnizada por la supervivencia que las complejidades de una sutil negociación.

La mejor contribución de los medios es que la dieta informativa sea más rica en cuanto al contenido político de lo que está en juego y limite los aspectos sórdidos, personales o extremos. Que no hagamos el juego a quienes ponen todo su empeño únicamente en llamar la atención. El objetivo es que los medios presenten una imagen más equilibrada de la política, con menos campaña y más gobierno.

Como siempre, la democracia es un equilibrio entre acuerdo y desacuerdo, entre desconfianza y respeto, entre cooperación y competencia, entre principios y circunstancias. La política es el arte de distinguir correctamente en cada caso entre aquello en lo que debemos ponernos de acuerdo y aquello en lo que podemos e incluso debemos mantener el desacuerdo.

Daniel Innerarity. Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies del Instituto Europeo de Florencia.

mié

29

ago

2012

La exposición universal

Artículo publicado en El País 29/08/2012

 

Examinemos el vocabulario de nuestras principales preocupaciones : contagio, encadenamientos, contaminación, turbulencias, toxicidad, inestabilidad, fragilidad compartida, afectación universal, volatilidad… Lo que nos inquieta es una situación de superexposición en la que parecen ineficaces los instrumentos que hasta ahora nos protegían, el aspecto más negativo de esa interdependencia general que caracteriza al mundo globalizado.

 

¿Cuál es la causa de este sentimiento de estar tan expuestos y su correspondiente malestar? Esa inquietud se la debemos a la realidad de nuestra mutua dependencia, algo que por cierto también nos ha procurado muchos beneficios. Hablar de interdependencia es una manera de referirse al hecho de que estamos expuestos de una manera que no tiene precedentes, sin un adecuado seno protector. Interdependencia equivale a dependencia mutua, intemperie compartida. Vivimos en un mundo en el que, por decirlo con lenguaje leibniziano, “todo conspira”. No hay nada completamente aislado, ni existen ya “asuntos extranjeros”; todo se ha convertido en doméstico; los problemas de otros son ahora nuestros problemas, que ya no podemos divisar con indiferencia o esperando que se traduzcan necesariamente en provecho propio. Este es el contexto de nuestra peculiar vulnerabilidad. Las cosas que nos protegían (la distancia, la intervención del estado, la previsión del futuro, los procedimientos clásicos de defensa) se han debilitado por distintas razones y ahora apenas nos suministran una protección suficiente.

Cuando las fronteras se desdibujan de manera que no es fácil determinar dónde está lo propio y lo extraño, cuando los fenómenos circulan y se expanden a gran velocidad, cuando no hay acción sin réplica, es lógico que el problema de las amenazas y las protecciones se plantee con la mayor imperiosidad, aunque a veces sea de modo delirante. En ausencia de proteciones globales y a la vista de la débil seguridad que proporcionan los estados, los individuos buscan microesferas inmunológicas como muros, coches, estigmatizaciones del otro, proteccionismos, segregación… De aquí surge toda esa política paranoica que busca fronteras, que se empeña en recuperar la vieja distinción entre el afuera y el adentro, las insularidades autistas  que pretenden la inmunidad total.

El problema es que ciertos mecanismos de defensa son peligrosos, que resultan potencialmente autodestructivos cuando quieren proteger. Las burbujas autistas corren el riesgo de transformarse en protecciones redundantes que provocan desastres similares a aquellos que pretenden conjurar. Pensemos en la asociación peligrosa de medicamentos, guerras preventivas que se pierden, muros que más que protegernos contra el mal nos aislan del bien y exacerban el odio al otro. Tal vez lo que mejor ilustre este vínculo paradójico entre superexposición y sobre-inmunización, la lógica de las protecciones nocivas, sea la descripción del hombre occidental como un ser sometido a la tensión del automobilista, a esa condición doble, ambivalente, entre sensación inmunitaria y exposición máxima. En ningún sitio se está tan protegido y expuesto al mismo tiempo como en un coche.

Esta situación de superexposición en buena parte inédita y por eso suscita numerosos interrogantes para los que no tenemos las oportunas respuestas. ¿De qué naturaleza pueden ser las protecciones en un mundo así? ¿Cómo protegerse sin auto-destruirse?

Debemos superar, de entrada, la tentación de producir esferas de seguridad herméticas; la estanqueidad absoluta es imposible y la ilusión de esa imposibilidad exige una energía considerable. Aprendamos del organismo humano, que dispone de unos procedimientos de protección muy sofisticados, pero menos rígidos de lo que solemos suponer o de lo que en principio desearíamos. Y es que debemos nuestra singular supervivencia a la flexibilidad de nuestras defensas.

Si la ecología nos ha suministrado el modelo de pensamiento sistémico, podríamos pensar en una ecopolítica global que tuviera en cuenta alguna de sus propiedades. Para empezar, conviene caer en la cuenta de que el organismo humano  tiene diez veces más micro-organismos simbióticos que sus propias células. Cabría incluso decir que el organismo es más exógeno que endógeno. Hay una verdadera simbiosis en el caso de las bacterias del intestino que son indispensables para la digestión; ciertos micro-organismos que toleramos desempeñan igualmente una función inmunitaria. No tiene ningún sentido, por tanto, considerar las bacterias como exterioridades peligrosas y la inmunidad del organismo como una lucha a muerte contra lo distinto de sí. Por el contrario, pensar la inmunidad a partir de los fenómenos de tolerancia, interacciones e internacionalizaciones habituales significa afirmar que el organismo no está separado de su entorno y protegido absolutamente frente a sus influencias. Lo que podríamos llamar barreras —como la piel o las mucosas— son más lugares de intercambio que de aislamiento. El organismo no solo es capaz de interiorizar seres exteriores, sino que esta interiorización es necesaria para su preservación, para su funcionamiento normal, su inmunidad.

Por supuesto que no hay vida posible sin protección. Si las burbujas autistas son peligrosas, la pura exposición a todo lo que viene es impensable. Pero las protecciones son eficaces cuando permiten cierto tipo de relación y son integradas en procesos de construcción de lo común.

No es extraño que una globalidad vulnerable, contagiosa, dispare inevitablemente estrategias de prevención y protección, que no siempre son eficaces ni razonables, que se traducen con frecuencia en movimientos histéricos, miedos infundados y reacciones desproporcionadas. Muchas de nuestras actuales estrategias de defensa —cuyo icono por antonomasia podría ser la construcción de barreras— o son literalmente ineficaces o despiertan unos sentimientos de miedo y xenofobia que terminan por hacernos más daño como sociedades que aquello de lo que quisiéramos protegernos. En la época del calentamiento climático, las bombas inteligentes, los ataques digitales y las epidemias globales nuestras  sociedades deben ser protegidas con estrategias más complejas y sutiles. No podemos seguir con procedimientos que parecen ignorar el entorno de interdependencia y la común exposición respecto de estos riesgos globales.

¿Qué lecciones políticas se pueden extraer de todo esto que alguno juzgará demasiado abstracto? Pues algo tan concreto como que hay que aprender toda una nueva gramática del poder para la que sirve de poco la obstinada defensa de lo propio o la despreocupación por lo ajeno. Todo lo que podía valer para el antiguo juego del poder, ahora ya no es más que pura gesticulación. El instrumento fundamental para sobrevivir en la superexposición es la cooperación, la atención a lo común. La intemperie, en el mundo actual, es la soledad, por muy soberana que se imagine.

mié

29

ago

2012

El euro y sus alrededores

Artículo publicado en El Diario Vasco/El Correo 05/08/2012

 

El nivel de deuda pública no explica suficientemente los actuales problemas de la Eurozona

La actual crisis del euro está llena de errores de percepción, agravios y estereotipos nacionales que se extienden e impiden entender lo que está realmente pasando en la Eurozona. Destacan, entre otros tópicos el de un centro trabajador y una periferia vaga, que está vinculado a su vez con el de que se trata de una crisis debida a la deuda pública. Únicamente el examen de ambos lugares comunes puede aportar un buen diagnóstico y una solución apropiada.

Comparados con otros países industriales como Estados Unidos, Gran Bretaña o Japón, el nivel de endeudamiento de los Estados de la Zona Euro está en un nivel bastante bajo. Si la deuda pública ha aumentado en la mayor parte de los países afectados por la crisis global ha sido a causa del retroceso de la actividad económica, a los programas de rescate financiero, de estimulación o protección. Con la excepción de Grecia, la actual deuda pública no es un problema que procediera de una vieja política de derroche por parte de los Estados. En los años anteriores a la crisis, España y Grecia habían cumplido los criterios del Pacto de Estabilidad y consiguieron varios años un superávit presupuestario que Alemania sólo ha tenido un año desde 1970.

El nivel de deuda pública no explica suficientemente los actuales problemas de la Eurozona. Se explica más bien por el giro dramático en el flujo de capitales que se ha producido en su interior desde el estallido de la crisis, combinado con la falta de competitividad de los países de la periferia. El capital circuló hacia España, Irlanda o Italia con la expectativa de una convergencia económica que debía garantizar la estabilidad de la Eurozona. La crisis financiera sacudió profundamente esta confianza de los inversores. El giro repentino del flujo de capitales produjo un ajuste severo en los países deficitarios a la vez que otros se beneficiaron del hecho de haberse convertido en puertos seguros. Mientras que en los orígenes de la unión monetaria el capital se dirigía hacia la periferia, el proceso inverso amenaza ahora con una dinámica explosiva. Muchos interpretan esta huida de capital como una respuesta de los inversores a la falta de competitividad de estas regiones (los llamados PIIGS), lo que es un error similar al que antes de la crisis cometieron quienes habían interpretado el flujo hacia la periferia como una señal de la capacidad de crecimiento de dichas regiones.

El actual destinatario de la ira en países como Alemania es el sistema de balances interbancarios de la Eurozona (conocido como el Target 2). En la opinión pública alemana se tiene la impresión (alimentada celosamente por el populismo de economistas como HansWerner Sinn) de que con este sistema de pagos se está financiando el consumo irresponsable de la periferia, como si el contribuyente alemán estuviera pagando el sistema de vida de los países del sur. Ahora bien, el incremento del saldo alemán en este sistema se debe a que Alemania aparece como un refugio en la Eurozona, es decir, un indicador de la huida de capital y no tanto de un estilo de vida. Además, esta huida de capitales no representa una fortaleza de Alemania. Su actual competitividad es tan exagerada como lo era la de los países de la periferia antes de la crisis; refleja la relativa debilidad de otros países de la Eurozona, lo que a su vez favorece la capacidad exportadora de Alemania. Es una posición más vulnerable de lo que parece y que podría modificarse con rapidez. Los saldos del Target 2 no son un problema que justificara la salida de Alemania del euro sino un síntoma de la creciente pérdida de confianza en la continuidad de la unión monetaria.

Tampoco la salida del euro es una solución para los países con especiales dificultades. Hay quien la defiende comparando la devaluación de la moneda que esta salida permitiría con la devaluación del peso frente al dólar que tuvo lugar en Argentina a comienzos de los 2000. Esta argumentación desconoce que la salida de un espacio monetario unificado es algo completamente diferente de la devaluación de una moneda frente a otra. Los pocos ejemplos que tenemos de lo primero –la caída del imperio austro-húngaro o la descomposición de Yugoslavia– fueron acompañados por procesos caóticos de desintegración política. La salida del euro se defiende porque con ello se recupera el instrumento de la devaluación, que favorece las exportaciones y mejora la competitividad económica. Ahora bien, cuando el país en cuestión tiene déficits estructurales las reformas dolorosas no se evitan sino que se aplazan.

Para los demás socios de la unión monetaria la salida de uno de ellos pondría en marcha una dinámica muy peligrosa en los flujos de capital dentro de la zona restante. La salida del euro de cualquier país supondría un costo enorme especialmente para Alemania porque los países restantes deberían hacer frente a las correspondientes obligaciones (Alemania con un 27% de suscripción de capital en el BCE). Tras la salida de un país de la Eurozona, los inversores exigirían mayores primas de riesgo y mayores intereses a otros países de la periferia, incrementando así los costes para la financiación de la deuda. Se abriría la puerta a movimientos especulativos de capital y empeoraría la confianza en la competitividad de los países afectados. Se da así la paradoja de que quien pone en duda la continuidad del euro potencia los riesgos que lamenta.

La salida de un país de la zona euro sería un precedente que dañaría mucho y por mucho tiempo la confianza en el espacio monetario. Un espacio monetario común no es una organización cualquiera. La expectativa de duración es una condición necesaria para que un espacio monetario unificado produzca los beneficios para los que fue constituido.

La crisis ha puesto al descubierto las carencias e imperfecciones de la unión monetaria europea, de las que se han aprovechado los gestores de fondos y los bancos de inversiones. El libre juego de las fuerzas del mercado sólo produce los efectos deseados cuando se dan las condiciones marco adecuadas; sin estabilidad y regulación de los mercados financieros las fuerzas del mercado pueden dar lugar a procesos catastróficos. Para ello necesitamos instrumentos que permitan superar esa heterogeneidad que ha impedido la convergencia, y que ha favorecido en cambio unos movimientos de capital que han producido las burbujas especulativas.

El fracaso del Pacto de Estabilidad no es la causa de lo que nos pasa porque sus criterios no son suficientes para asegurar el necesario nivel de convergencia. El problema ha sido la incapacidad de los Estados miembros para dotar al Banco Central Europeo de una instancia fiscal y completar la unión monetaria con la correspondiente unión política que pueda equilibrar políticamente los mercados financieros. Al BCE le falta ejercer la función de ‘prestamista de última instancia’ para evitar los pánicos bursátiles y las quiebras de los estados, ya que fue construido sobre el modelo del Deutsche Bundesbank y sólo tiene la tarea de vigilar la estabilidad de los precios.

La Europa actual es el resultado de una larga cadena de crisis. Ya hubo una crisis del acuerdo para los tipos de cambio a finales de los 70 y otra del sistema monetario a principio de los 90. Nuestra mejor tradición nos aconseja reaccionar fortaleciendo Europa en vez de buscar protección en las soluciones nacionales. Aunque sea explicable la tendencia a refugiarse en el Estado nacional cuando hay una crisis, cada vez está más claro que un espacio de acción política para gobernar los mercados financieros globalizados solo puede recuperarse a nivel europeo.

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05

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2012

La construcción social de la estupidez

Artículo publicado en El País, 3/07/2012

 

No podríamos explicar la naturaleza de lo que llamamos la sociedad del conocimiento si no fuéramos capaces de entender por qué se producen también en ella fracasos colectivos de mayor envergadura incluso que los cometidos por sociedades en las que el saber no ocupaba un lugar tan central. ¿Por qué colapsan las sociedades? ¿Qué razones explican el hecho de que, estando en una sociedad que puede ser más inteligente que sus miembros, también podamos ser más estúpidos de lo que lo somos individualmente considerados? En medio de una crisis económica sin precedentes y que es el resultado, no tanto de errores individuales (que también), como de torpezas colectivas, responder a esta cuestión es más necesario y algo previo a todo aquello que se recomienda en los discursos para “salir de la crisis”.

Alguna explicación ha de tener nuestra peculiar exposición a los errores colectivos y las malas decisiones que no cometemos por carecer de los instrumentos adecuados sino que están incluso inducidos por su sofisticación. Pensemos, por ejemplo en la oscilación entre euforia y decepción económica, que no tendría las actuales dimensiones críticas si no fuera por la potencia financiera de nuestros sistemas económicos; la extensión de los rumores se incrementa con nuestra densidad comunicativa y da lugar a fenómenos como el “trolling” y el “flaming” en internet; lo que Hardin llamaba “the tragedy of the commons” sintetiza muy bien esa mezcla fatal de interdependencia, contagio e incapacidad organizativa para agregar las decisiones de manera que tengan efectos catastróficos.

Una explicación de los “wiki-errores” es el hecho de que, en toda sociedad, pero más en una sociedad compleja, estamos manejando información de otros y obligados a confiar en otros. Nuestro mundo es de segunda mano, mediado, y no podría ser de otra manera: sabríamos muy poco si solo supiéramos lo que sabemos personalmente. Nos servimos de una gran cantidad de prótesis epistemológicas. Nuestro suplemento cognoscitivo está edificado sobre la confianza y la delegación. No tenemos más remedio que confiar en otros y confiar en la información que otros nos proporcionan. Esta circunstancia es la causa de las grandes conquistas de la humanidad, pero también de los peores errores. La confianza puede demostrarse excesiva o insuficiente, los rumores se propagan sin objetividades que los puedan frenar, el pánico resulta más contagioso en un mundo de apreciaciones difícilmente refutables… La facilidad con la que se quiebra esta confianza (algo que se observa en el pánico económico, la falta de crédito o la desafección política, por ejemplo) pone de manifiesto hasta qué punto son frágiles nuestras sociedades.

Hay buenos motivos para pensar en mucha ocasiones que cuando una opinión es compartida por muchos probablemente debamos tenerla por verdadera. Pero también resulta fascinante la experiencia contraria: los grandes errores colectivos, la reverberación de los errores, desde su forma más inofensiva como lugares comunes hasta la infamia del linchamiento. Muchas personas viven en nichos de información y a veces se crean dinámicas que hacen eco, que extienden los errores, los encadenan e incluso fortalecen, dando lugar a enormes fracasos colectivos. Y no pensemos únicamente que se trata de errores extendidos por los que menos saben del asunto en cuestión. Existen también errores que son típicos de la agregación de los saberes y las decisiones de los expertos, fallos de la gente especializada, que suelen ser más irritantes en la medida en que teníamos derecho a suponer de ellos una especial clarividencia como, por ejemplo, los reguladores, organismos supervisores o agencias de rating.

Otra fuente de torpeza colectiva proviene de lo que podríamos denominar “invisibilidad de lo común”. Para que las interacciones pueden dar lugar a círculos virtuosos debería ser posible que los actores dispusieran de un retorno de impacto de su acción personal sobre el conjunto. Muchos errores colectivos se deben previamente a la dificultad de situar las consecuencias de la acción en su globalidad. En una sociedad compleja lo decisivo es la interconexión, los riesgos sistémicos, y no tanto los comportamientos individuales. Por eso no deberíamos esperar demasiado de las virtudes de sus componentes ni indignarnos en exceso con sus miserias. Nuestra perplejidad se debe a no haber entendido que es esa interacción la que hemos de comprender y gestionar.

Buena parte de las malas decisiones que están en el origen de los fracasos colectivos se deben a una mala agregación de decisiones, que no eran más que la mera adición de preferencias individuales a corto plazo. Pensemos, por ejemplo, en el carácter autodestructivo del impulso proteccionista (que fue el verdadero causante de la crisis económica del 1929) o en el problema de las burbujas financieras de 2008 (la dificultad de detener un proceso en el que todos son beneficiarios inmediatos y el desastre se sitúa en el largo plazo). Los mercados, por ejemplo, son sistemas de agregación de conocimiento y preferencias y a estas alturas todos sabemos lo provechoso que suele ser este procedimiento para la coordinación de nuestras acciones, pero también conocemos sus limitaciones, sus derivaciones catastróficas y, sobre todo ahora, el fiasco que suele producirse cuando lo pensamos tan inteligente como para que sea superflua cualquier intervención reguladora. Cuando domina la euforia financiera la hipótesis de una crisis parece lejana y por tanto incapaz de provocar las reacciones que aconsejaría la prudencia.

El instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes. Cuando la perspectiva es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la tiranía de las pequeñas decisiones, es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que haya examinado cómo se produce, por ejemplo, un atasco de tráfico. Cada consumidor, mediante su consumo privado, puede estar colaborando a destruir el medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público, lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos, moderar, su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.

No hay inteligencia colectiva si las sociedades no aciertan a gobernar razonablemente su futuro. El futuro es una construcción que tiene que ser anticipada con cierta coherencia. Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo, cuando los ciclos de decisión son demasiados cortos, la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Cuando el horizonte temporal se estrecha y sólo es tenido en cuenta el interés más inmediato es muy difícil evitar que las cosas evoluciones catastróficamente.

Hay muchas inercias en la sociedad actual en virtud de las cuales no solamente se impide la maximización del bien común a largo plazo, sino que conducen sistemáticamente a desviarse de ese objetivo. La sociedad contemporánea, pese a su complejidad, no es un reino de poderes incontrolables sino algo hecho por los seres humanos; estamos confrontados a procesos que se sustraen de nuestro control absoluto pero que pueden ser parcialmente regulados. Tampoco en la época de las consecuencias secundarias estamos condenados a la alternativa entre la responsabilidad total y la total irresponsabilidad. La tarea que tenemos por delante es más bien determinar nosotros mismos, mediante procedimientos de legitimación democrática, cómo queremos construir políticamente nuestra responsabilidad, que es la expresión práctica de la inteligencia.

Instituto de Gobernanza Democrática
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