Artículo publicado en El País, 19/10/2012
En democracia no se pueden producir cambios en la realidad social sin algún tipo de cesión mutua.
Levi Eshkol, un antiguo primer ministro israelí, era un político incansable a la hora de buscar un acuerdo. Se decía de él que era tan partidario del compromiso que, cuando se le preguntaba si quería te o café, contestaba: «mitad y mitad». A veces el deseo de encontrar un compromiso puede ocultarnos el hecho, tan propio de nuestra condición política, de que hay que elegir entre bienes que no son del todo compatibles, que el acuerdo no siempre es posible y que muchas veces resulta necesario optar o decidir.
Una democracia, más que un régimen de acuerdos, es un sistema para convivir en condiciones de profundo y persistente desacuerdo. Ahora bien, en asuntos que definen nuestro contrato social o en circunstancias especialmente graves los acuerdos son muy importantes y vale la pena invertir en ellos nuestros mejores esfuerzos. Los desacuerdos son más conservadores que los acuerdos; cuanto más polarizada está una sociedad menos capaz es de transformarse. Ser fiel a los propios principios es una conducta admirable, pero defenderlos sin flexibilidad es condenarse al estancamiento.
La política democrática no puede producir cambios en la realidad social sin algún tipo de cesión mutua. Si los acuerdos son importantes es porque los costes del no acuerdo son muy elevados, fundamentalmente asentar el status quo, lo cual es algo relevante sobre todo en un mundo cuyos serios problemas van a peor cuando se los abandona a la inercia. Esto vale para la crisis del euro, para la crisis económica, el futuro pacto fiscal en Catalunya o para los principales problemas que el País Vasco deberá abordar en la próxima legislatura. Hoy nos podemos permitir menos que nunca la paralización porque los costes de retrasar las decisiones oportunas son muy elevados.
Generalmente no solemos conseguir todo lo que nos proponemos, en el plano personal o colectivo, aquello que está en el primer lugar de la lista de nuestras prioridades. Las circunstancias nos obligan a darnos por satisfechos con mucho menos. Deberíamos valorar a las personas (o a los partidos, sindicatos e instituciones) no por sus ideales sino por sus compromisos, es decir, por lo que estamos dispuestos a aceptar como suficiente, por nuestra segunda mejor opción. Nuestros ideales dicen algo acerca de lo que queremos ser, pero nuestros compromisos revelan quiénes somos.
Mantenerse fiel a los propios principios es una actitud muy noble en política. En una sociedad democrática debe haber un espacio para quienes hacen política sin voluntad de compromiso, salvaguardando los principios o expresando valores que deben ser tenidos en cuenta. En ese ámbito se mueven diversos movimientos sociales, protestas u organizaciones cívicas. Ahora bien, confiarles responsabilidades de gobierno sería un error tan grave como eliminar ese espacio de vigilancia y expresión que les es propio. Algunos malentendidos en torno al 15M proceden precisamente de esta confusión entre dos planos igualmente legítimos, con su grandeza y sus limitaciones propias: el de quienes pretenden transformar la realidad aspirando a gobernar y el de los que prefieren salvaguardar determinados valores del trasiego y la componenda política.
Por supuesto que esta tenacidad es más importante si tu voto no es decisivo y por eso la encontramos con más frecuencia en los partidos pequeños, sin vocación de gobierno. Esta radicalidad no significa que sean moralmente mejores sino, muchas veces, que son políticamente irrelevantes y por eso pueden permitirse una mayor dosis de principios que los partidos que suelen estar en el gobierno.
Las mayores dificultades para los acuerdos políticos no proceden tanto del modo como nos relacionamos con los principios sino de una razón estructural de nuestra cultura política: el dominio de la campaña sobre el gobierno. Hay una oposición estructural entre hacer campaña y gobernar; actitudes que sirven para lo uno dificultan lo otro. Esta contradición se agudiza cuando se hace campaña con un estilo que dificulta los futuros (e inevitables) acuerdos, como hacer promesas incondicionales o desacreditar a los rivales. La retórica de las campañas forma parte de nuestras prácticas democráticas, pero gobernar es algo diferente, que obliga a pactar y hacer concesiones; quien gobierna necesita oponentes con los que colaborar y no tanto enemigos a quienes desacreditar en todo momento.
Quien gobierna está obligado a tener en cuenta la campaña anterior (aquello a lo que se comprometió) y la siguiente (en la que, lógicamente, desea ser reelegido). Pero el sistema se ha desequilibrado y gobernamos con el mismo espíritu de la campaña, con sus actitudes y vicios. La campaña permanente ha borrado casi por completo la diferencia entre estar de campaña y estar gobernando. Dicho de otra manera: los políticos hacen demasiada campaña y gobiernan demasiado poco.
La democracia necesita instituciones que moderen el peso que las campañas ejercen sobre el gobierno, el cinismo y la mutua desconfianza que generan. En todo caso, para que haya una buena cultura política es preciso economizar el desacuerdo, no exagerarlo, defender las propias posiciones de un modo que no necesariamente implique rechazar las posiciones diferentes. Suponer las peores intenciones en quienes se nos oponen puede ser a veces psicológicamente gratificante pero erosiona las bases del respeto mutuo que es necesario para construir compromisos en el futuro.
Que haya una cultura democrática proclive al acuerdo no depende únicamente del sistema político. Las instituciones educativas juegan un papel fundamental en el asentamiento de los hábitos que permiten el buen funcionamiento del juego democrático. La sociedad contemporánea favorece un tipo de fragmentación social que es la antesala de la polarización política: vivimos en comunidades muy homogeneizadas y tendemos a fortalecer nuestros prejuicios en la escuela, a través de los medios y las amistades, sustrayéndonos del beneficio del contraste y la diversidad. La educación es muy importante, entre otras cosas, porque en ella se puede ofrecer una imagen caricaturizada o justa de los adversarios y de los «otros» en general, y mostrar el valor de los acuerdos en la historia de las sociedades.
Tal vez sean los medios de comunicación la institución que más ha contribuido a que vivamos en campaña permanente: tienden a informar acerca del gobierno como si estuviera de campaña y a informar acerca de las campañas como si tuvieran poco que ver con el gobierno. Los políticos y los comentaristas preferidos para los debates en los medios suelen ser los más extremos o combativos, los que mejor representan el conflicto de las posiciones; quienes son más proclives al compromiso no salen bien en la televisión. Es uno más de los efectos que tiene la dura competición por las audiencias. Resulta más atractivo presentar a los políticos en una batalla encarnizada por la supervivencia que las complejidades de una sutil negociación.
La mejor contribución de los medios es que la dieta informativa sea más rica en cuanto al contenido político de lo que está en juego y limite los aspectos sórdidos, personales o extremos. Que no hagamos el juego a quienes ponen todo su empeño únicamente en llamar la atención. El objetivo es que los medios presenten una imagen más equilibrada de la política, con menos campaña y más gobierno.
Como siempre, la democracia es un equilibrio entre acuerdo y desacuerdo, entre desconfianza y respeto, entre cooperación y competencia, entre principios y circunstancias. La política es el arte de distinguir correctamente en cada caso entre aquello en lo que debemos ponernos de acuerdo y aquello en lo que podemos e incluso debemos mantener el desacuerdo.
Daniel Innerarity. Catedrático de Filosofía Política y Social, Investigador “Ikerbasque” en la Universidad del País Vasco y profesor visitante en el Robert Schuman Centre for Advanced Studies del Instituto Europeo de Florencia.