El Correo (leer) y Diario Vasco (leer), 21/01/2024
Los comienzos de año, como de cualquier nuevo periodo, natural o del calendario, son momentos en los que suele hacerse balance del pasado y proyecciones acerca del posible porvenir. El futuro tiene un contenido, es un espacio de tiempo en el que pasarán cosas, pero también es una dimensión con distinto significado en función de nuestras expectativas, proyectos, deseos o temores. Además de preguntarnos por lo que puede suceder, podemos también examinar cuál es nuestra relación con el futuro, porque no lo sentimos de la misma manera en todas nuestras etapas biográficas; ese conjunto de disposiciones en relación con él cambia según el estado de ánimo, personal y colectivo, el tipo de problemas a los que nos enfrentamos o la clase de temporalidad en la que estamos instalados, cómoda o inquieta, conservadora o revolucionaria, amenazada por crisis o esperanzada por los proyectos.
El futuro es una cosa extraña y ambivalente. De entrada, porque el futuro nos es desconocido, pese a todo el esfuerzo de prospectiva y anticipación que hagamos. El futuro no puede empezar nunca, según la provocadora formulación del sociólogo Niklas Luhmann, pues un futuro que hubiera comenzado ya no sería propiamente futuro. Por principio, el futuro es algo que está siempre delante de nosotros; al llegar a él, deja de serlo. Pero también es cierto que cuando hablamos de futuro en realidad estamos hablando del presente, de nuestras expectativas y nuestros miedos, que son reales ahora, aunque se refieran a acontecimientos que están por venir, que todavía no han tenido lugar. El modo como nos referimos al futuro dice mucho acerca de nosotros, de cómo somos y nos sentimos ahora, más que sobre lo que va a suceder.
La paradoja es que también vivimos de alguna manera en el futuro. Todo presente fue futuro en el pasado; la situación en la que actualmente nos encontramos fue esperada o temida en otro tiempo por nosotros o por nuestros predecesores. Somos el futuro que fue soñado o temido, sueños y temores que se han verificado, en todo o en parte. Lo que termina sucediendo suele ser diferente de lo que pensábamos que iba a suceder y nos sorprende casi siempre, para bien o para mal. Muy pocas veces el presente es como se imaginó en el pasado. Por eso la solución a las apuestas que hacemos sobre el porvenir se tiene que posponer, porque el presente nunca cumple lo que el futuro prometía.
Como seres vivos que somos, estamos abiertos al futuro, a lo nuevo, a las oportunidades, a la posibilidad de mejorar, a la incursión en espacios y posibilidades inéditas. Sobre esta constante humana, proyectada al destino común de las sociedades, se imaginaron las utopías o quedó establecida en la era moderna una idea de progreso continuo de la humanidad, ambas proyecciones hoy tan desacreditadas. Lo único seguro que puede decirse sobre nuestra manera de sentir el futuro es que ya no estamos en esa temporalidad optimista.
Vivimos en un momento histórico en el que se experimenta un cierto cansancio en relación con el futuro. En lugar de representárnoslo como algo que tiene que ser configurado, el futuro se experimenta hoy más bien como una necesidad de la que no podemos escapar; la idea de que el futuro llega se vive con un gesto de resignación, más que como una buena noticia. Creemos saber lo que el futuro nos depara, aunque no sepamos exactamente las consecuencias que todo ello tendrá sobre nuestra forma de vivir. No hay día en que falten las informaciones acerca de lo que viene: la inteligencia artificial, la optimación genética, formación digital, ciudades inteligentes, mundos virtuales, computación cuántica, coches autónomos… Y no es tanto que el futuro venga anunciado por las malas noticias como que no sabemos muy bien qué significa en última instancia lo que se nos anuncia, cuál será su impacto real y qué nos cabe hacer con él. Esta saturación de noticias sobre el futuro es compatible con una creciente incapacidad de configurarlo; faltan visiones, teorías y proyectos que le den a todo ello una cierta coherencia y lo pongan a disposición de nuestra voluntad política. La proclamación de los objetivos climáticos, por citar solo un ejemplo, no tiene nada de aquella triunfante retórica futurista con la que se celebraba la llegada de nuevos mundos. No luchamos hoy por algo que nos parezca deseable, sino contra las consecuencias negativas de lo que en el pasado nos pareció deseable: industrialización, movilidad, tecnología y consumo.
El futuro inexorable de la modernidad y su idea de progreso han mutado en un estado transitorio sin valor propio, que tiene que ser superado tan rápido como sea posible, como rezan los discursos habituales sobre la innovación. La continua desvalorización que supone esa permanente superación de lo alcanzado no parece proporcionarnos un sentimiento de felicidad. Se nos dice que las competencias que tenemos no evitarán que pronto seamos unos incompetentes; acumulación, competitividad o adaptación son los términos habituales para designar una dinámica de la que ha desaparecido todo sentido; en una época en la que todos suplican un like, el reconocimiento se ha convertido en un fenómeno efímero. El malestar de un futuro concebido como aceleración o evolución crítica consiste en el miedo de perder así algo esencial; el verdadero futuro consiste en mantener lo que hay: libertad, democracia, cohesión social y un clima soportable. La gran cuestión de nuestro tiempo es qué vamos a hacer con el tiempo que nos queda.