La Vanguardia, 13/05/2023 (enlace) (enllaç)
Si la modernidad se afirmaba como un presente superior a su pasado, hoy nos encontramos con un estado de ánimo que da por sentado que el futuro será peor que nuestro presente. No solo los reaccionarios defienden que el pasado fue mejor; también lo piensan así quienes desde la izquierda presagian un futuro catastrófico. Tenemos por un lado la nostalgia reaccionaria y por otro, en una curiosa coincidencia formal, una izquierda que predica el decrecimiento e incluso otra que ya solo confía en que el colapso nos devuelva la sensatez. El progresismo no consiste actualmente en pensar que la mejora de la humanidad es inevitable, sino en que el empeoramiento de la humanidad es precisamente lo que hay que evitar. El progresismo ingenuo creía que las cosas mejoraban aunque no hiciéramos nada, mientras que el progresismo crítico está convencido de que las cosas empeorarán si no hacemos nada.
El gran relato de una convergencia ineluctable entre los tres proyectos de la modernidad europea (el progreso económico y científico, el liberalismo político y la secularización) ya no se sostiene; sabemos que el capitalismo y la ciencia son compatibles con los regímenes autoritarios y que la modernidad tecnológica puede combinarse con el tradicionalismo religioso. Nuestra única proyección hacia el futuro es el desarrollo tecnológico y su universalismo abstracto. Pero basta con que analicemos cómo se efectúa ese desarrollo y a qué coste para que se extiendan las dudas sobre la capacidad humana de mejorar nuestra condición.
Esta descripción negativa del presente y del futuro procede fundamentalmente de la severidad del juicio ecológico sobre la modernidad. El proyecto moderno (racionalidad tecnológica, globalización, homogeneización cultural, instrumentalización de la naturaleza) se manifiesta como incompatible con la existencia de un planeta habitable. Mantenemos un proyecto que no ha reflexionado suficientemente sobre las condiciones terrestres de su propia realización. La crisis climática es el mejor ejemplo de que el mundo ya no es lo que la humanidad hace de él sino aquello que estamos deshaciendo.
Los actores políticos responden de diferente manera a este problema. En cuanto analizamos con un poco de detenimiento los discursos y las prácticas políticas dominantes nos encontramos con algunas diferencias significativas en las dos principales familias ideológicas que configuraron esa modernidad. Es cierto que derecha e izquierda comparten en principio el objetivo ecológico, aunque sea con diversos grados e intensidades, pero sus respectivas culturas políticas se distinguen claramente. Aquí volvemos a encontrarnos sorpresivamente algunas paradojas que nos resultan difíciles de entender desde los paradigmas clásicos. La derecha es hoy más optimista en relación con la técnica y la economía, está menos preocupada por los riesgos que ambas generan y, en general, respecto del futuro. Hay quien lo interpretará como una virtud del pensamiento positivo o como una falta de responsabilidad. La distinción entre derechas e izquierdas parece establecerse actualmente en función del grado de preocupación con respecto al futuro; entre los extremos de la dramatización y la frivolidad, en el arco ideológico hay una gran diversidad de grados e intensidades en cuanto a la inquietud por el futuro.
En este sentido, si el progresismo equivaliera a confianza en el futuro, la derecha tecnocrática se encuentra hoy en la vanguardia, mientras que la izquierda habla con el lenguaje de la conservación. Este intercambio de papeles permite afirmar que es en la izquierda donde la relación al progreso ha sufrido su reversión más espectacular. Hace 175 años Marx y Engels proclamaban en su Manifiesto Comunista que la victoria del proletariado sería inevitable. Me interesa menos examinar qué es lo que consideraban destinado a vencer como el hecho de que creyeran que determinada victoria se iba a producir inexorablemente. Hoy las izquierdas no han abandonado esa idea de la inevitabilidad, pero la mantienen en su forma negativa.
¿De qué modo podemos recuperar el futuro? ¿Qué cambios en nuestra manera de pensar y actuar nos exige esa recuperación? ¿Tenemos que hacer ligeras modificaciones del proyecto moderno o debemos abandonarlo? La cuestión ecológica nos indica el sentido y alcance de la transformación requerida.
La insostenibilidad de nuestras prácticas sociales es, de entrada, un error en nuestra manera de pensar. Lo que hoy se pone en cuestión son esas grandes divisiones conceptuales (espíritu y materia, vivo e inerte, humano y no humano, sagrado y profano) que deciden en cada civilización lo que puede y debe hacerse. Si concibiéramos de otra manera esa contraposición entonces se modificaría significativamente nuestra comprensión del mundo y el ámbito de nuestros derechos y deberes.
Este cambio de enfoque implica entender de otro modo la configuración de la sociedad: cuando pensamos en el contrato social nos solemos referir a la voluntad constituyente de sujetos soberanos y no en los vínculos ya existentes entre los cuerpos capaces de influir unos sobre otros en el seno de un mismo espacio de vida compartida. Desde el momento en el que precisamente ese medio vital resulta amenazado todas nuestras categorías acerca de lo que es justo o no se ponen en cuestión. De entrada, esa idea de justicia propia de una sociedad exclusivamente humana debe ser sustituida por un enfoque ecológico que no excluya a ningún ser vivo del espacio terrestre común.
Los modernos pensaron que el mundo era simplemente un espacio que les ofrecía ilimitadas posibilidades y bienes supuestamente inagotables. Redujeron lo no humano a la categoría de una naturaleza disponible para toda clase de usos. La naturaleza fue considerada como entorno y ahora debemos recuperarla como medio. Solo recuperaremos el futuro si respetamos las condiciones para que este tenga lugar.