La Vanguardia, 6/07/2024 (enlace) (enllaç)
A lo largo de la historia los seres humanos nos hemos concebido como si fuéramos máquinas, pero hoy parecemos empeñados en pensar a las máquinas como similares a nosotros. Un extraña obsesión antropocéntrica nos lleva a empeñarnos en que las máquinas sean como nosotros o a temer que lleguen a serlo. Como si no supiéramos que lo que las hace más útiles es que sean tan diferentes de nosotros. Los robots no son injustos ni arbitrarios, y no a pesar de que carecen de emociones o autoconciencia sino precisamente por esa carencia. No son malos porque no pueden ser buenos y hay quien lamenta esto último sin caer en la cuenta de que solo quien puede ser bueno puede también no serlo. Los robots sexuales no tienen celos ni moral; los robots que cuidan no saben de asco o impaciencia; los drones no padecen ningún trauma después de la guerra. La discusión acerca de si su empleo es moral la tenemos los humanos, pero no ellos, lo cual dice mucho de cómo somos y cómo son. Mientras unos se inquietan por los fines y valores, otros se limitan a perseguir con diligencia los objetivos que se les habían asignado.
El valor de esas tecnologías reside, por así decirlo, en su falta de humanidad y son más perfectas cuanto menos se nos parecen. Es una fortuna y una gran conquista del género humano haber inventado dispositivos que no se cansan, que no se equivocan, que no se emocionan, que carecen de humor, que no son arbitrarios. El empeño de algunos programadores por dotarles de sentimientos, la pregunta de ciertos filósofos acerca de si desarrollarán en el futuro algo parecido a nuestra autoconciencia, son contraproductivos. Tener sentimientos implica ser impredecible, inexacto, inconstante y caprichoso. Hemos inventado las máquinas precisamente para mantener a raya esos factores en asuntos para los cuales necesitábamos lo contrario: precisión, estabilidad, objetividad. Si fueran androides perderían las propiedades que las hacen tan útiles y complementarias para los humanos.
Pensemos de otra manera los escenarios futuros: sin androides, replicantes, ni superinteligencias. Estaríamos más tranquilos y, sobre todo, tendríamos una visión más precisa de la tecnología que la sugerida por todos esos relatos fantásticos con lo que se ha alimentado nuestra concepción de ella, suscitando expectativas y temores que son poco razonables. La carrera triunfante de la inteligencia artificial, de las máquinas y los robots no culminará en un combate final por parecérsenos o superarnos en lo que somos, de manera que pudieran remplazarnos completamente, sino que apunta en la dirección opuesta: son sus propiedades tan distintas a las nuestras las que explican los enormes servicios que pueden prestarnos. Lo que debería interesarnos, por tanto, por decirlo de una manera un tanto provocativa, es proteger su falta de humanidad. En muchos ámbitos de nuestra vida lo que queremos es deshumanización, que haya más máquinas y menos humanos. No necesitamos que haya un ascensorista para llevaros al piso al que queremos subir; pasaríamos mucho miedo si el piloto del avión nos dijera que ha tenido que tomar el mando porque han fallado los procedimientos automáticos; no desearíamos depender del capricho del funcionario sino de procedimientos objetivos; el arbitraje sería peor si no pudiéramos recurrir al VAR o al ojo de halcón. Es cierto que la existencia de un humano en el proceso nos ofrece ciertas garantías, pero a condición de que en el resto del loop no haya nadie incordiando con sus humanas propiedades. Para esa parte del diagnóstico medico, de la máquina que nos transporta, en el trabajo peligroso o en los instrumentos que miden y calculan, cuantas menos personas intervengan, mejor. La clave es determinar cuándo, dónde y para qué somos más apropiados unos u otros. Dejemos que las máquinas sean como son. ¿Por qué motivo nos empeñamos en que la inteligencia deba llevar asociada autoconciencia y sentimientos? Es posible que haya modos de inteligencia que se parezcan muy poco a la nuestra y la exploración de esos espacios alternativos de cálculo y decisión puede aumentar nuestra inteligencia más que amenazarla.
Todavía menos explicable aún es algo que la ficción, tan pretendidamente imaginativa y tan tópica al mismo tiempo, nos sugiere una y otra vez: ¿qué nos ha llevado a concluir que si estos artefactos fueran un día más inteligentes que nosotros se nos volverían en contra? Nos dan a entender que el avance de la inteligencia implica inevitablemente un acercamiento a la maldad. Es humano, demasiado humano, el prejuicio de pensar que en el culmen de la inteligencia no hay una confluencia con la belleza y el bien, esa kalokagathia de la que hablaban los griegos, sino una forma sofisticada de maldad. Es una manifestación de las incongruencias y desajustes de lo humano el hecho de que sigamos pensando que la armonía de todo ello no es más que una aspiración inútil de nuestra especie porque, en realidad, los buenos son un poco tontos y los listos son demasiado malos.