El País, 24/07/2024 (enlace)
Una de las principales manifestaciones de la actual crisis de la democracia liberal es la falta de equilibrio entre el poder judicial y el poder legislativo. El paisaje institucional se ha ido modificando progresivamente y cada vez más decisiones se sitúan fuera del alcance de las instituciones mayoritarias. Esta mutación ha producido lo que puede llamarse una "juristocracia post-política" (Ran Hirschl), es decir, un disciplinamiento jurídico de las democracias, un estrechamiento del campo de acción política, una contracción sistémica de lo políticamente posible.
La principal demostración de que los tribunales deciden mucho, tal vez demasiado, es el desplazamiento de la vida política desde los parlamentos al sistema judicial. Organismos que supuestamente están concebidos para ejercer una función apolítica y neutral incrementan el conflicto político en torno a ellos porque se sabe que ya apenas cumplen aquella función y que toman decisiones eminentemente políticas. Por citar solo un ejemplo reciente: los tribunales han concedido la inmunidad a Trump, pero es que los demócratas habían puesto sus esperanzas en que fuera derrotado por los tribunales y no en las urnas. El término "politización" es demasiado benigno para calificar lo que está pasando, a saber, que el derecho se ha convertido en la continuación de la política por otros medios.
La teoría clásica de la democracia defendía la existencia de contrapesos y equilibrios (checks and balances), pero lo que hoy vemos es más contrapesos que equilibrios. Hay una creciente sustitución de la política por el derecho, una estrategia para sustraer cada vez más asuntos de su disponibilidad democrática. Claras mayorías políticas no consiguen llevar a la práctica lo que han conseguido acordar porque se les enfrenta un gremio de jueces que no han sido elegidos y que no rinden cuentas a nadie. ¿Cómo se verifica entonces el principio de que todos los poderes emanan del pueblo en el caso del poder judicial?
La revisión de constitucionalidad puede estar funcionando como un mecanismo de protección de determinados intereses y, lo que es más grave, para disminuir la capacidad de abordar las transformaciones sociales y políticas necesarias en unos tiempos cambiantes. En medio de una cultura jurídica positivista no resulta fácil que se abra paso la creatividad de la política, en consonancia con la variación de las interpretaciones sociales de lo jurídico, como pudimos comprobar con ocasión de la ley sobre el consentimiento sexual y la correspondiente perspectiva de género en torno a la elaboración, interpretación y aplicación de las normas jurídicas. La correcta politización de la justicia es el intento de devolver a la escena de la política, de las mayorías políticas, demasiadas cosas que fueron desplazadas hacia el ámbito judicial, supuestamente neutral, donde se hacen valer otro tipo de mayorías, es decir, donde se hace otra política.
La creciente despolitización de las cuestiones decisivas se ha tratado de justificar mediante una retórica ideológica con apariencia de neutralidad en torno a "las reglas del juego", a la importancia de que no estemos al vaivén de las mayorías ocasionales. Es correcto pensar así, pero a veces esa estabilidad puede ser excesiva e impedir cambios políticos significativos. Algunas reglas políticas, como las constituciones demasiado rígidas, no protegen el juego sino que lo impiden, predeterminan que no haya demasiados sobresaltos, es decir, que sigan ganando quienes suelen ganar.
Una revisión crítica del actual desplazamiento en la atribución de competencias y legitimidad exige cuestionar la presuposición de neutralidad e imparcialidad de ciertos poderes e incluso del marco dominante. El llamamiento a proteger el Estado de derecho no es tan neutral como pretende; al statu quo se le confiere así una racionalidad especial, mientras que el cambio resulta sospechoso. Esta es la razón por la que haya quienes están más interesados en una mayor liberalización de la democracia: saben que el control judicial les protegerá de los cambios políticos, del cuestionamiento de lo establecido. Una sociedad que en nombre de la continuidad dificulta en exceso los cambios futuros es una sociedad que se ha dado a sí misma un poder a costa de las sociedades futuras, sometiéndolas a su tutela. Jefferson exageraba al decir que cada generación debía rehacer todas las leyes, pero acertaba al sostener que no hay democracia si una generación tiene el derecho de inhabilitar democráticamente a las futuras.
Este tipo de marcaje institucional al legislativo suele tratar de justificarse también apelando a la estabilidad. Frente a la inestabilidad del electorado y las mayorías cambiantes que se van configurando, estaría la coherencia y duración del poder judicial. Se trata de un modo de argumentar muy cuestionable. ¿Estamos en un horizonte de inestabilidad o más bien en una hiper-estabilidad que vacía de significado a la democracia entendida como capacidad de modificar o corregir las decisiones anteriores? ¿Beneficia a la democracia el hecho de que cada vez más cuestiones sean despolitizadas, es decir, se conviertan en indiscutibles y estén demasiado protegidas del cuestionamiento y la pública discusión?
Podemos examinar desde esta perspectiva el caso del conflicto catalán. Entre los años 2006 y 2010 estuvo vigente un Estatuto negociado por muchos actores, aprobado por dos parlamentos y refrendado por el pueblo catalán, antes de que la célebre sentencia del Tribunal Constitucional lo declarara parcialmente inconstitucional, con los efectos que todos conocemos. ¿Acaso el Estatut no tenía antes de la sentencia los suficientes requisitos democráticos y no había funcionado con normalidad? Si el objetivo era la estabilidad política, es difícil imaginar algo que haya producido una mayor inestabilidad.
El principio de separación de poderes, de que quien hace las leyes no debe coincidir con quien las aplica, no significa que los poderes del Estado deben impedir que los otros hagan su tarea, especialmente que el legislativo sea cercado por el judicial. El problema tiene su origen en que nuestro sistema político carece de incentivos para la autolimitación de la política y el derecho. Las relaciones entre los Estados y los Tribunales constitucionales (o las Cortes supremas con competencias para el control de las normas) se rigen por un criterio, al menos implícito, de respeto a sus límites (unos límites que no siempre están claros ni son indiscutibles, por supuesto). Hay ocasiones en las que incluso teniendo competencias para ello, los tribunales se abstienen en cuestiones que pueden ser especialmente conflictivas. Esta autolimitación estratégica complementaria vale también cuando se trata de mayorías políticas. Generalmente las mayorías gubernamentales intentan evitar la confrontación con los tribunales. Si los tribunales han de tener en cuenta el espacio político de posibilidad en el que actúan, también forma parte del interés propio de los actores políticos tomar en consideración el espacio jurídico de posibilidad en el que se mueven.
En la idea de autolimitación o con la revisión de ciertos incentivos para la judicialización y la politización excesivas tenemos procedimientos de ajuste constitucional que no plantean de entrada un choque entre los poderes del Estado y sus diferentes legitimidades. Estaríamos así en una definición del campo de juego más sofisticada que la ingenua concepción del control constitucional de la acción de gobierno consistente en que el gobierno actúa primero y los tribunales verifican después si esa acción está dentro del marco constitucional o no.
Cuando la judicial review se utiliza para contrarrestar a las mayorías políticas, entonces lo que sucede es que hay demasiados incentivos para limitar su poder o ampliarlo en función de a qué actor político beneficie. Lo que el poder judicial revisa es que determinadas cosas no se puedan revisar.
La gran cuestión que hemos de resolver es cómo alcanzamos el equilibrio adecuado entre la estabilidad jurídica y el espacio móvil y modificable de la vida democrática. Debemos lograrlo sabiendo que el papel de los tribunales de justicia no puede ejercerse a costa de devaluar los parlamentos, la elección popular, de reducir lo político a lo jurídico. El centro de la conversación democrática debe ser lo que queremos hacer y no lo que está jurídicamente permitido o prohibido.