La derecha anti-intelectual

La Vanguardia, 1/03/2025 (enlace)(enllaç)

 

El pensamiento conservador cuenta con notables representantes y la izquierda ha exhibido no pocas veces prejuicios contra los intelectuales. No es mi intención asignar a nadie el monopolio de la razón ni la exclusiva de la irracionalidad, sino llamar la atención sobre un hecho que puede explicar algo de lo que pasa actualmente en el mundo. Buena parte de las extremas derechas (Trump, Milei, Orban, especialmente) hacen gala de un profundo sesgo anti-intelectual, que se manifiesta en desprecio hacia la ciencia y desconfianza en las universidades. Son también objeto de esta hostilidad aquellas instituciones que, como la Organización Mundial de la Salud o la Corte Penal Internacional, aúnan saber experto y dimensión global.

 

En este desprecio destaca el actual gobierno estadounidense, que no es algo completamente nuevo entre los republicanos y conecta con aquella vieja tradición anti-intelectual que estudió el historiador Richard Hofstadter. La resume muy bien el grito de guerra del actual vicepresidente Vance, con unas palabras de Richard Nixon: “los profesores son el enemigo". Esta desconfianza se nutre de una cultura política, económica y religiosa que hace de lo intelectual el reverso peligroso de la ingeniosidad práctica, el patriotismo ferviente y el puritanismo moral. Ese desdén hacia la actividad intelectual discurre en paralelo con un elogio del sentido común, el trabajo manual y la solidaridad espontánea no intermediada por la burocracia estatal.

 

Los intelectuales son acusados de adoctrinamiento, fabulación y falta de sentido común. Trump se erige como cabecilla del combate contra una clase intelectual en sentido amplio (desde los universitarios hasta los periodistas) que no haría otra cosa que inventarse problemas como el cambio climático, las teorías de la raza, el multiculturalismo o el género para mantener su hegemonía. En este contexto, los modos hoscos de algunos lideres, sus errores, zafiedad e incompetencia pueden incluso gozar de un atractivo popular; mientras que las propiedades contrarias (rigor, preparación, dominio de la lengua, corrección y respeto) se convierten en una muestra de elitismo.

 

Si el actual panorama resulta llamativo es porque contrasta con un largo periodo de esplendor de las universidades y los intelectuales. Han cambiado profundamente las modalidades de producción y circulación del conocimiento. La cuestión acerca de quién sabe se ha convertido en un verdadero campo de disputa. Las universidades se enfrentan a la competencia de otros centros de producción de conocimiento y sobre bases metodológicas diferentes, como muchas empresas que lo generan con más medios y gran calidad, o los think tanks, que compiten ahora con los saberes universitarios, en ocasiones incluso con la pretensión expresa de contestar su autoridad.

 

Al mismo tiempo la autoridad en materia de conocimiento se desplaza hacia otras personas cuya reputación reside más en la cantidad de abonados, clics y poder de influencia sobre los consumidores que sobre el prestigio académico o la calidad de los descubrimientos científicos. Los modos y el valor de su influencia no corresponden a los procedimientos de validación del conocimiento en el mundo universitario. Es el ascendiente de los libros de autoayuda o los influencers en las redes sociales. Esta nueva competencia ha descualificado a los mediadores culturales tradicionales, coincidiendo también con un momento en el que la explosión de los saberes científicos viene acompañada por una hiper-especialización que los convierte en un conocimiento poco comprensible y en un medio como el digital desfavorable a la lectura exigente.

 

El populismo anti-intelectual podrá señalar, con razón, que este nuevo panorama es en principio más democrático. En el entorno digital cualquiera dispone de un estatuto de productor de conocimiento similar al de los universitarios. En principio, cuantos más actores dispongan de la capacidad de hacerse oír, menos voces marginalizadas habrá y más empoderamiento de la gente para intervenir en la conformación de la opinión pública. Ahora bien, tenemos la experiencia de que esta misma apertura ha caotizado nuestros entornos informativos. Se ha producido de hecho una especie de tribalismo epistémico en el que visiones del mundo completamente distintas coexisten de mala gana, sin puentes ni traductores. La nivelación de las opiniones en la red priva al espacio del discurso de sus normas racionales de validación. El nuevo espacio público no está consolidando una controversia razonada, sino que se configura más bien como un lugar en el que se hacen valer también —y con ciertas ventajas frente al diálogo racional— la desinformación, el comentario inmediato y permanente, la relativización de los hechos y la fragilización de todas las autoridades del saber. Por supuesto que deberíamos estar muy satisfechos de que el acceso a la información y la expresión no esté limitado a un número restringido de personas, pero tendríamos que ser capaces de hacer compatible esta democratización con una defensa de la función cívica del trabajo intelectual en la construcción de un futuro político común.

 

La gran cuestión a la que se enfrenta la universidad en este nuevo panorama es cómo contribuir a la generación y difusión de conocimiento cuando ya no disfruta de ninguna exclusividad pero, al mismo tiempo, tiene unas propiedades que le permiten incidir en ese espacio público con mayor serenidad, menos inmediatez y, si fuera posible, más modestia intelectual. La causa de la democracia en la sociedad del conocimiento estaría así mejor servida que si se limitara a la simple denuncia del anti-intelectualismo.

 

Instituto de Gobernanza Democrática
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