La Vanguardia, 23/11/2024 (enlace)
La democracia es el gran tema de nuestro tiempo: qué va a pasar (mejor, qué vamos a hacer) con esta configuración política que trata de hacer real el autogobierno de los humanos, teniendo en cuentas las múltiples dificultades a las que se enfrenta. La cuestión es cómo articular gobiernos eficaces con participación política, expertos y ciudadanía, soberanía y responsabilidad, razones y emociones, dadas las actuales condiciones, especialmente la complejidad de las sociedades contemporáneas. El futuro de la democracia depende de que seamos capaces de resolver este puzle y combinar equilibradamente todos estos requerimientos teniendo en cuenta que hay personajes, ideologías, crisis y nuevos entornos tecnológicos que la están sometiendo a una prueba de esfuerzo considerable.
Entre las principales amenazas a la democracia se encuentran quienes tienen un programa para subvertirla, eso que podríamos llamar “los malos”, bajo los formatos más diversos (autoritarios, golpistas, demagogos, intrusos), pero también las condiciones en las que resulta inviable (desinformación, ignorancia, crisis, desigualdad). Hay circunstancias para las que no estaba pensada (mundo interdependiente, integración europea, diversidad y heterogeneidad social, espacio público caótico). Los seres humanos tenemos una tendencia a buscar causas personales para explicar los problemas sociales y nos sentimos más reconfortados con las explicaciones que remiten nuestros problemas a la intención de unos malvados que apelando a una interacción fatal o a las dificultades estructurales. La identificación de un culpable (que en muchas ocasiones existe) alivia más que la explicación por la irresponsabilidad colectiva o la simple chapuza. Hay múltiples candidatos a ocupar ese privilegiado lugar desde donde todo se desvela y resuelve: pueden ser los fascistas de siempre, los conspiradores o las redes sociales, ahora culpabilizadas de lo malo que nos pasa. Seguimos hablando de peligros cuando deberíamos esforzarnos en medir los riesgos, nos manejamos mejor en un entorno de causas que de probabilidades, de corrupción que de torpeza, de enemigos que de rivales, de individuos que de estructuras.
Cuando se habla, por ejemplo, de las amenazas a la democracia en el espacio digital, inmediatamente se piensa en las injerencias electorales y no de las penosas condiciones de nuestro entorno informativo o de la mala calidad de la conversación pública; prestamos demasiada atención al momento electoral del proceso político (donde se da la máxima personalización y todo gira en torno a los candidatos entre los que se decide quién liderará el gobierno durante los próximos años) y mucho menos de la debida a lo que vaya a hacerse después; preferimos entender lo malo que nos pasa como crisis exógenas que endógenas, pues mientras que las primeras lo explican todo a partir de causas externas o accidentes, las segundas nos sitúan frente a responsabilidades propias, riesgos generados por nuestras propias acciones. Siendo importantes las amenazas exteriores, merecen más consideración las que proceden de nosotros mismos, esa esfera de estupidez colectiva que ha generado la mayor parte de nuestros problemas sociales, que no tienen el carácter de un meteorito procedente del exterior ni se resuelven con el hallazgo de un chivo expiatorio. La denominada “tragedia de los bienes comunes” (Hardin) describe el daño que nos hacemos a nosotros mismos cuando nuestro horizonte se reduce a la competición cortoplacista o la maximización del interés individual, de lo que es un buen ejemplo (o un pésimo ejemplo, si se prefiere) la actual crisis climática.
La democracia tiene no pocos enemigos, por supuesto, pero también muchas debilidades propias. Examinemos estas y no nos consolemos con reducirlo todo a la perversidad de los enemigos. Hay malos, pero también males y tal vez estos sean más relevantes y más dañinos que aquellos. La fijación en la maldad ajena puede distraernos de la configuración institucional con vocación de permanencia más allá de quienes las dirijan. Es preferible trabajar para que haya buenas regulaciones que confiarlo todo en las buenas intenciones de quienes estén eventualmente al mando. En cualquier caso, si los malos en el poder pueden hacernos tanto daño como tememos o desean es porque las instituciones están mal diseñadas. Los errores de las personas solo adquieren grandes dimensiones si hay fallos sistémicos.