El Correo, 27/10/2024 (enlace)
En la crisis del cambio climático es donde mejor se comprueba hasta qué punto las instituciones y procedimientos con los tendríamos que resolverla no están a la altura del problema que hay que resolver. El tiempo del clima (no me refiero a la climatología sino a la velocidad con la que evoluciona y al tiempo que sería necesario para alcanzar los objetivos que nos hemos propuesto y la recuperación de los entornos naturales) contrasta con los tiempos de la política y la economía (su corto plazo, incapacidad de previsión, el tiempo del consumo, etc.). La política tiene grandes dificultades a la hora de procurar un bien o impedir un mal que parecen alejados en el tiempo (aunque no lo sean tanto). En lo relativo al clima, el futuro solo está como víctima, basurero del presente, no como ámbito de consideración y responsabilidad.
Hay muchas dudas acerca de si nuestras sociedades están a tiempo de llevar a cabo las transformaciones necesarias para frenar e incluso moderar significativamente el cambio climático y sus consecuencias. ¿A qué se debe esta incapacidad? De entrada, a que el cambio climático se caracteriza por complejas interdependencias y dilemas a diversos niveles, de modo que no es posible una solución desde una única instancia. Y en general no hay suficientes incentivos estructurales para que los mercados, el sistema político y la ciudadanía modifiquen su comportamiento hasta el punto que sería necesario. El horizonte de las decisiones de las empresas, los actores políticos y las personas se dibuja sobre unas oportunidades de corto plazo, de modo que no toman en cuenta suficientemente los previsibles efectos negativos en el futuro. Carecemos de las instituciones y procedimientos que pueden resolver problemas y riesgos situados en el futuro, más allá del ciclo electoral o de la simple agregación de intereses.
La política, que debería intervenir para resolver esta situación, no lo tiene fácil pues está dominada por una tendencia irresistible a gestionar los problemas desplazándolos en el tiempo. Esta fijación en el presente es debida en buena parte a su estructura temporal, que le otorga un plazo limitado de acuerdo con los periodos electorales. La lógica electoral apenas plantea incentivos para que quienes votan o son elegidos por un periodo breve de tiempo y en un espacio concreto se ocupen de asuntos de otro tiempo y de otro espacio, como los ecológicos, la mayor parte de los cuales afectarán más a otros en el futuro. ¿Quién puede exigir sacrificios ahora para evitar daños lejanos o futuros? ¿Qué político es capaz de otorgar más importancia a los derechos de los todavía no presentes que a los de sus electores?
La política tiene otra dificultad que proviene del hecho de que sus decisiones para combatir la crisis climática chocan con diversas resistencias, que podríamos agruparlas en aquellas que tienen una naturaleza ideológica y las que se deben a la diversidad de intereses. Las primeras obedecen a una cuestión de principio (o a la incontrolada tendencia que algunos tienen a convertir cualquier cosa en una cuestión de principio). Hay quien se empeña en convertir la transición ecológica en una guerra cultural, como si fuera la imposición de unos expertos ideologizados. En una cultura política que problematiza las reglas en nombre de la libertad individual es muy difícil conseguir que se acepten criterios de autolimitación en orden a la protección de formas de vida comunes.
El otro ámbito de resistencia se debe a la simple diversidad de intereses en cualquier sociedad. Puede ocurrir que los daños sociales provocados por el cambio climático sean evidentes para la mayoría y que, a pesar de ello, las medidas para combatirlo no sean aceptadas porque algunos sectores sociales significativos no las consideran justas y equilibradas. No se trata de solo de que la ciudadanía acepte en general las políticas de lucha contra el cambio climático, sino también aquellas medidas concretas que impliquen cambios de conducta y consumo, e incluso inconvenientes o esfuerzos. Como todas las políticas, también las referidas a la protección de la naturaleza, tienen sus costes. Aunque todos acabaríamos siendo perdedores si no hubiera una acción decidida contra el cambio climático, esas políticas tienen también sus perdedores más inmediatos. La sostenibilidad es un problema de redistribución de costes y ganancias, en este caso con una peculiar complejidad, por lo que no tiene nada de extraño que haya desacuerdos sobre ella.
Es evidente que no disponemos de las instituciones que deberíamos tener para gestionar un contexto de tan intensas interdependencias. Nadie disfruta de una autoridad indiscutida a este respecto, ni los Estados, ni las instituciones globales. No existe un “Leviatán verde” que pudiera imponer acuerdos y cargas. Además de la contestación interna en los Estados, el régimen legal internacional es débil; está muy fragmentada la gobernanza global en esta materia. Se trata de un régimen complejo, con actores diversos, reglamentos y convenciones.
¿Cómo conseguir que el ciudadano medio o quienes están más perjudicados por determinadas medidas comprendan el vínculo que hay entre su comportamiento individual y el beneficio global de la humanidad, hasta el punto de aceptar alguna modificación incómoda de su estilo de vida? ¿Cuál sería el procedimiento para lograr acuerdos entre países con distintos niveles de responsabilidad en la contaminación, a los que el cambio climático impacta de muy distinta manera o que tienen diferentes grados de desarrollo tecnológico? Todo se resume en que habría que convertir esa diversidad que hace tan difíciles los compromisos en la verdadera solución, integrándola. Las políticas climáticas solo podrán movilizar un amplio apoyo social si son percibidas como teniendo en consideración y tratando de equilibrar los distintos intereses sociales y territoriales. El espacio de maniobra de la política depende en última instancia de que la sociedad entienda medidas que pueden ser difíciles de aceptar para algunos sectores, por lo que buena parte de su trabajo consiste en comunicar y convencer. Y en el plano global, no habrá política eficaz contra el cambio climático si no hay una compensación para los países más desfavorecidos por ella, a los que la transformación de su sistema productivo resulta más difícil, sin apoyo tecnológico y financiero para el llamado Sur global.