El Estado de la Constitución

La Vanguardia, 09/12/2023 (enlace) (enllaç)

 

El concepto "Estado" es el primero que aparece en la Constitución Española de 1978. Quienes lo emplearon seguramente no podían entonces adivinar que se referían a una realidad en plena transformación. En la línea del pensamiento político clásico y la etimología de los conceptos, pensarían que estaban apelando a algo estático, estable, pero de hecho no ha habido nada más cambiante que él. No imaginaron que algo que parecía sólido y revestido de un prestigio incuestionado iba a entrar pronto en una serie de pruebas de resistencia que lo iban a transformar profundamente, tanto en su formato interno como en relación con Europa y en el mundo global.

 

Comencemos por la transformación interior del Estado. La tradicional contraposición entre Estado y sociedad se manifestó muy pronto como políticamente inservible. Su verticalidad y centralismo (aunque solo fuera por defecto, un sesgo que ha tratado de hacerse valer incluso en el estado autonómico) fue pronto desafiado tanto por el asalto neoliberal como por la propia reestructuración de un Estado compuesto, en el que se revelaron muy pronto las tensiones que no eran resueltas con la indefinición del Título Octavo. Mientras que la desregulación neoliberal ha sido en buena medida desacreditada por el nuevo momento socialdemócrata que vivimos, entre otras cosas, como resultado de la pandemia, la construcción de un verdadero Estado policéntrico sigue siendo una tarea pendiente.

 

En esta dimensión, "Estado" es un término que ya no remite a nada estable, indiscutible o definitivo, sino que designa una tarea y un debate, a una forma de organización de la sociedad política que requiere el consentimiento de la ciudadanía y que no tiene otro procedimiento de legitimación, que debe ser pensado menos en términos de soberanía nacional y más como soberanía popular.

 

Nuestro gran desafío a este respecto sigue siendo cómo articular el consentimiento cívico en unas circunstancias completamente distintas de las de 1978. Hemos de pasar de una distribución del poder territorial concebida como asignación de competencias administrativas a una concepción postsoberanista del poder, como reconocimiento y pacto, algo que es incompatible con la vieja idea de "transferencia", de radialidad, subordinación y supremacía. Los llamamientos a la unidad, suavizados con la apelación a la diversidad, no son más que fórmulas rituales que parecen no haber tomado cuenta del pluralismo creciente de la sociedad. Todo lo que se produzca actualmente en términos de unidad no se hará más que a través del reconocimiento de la diferencia. Y cuando hablo de respeto al pluralismo me refiero tanto al conjunto del Estado como al que existe dentro de cada una de sus comunidades.

 

El otro factor que ha desestabilizado lo que se pretendía un Estado soberano es inicialmente exógeno: la integración europea y la globalización. Los actuales entornos de interdependencia, de condicionamiento recíproco y soberanías compartidas, no eran previsibles a finales de los años setenta. La entrada del Estado español en Europa se produce en 1982 y coincide en el tiempo con la intensificación de ese fenómeno que denominamos globalización.

 

Desde entonces se ha hecho más evidente que los Estados, aisladamente considerados, se ven sobrepasados por bienes públicos interdependientes que no son capaces de salvaguardar y por los riesgos compartidos que no respetan las delimitaciones de su soberanía. Fenómenos como la inestabilidad económica, la salud pública global o la crisis climática están obligando a que numerosas materias de decisión se desacoplen del espacio de la responsabilidad estatal. Las instituciones globales tratan precisamente de corregir esa nueva incongruencia entre los espacios sociales y los espacios políticos. Nuestra participación en esas instituciones implica de hecho una aceptación de las nuevas reglas del juego de la soberanía compartida.

 

Esta superación de la vieja autarquía es todavía más evidente en la Unión Europea. A diferencia de las instituciones internacionales, la Unión Europea no deriva toda su legitimidad de los estados miembros sino de una propiedad emergente de la que ha ido surgiendo una comunidad singular de destino e intereses con su propia lógica (sin configurar un demos en sentido estricto). Cuando se dice que los estados han pasado de ser naciones-estado a Estados miembros (Bickerton), se está aludiendo a esta transformación. Es cierto que la Unión Europea surgió para crear un marco de acción gracias al cual los Estados europeos pudieran hacer frente a las exigencias de una economía globalizada. La Unión proporcionaría lo que los Estados ya no podían asegurar, y de este modo salvaría a los Estados (Milward). Pero esta salvación no ha podido hacerse más que modificando radicalmente el cuadro definido por los Estados, que han dejado de ser actores plenamente soberanos.

 

Estas nuevas realidades no están exigiendo tanto una reforma constitucional como un cambio conceptual; tenemos que pensar de otra manera cosas que de hecho ya funcionan de otra manera y dotarles de una nueva legitimidad acorde con su funcionamiento real. El Estado de la Constitución debe parecerse lo más posible al estado de la realidad.

 

 

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