El País, 18/03/2024 (enlace) (link portugués)
"El demonio sabe que tiene poco tiempo", se dice en el Apocalipsis, y esa sensación de que vivimos en sociedades endiabladas se debe a que estamos frente a demasiadas disrupciones, al borde de la catástrofe, jugándonos la supervivencia, de modo que la política no tiene tiempo que perder. Ante el fin del mundo, la deliberación, el respeto a los procedimientos, el diseño estratégico, la consideración del largo plazo son una pérdida de tiempo que no se puede permitir quien tiene que asegurar su supervivencia.
La democracia como la conocemos presupone la idea de continuidad, de que las cosas no van hacia un abrupto final (Jonathan White). Conservadores y progresistas compartían al menos esa suposición, que implicaba un tiempo histórico largo. La derecha liberal ha defendido siempre la idea del "efecto derrame" en economía, es decir, que el enriquecimiento de unos pocos repercutirá más tarde en la mayoría, lo que implica que la racionalidad del sistema depende de disponer de un futuro en el que se corrijan las disfuncionalidades del presente. También la izquierda socialista cuenta con el futuro, que no es una mera extensión de las prácticas del presente sino el tiempo en el que o bien sus contradicciones propiciarán un orden nuevo o bien se podrán realizar una serie de transformaciones de signo reformista. Detrás de estos planteamientos ideológicos se da por sentada la continuidad de la historia, una continuidad en la que, apremiados por las urgencias del presente, parece que hemos dejado de creer.
Ilustra muy bien la actual situación el dramatismo con el que se viven las elecciones, un elemento clave de la vida política, pero que se convierte ahora en un combate agónico regido por el síndrome de la última oportunidad. Las elecciones, entendidas con frecuencia como plebiscitos, representan la última oportunidad de salvar algo valioso o de proceder al cambio definitivo, recuperar la normalidad o hacer realidad la deseada ruptura, donde se salva la nación, la democracia o la humanidad, donde todo eso puede desaparecer definitivamente. Recordemos que Trump utilizó el lema "La última esperanza de América" en las elecciones de 2016, que realmente solo era la penúltima porque ahora sostiene que las de 2024 son la batalla final.
Esta dramatización tiene muchas consecuencias políticas. La continuidad en el tiempo permite lo que se ha denominado el “consentimiento de los perdedores”, es decir, que quien pierde acepta el resultado porque sabe que las victorias y las derrotas en política son siempre provisionales y que tendrá en el futuro otra oportunidad. Si el fracaso no es definitivo, entonces cabe entenderlo como una oportunidad para aprender, para renovar el compromiso con los objetivos políticos y reflexionar sobre la conveniencia de modificar la estrategia. Quien gana y quien pierde en ese contexto saben que la vida política es larga y aprenden a combinar el compromiso con la paciencia.
Pero si tomamos al pie de la letra la idea de que no hay tiempo para cometer errores, la idea de una oposición legítima pierde su sentido. Si somos "la última generación" (como el movimiento ecologista así llamado en Alemania), entonces no hay narrativa que pueda justificar ningún fracaso. Si el presente es sentido como un momento crítico, que no permite errores ni aprendizajes y da lugar a situaciones irreversibles, entonces los actores empiezan a tomarse en serio la idea de que solo tienen una oportunidad. Así se explica el recurso a la acusación de fraude electoral, como se denunciaba en el asalto al Capitolio en 2021 o a las instituciones de Brasilia en 2023. Donde se supone que todo depende de un golpe definitivo, resulta muy poderosa la tentación de ganar a cualquier precio o, si se ha perdido, de acusar al adversario de estar modificando las reglas del juego.
La principal consecuencia de todo ello es que la política se convierte en una gestión de las emergencias. Gobernar en clave de urgencia erosiona sobre todo el valor democrático del pluralismo. La idea de que no tenemos tiempo representa un problema para la política porque no hay lugar para el desacuerdo o el cambio de opinión, que son algo muy propio de la política en una sociedad democrática. Las emergencias favorecen un estilo elitista de gobernar, un protagonismo del poder ejecutivo, amplían el espacio del secreto y debilitan el control democrático, las instituciones son vistas como demasiado lentas y divididas.
De los posibles ejemplos que pueden servir para entender esta mentalidad me referiré a dos tomados de la pandemia y del cambio climático. Uno de los problemas que planteaba la pandemia era la disminución de los procedimientos de control a causa de la urgencia de la situación. El escándalo de las mascarillas pone de manifiesto que cuando se aceleran los tiempos disminuyen los controles. El otro ejemplo lo tenemos en el conflicto de los agricultores, que ilustra las dificultades de combinar el largo plazo (los objetivos de la lucha contra el cambio climático) con el corto plazo (los intereses inmediatos del sector). Nos está fallando la articulación de dos tiempos distintos o, según el eslogan de los “chalecos amarillos”, conciliar el fin del mundo con el fin de mes; si estamos ante el fin del mundo no hay ninguna razón para atender las protestas de los agricultores, pero quienes no llegan a fin de mes tienen preocupaciones más urgentes que el colapso de la civilización.
¿Qué hemos de hacer para darle más tiempo a la democracia? La respuesta es fortalecer la institucionalidad. La democracia representativa tiene precisamente la función de articular diversos actores e intereses, así como los diferentes tiempos, el ahora y el después, hacer compatible la atención a los requerimientos del presente con la perspectiva del largo plazo y conferir al proceso político duración y continuidad. Las instituciones funcionan en la medida en la que se dotan de reflexividad y establecen procedimientos y debates que proporcionan a la vida política la necesaria desaceleración.
Solo responderemos adecuadamente a las crisis actuales y produciremos las transformaciones que pretendemos si somos capaces de liberar a la política de sus dos principales defectos: la excesiva personalización y la excesiva urgencia temporal. Si queremos que las causas trasformadoras produzcan los efectos deseados, deben ser "despersonalizadas" y su peso ha de ser transferido en buena parte a instituciones y procesos. Además, las transformaciones sociales solo son posibles si se modera la prisa y se asegura la duración de las intervenciones. Hay procesos que no se pueden acelerar sin malograr su naturaleza, discusiones o transformaciones que necesitan tiempo, insistencia, continuidad, negociación y paciencia. El verdadero desafío de quienes defienden una causa transformadora no es solo conseguir el apoyo social en un momento de especial agitación, sino mantenerlo en el tiempo. Ese es el tiempo que hemos de darle hoy a la democracia.