El Correo, 17/10/2021 (enlace)
Toda la historia de la democracia, sus debates teóricos, sus combates y conquistas prácticas, es un intento por conseguir una forma de autogobierno en el que todos tengan el mismo derecho a decidir aquellas cuestiones que les afectan. Nadie está más autorizado que otros cuando se trata de tomar decisiones sobre asuntos que a todos nos conciernen. La conquista del sufragio universal responde a la convicción de que las decisiones colectivas no pueden ser adoptadas por unos pocos, por muy clarividentes que esos pocos sean o se consideren ser. El derecho a ser incluido entre quienes toman las decisiones viene dado por el hecho de ser afectado por ellas y no por una supuesta mayor competencia.
Esa historia de la democracia está también atravesada por la constatación de que los seres humanos cometemos errores, no solo los monarcas absolutos sino también el pueblo soberano. El sufragio universal no nos protege de los errores colectivos, de los que tampoco estaban a salvo las democracias censitarias o masculinas. La democracia nos ha salvado de los errores de los autócratas pero no nos ha protegido de cualquier equivocación, algunas además muy propias de un sistema que confía tanto en la opinión pública o la sabiduría popular.
Para corregir esas equivocaciones se han propuesto muchas estrategias, algunas muy razonables y democráticas (una mejor capacitación de los gobernantes y una mayor formación de los gobernados, debates más abiertos y deliberativos, consideración del saber experto disponible…), pero también ha habido propuestas muy poco democráticas (otorgar demasiado poder a los expertos, restringir el voto o limitar la participación). El gran desafío de la democracia consiste en impedir esos errores colectivos sin menoscabar la calidad democrática de las decisiones. Entre ambos aspectos no tiene por qué haber una incompatibilidad, ya que un sistema que limita el poder e implica a un mayor número de actores puede ser más certero que los regímenes políticos elitistas o autoritarios.
Es una obviedad afirmar que el pueblo se equivoca y no nos faltan ejemplos históricos de gobernantes nefastos que accedieron al poder democráticamente y cuyas aberraciones contaron con el apoyo popular. Que el pueblo haya de tener la última palabra no significa que no pueda equivocarse. El problema es que, por un lado, tenemos una gran facilidad para confundir la discrepancia con el error y a considerar que una opinión diferente es una opinión equivocada. Cuando uno afirma que el pueblo vota mal, lo que esta diciendo es que no vota como a uno le gustaría. Debería resultarnos sospechoso el hecho de que tendamos a pensar que quienes votan mal son los otros. Además, en una sociedad en la que rige el principio de igualdad política, ¿quién dispone de una clarividencia que le permita distinguir, tratándose de cuestiones políticas, entre lo correcto y lo equivocado de tal manera que los demás no tengamos otro remedio que darle la razón? La experiencia histórica nos enseña que el pueblo se equivoca muchas veces, pero no hay ninguna autoridad legitimada para, en nombre de esas equivocaciones, quitarle el derecho de poder equivocarse.
La otra cara de la moneda del principio de que el pueblo soberano puede equivocarse es que haber ganado no le da a nadie la razón ni se la quita el haber perdido. En la concepción moderna de la democracia hay una disociación entre el éxito y la razón (o entre el fracaso y la irracionalidad). Quien consigue la mayoría de los votos tiene la legitimidad para gobernar, pero nada más; perder unas elecciones significa que no ha habido una mayoría de electores que le dieran la razón, pero no que no la tuviera. Por eso en una democracia hay siempre un plazo para acreditar esa confianza y para volverla a disputar; los vencedores y los derrotados no lo son para siempre.
Hay verdades, hechos objetivos y personas que saben más que otras de ciertos temas, por supuesto, pero es muy peligroso para la convivencia democrática concederle a nadie el monopolio de la objetividad o establecer una tajante distinción entre quien sabe y quien no sabe. Con esto no pongo en duda la importancia de tener en cuenta el saber experto disponible, sino que llamo la atención sobre la dificultad de establecer qué saber experto debe ser tenido en cuenta cuando hay muchos y con frecuencia se contradicen entre sí. No está nada claro qué es un experto en asuntos políticos y quién sería más competente para gobernar. ¿Un catedrático en la materia, alguien que lleve muchos años gobernando o, por el contrario, quien nos parece apto precisamente porque nunca se ha ocupado de ello? En el supuesto de que fuéramos capaces de identificarlo, tampoco estaría asegurado que no pudiera equivocarse si le pusiéramos a la cabeza del gobierno. En el registro de los errores humanos, además de los cometidos por las masas incultas figuran no pocos cometidos por los expertos, algunos de los cuales son muy propios de su particular arrogancia.
La democracia liberal es un sistema de gobierno que no concede a nadie el privilegio de sentenciar quién vota bien o mal, haya ganado las elecciones o un premio Nobel. Eso no significa que no haya cosas mejores y peores, ni aciertos o errores; quiere decir que esa calificación será siempre un asunto controvertido y que si, tratando de librarnos del error, concediéramos a alguien la prerrogativa de protegernos de él, habríamos cometido una equivocación mayor. Si es malo que nos confundamos colectivamente, todavía es peor que dotemos a alguien de la capacidad de dictaminar cuándo el pueblo ha votado bien o mal. Sobre esta convicción se han edificado nuestras democracias, en las que, a falta de instrumentos para impedir absolutamente que se gobierne mal, quienes gobiernan lo hacen en el marco de unas competencias y unos periodos limitados, tras los cuales podemos sustituirles por otros mejores (e incluso por otros peores).