El País, 28/11/2019 (enlace)
Las democracias se están viendo sacudidas por explosiones de indignación bajo la forma de protestas, irrupción del populismo y malestar general. No es que se trate de fenómenos estrictamente nuevos y además forma parte de la naturaleza de la democracia su imprevisibilidad y la legitimidad de la protesta, pero su concentración parece estar diciéndonos algo que no habíamos advertido suficientemente. Beirut, París, Barcelona, Quito, Santiago de Chile, Hong Kong…, pero también incrementos de la extrema derecha y del populismo en sus distintas versiones en Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, España, Brasil e Italia.
Es difícil resistir a la seducción de ofrecer una explicación universal, pese a la diversidad de causas y manifestaciones de estos fenómenos. Entre la más socorrida y plausible se encuentra la explicación por la desigualdad. Pienso que se trata de una causa que está detrás de muchas revueltas pero que no vale como explicación única, aunque solo sea por el hecho de que mayores desigualdades en otros momentos no han producido inestabilidad política. No siempre la rebelión es de los perdedores y hay formas de regresión democrática que están protagonizada por los ganadores que cuestionan las instituciones de la solidaridad. Es verdad que hay malestar por el capitalismo liberal pero también por la ineficacia de sus experimentos alternativos.
Voy a tratar de explicar la naturaleza de estas irritaciones (que a mi juicio no permite entenderlas con la lógica mediante la que hemos interpretado los movimientos revolucionarios, ni como la antesala de una subversión) y sus causas (que deben retrotraerse a la categoría de la desconfianza, un fenómeno más básico que la protesta por la desigualdad).
Comencemos por su naturaleza. No podemos interpretar estas irritaciones como golpes de estado o revoluciones, que son las categorías enfáticas a las que se ha recurrido tradicionalmente para explicar el final de las democracias. Se trata, a mi juicio, de fenómenos que son más expresivos que estratégicos, que responden más a un malestar difuso que carga contra el sistema político en general pero no se concreta en programas de acción con la intención de producir un resultado concreto; hay en ellos más frustración que aspiración; son agitaciones poco transformadoras de la realidad social.
Considero que su causa más relevante reside en la desconfianza, en que se ha sobrepasado un cierto umbral de desconfianza por debajo del cual las democracias pueden funcionar aceptablemente. En las sociedades pre-industriales los sujetos estaban amenazados por riesgos mortales, que eran asociados a la mala fortuna, no a los seres humanos. Se sobrellevaban con fe y no mediante la confianza. La sociedad moderna percibe que la mayor parte de los riesgos son debidos a la acción humana y exige intervenciones humanas concretas, especialmente por parte de los gobernantes. Lo que hoy se ha quebrado es la confianza de que los gobiernos quieran o sean capaces de afrontar los riesgos de la existencia de manera eficaz e igualitaria. Las derechas y las izquierdas coinciden en la desconfianza y difieren en el modo como lo atribuyen. Para la derecha el problema es que los gobiernos no pueden gobernar con eficacia y para la izquierda el problema es que los gobiernos no quieren hacerlo con equidad. Un estudio reciente llevado a cabo en Francia muestra estas coincidencias y estas distinciones. Desde hace tiempo se comprueba que hay una desconfianza generalizada respecto a las mediaciones (periodistas, médicos, profesores), pero de quien más recela este proceso general de desintermediación de nuestras sociedades es de la política y quienes la ejercen como nuestros representantes. Esta desconfianza se concreta luego según los asuntos y los grupos de población. Las generaciones mayores son las más inclinadas a adoptar posturas antiliberales. Las generaciones más jóvenes son las más afectadas por la desregulación del capitalismo. Los electores de la extrema derecha desconfían de los diferentes, de las minorías; los de la extrema izquierda son los más inclinados a desconfiar de las promesas de los representantes. Unos y otros desconfían del Estado aunque por diferentes motivos. Unos no confían en que la redistribución sea justa y a otros no les parece suficiente.
Si este enfoque es acertado, entonces no deberíamos incurrir en la simplificación de explicar lo que pasa contraponiendo las élites al pueblo, a quienes saben lo que habría que hacer y no quieren hacerlo frente a quienes, sabiendo igualmente lo que habría de hacerse, lo reclaman y no son atendidos por quienes tienen el poder de hacerlo. No nos lo pongamos tan fácil porque en ambos –en el pueblo y en sus representantes- hay más ignorancia de lo que solemos admitir. Ese manido antagonismo contribuye a desresponsabilizarnos a todos en la medida en que atribuimos nuestros males a la resistencia de los otros a obedecer (a la autoridad de los gobernantes o a la legitimidad que proporcionan los gobernados). La desconfianza funciona en la doble dirección. La desconfianza de las élites hacia la ciudadanía se corresponde con la arrogancia de los electores que quieren que sus representantes no sean más que una correa de transmisión, sin ningún momento deliberativo, de sus aspiraciones. Solo obtendremos un diagnóstico equilibrado de los males de nuestra democracia si nos situamos en un horizonte de responsabilidades compartidas (sin que esto signifique, por supuesto, idénticas responsabilidades). La gente no tiene necesariamente la razón del mismo modo que tampoco los expertos son infalibles. Si las políticas de redistribución son difíciles es debido en buena parte a la oposición del cuerpo electoral. Hay una falta de sinceridad en nuestra resistencia a admitir que existe alguna vinculación entre los malos gobernantes y los malos gobernados.
La reconstrucción de la confianza en una democracia requiere el concurso de todos y poner en juego factores diversos. Las derechas desconfían de los gobiernos porque los creen ineficaces y las izquierdas porque son poco participativos; unos confían demasiado en los expertos y otros confían demasiado en la gente. Mientras no suturemos esa ruptura entre los resultados y los procedimientos, de manera que haya tanta delegación como sea necesaria y tanta participación como sea posible, seguiremos teniendo motivos para no confiar en las buenas intenciones de los gobiernos, pero será igualmente razonable no confiar demasiado en la sabiduría popular. Y mientras tanto la intervención de la gente en el proceso político será una irritación ocasional, que tensiona sin transformar y se resuelve finalmente en frustración colectiva.