Un nuevo campo de batalla

El País (enlace), 11/02/2020

 

La coherencia no es la virtud mas extendida en el género humano. ¿Cómo es posible que en muchos países los trabajadores voten a la extrema derecha o que los varones se sientan agredidos, pese a la evidencia de su posición hegemónica? Podríamos citar otras incoherencias en el actual paisaje político que llaman la atención: elitistas que ganan elecciones con un discurso contra las élites, líderes que apelan a la religión al tiempo que desprecian los valores mas elementales del humanismo, también hay quien ha ganado la batalla contra el terrorismo y se presenta como derrotado…

 

Reflexionemos un momento sobre la primera contradicción. ¿A qué se debe esa nostalgia por un tipo de liderazgo viril del estilo del que representan Trump, Salvini, Abascal o Putin? ¿Podríamos explicar su éxito si no fuera porque, además de que son votados por los tradicionales reaccionarios de la derecha, resultan políticamente atractivos para amplias capas de la población, incluidos aquellos trabajadores que en su momento pudieron votar a los comunistas?

 

La primera explicación que se me ocurre tiene que ver con un mecanismo de compensación ante el desconcierto que produce la nueva reconfiguración de los roles masculinos y femeninos, así como el avance de la lucha por la igualdad. Estamos en un momento histórico en el que se están volviendo a definir lo público y lo privado, la autosuficiencia y la dependencia, la soberanía y la cooperación, los principios y la negociación. En este contexto, el retorno del macho alfa o del cotidiano machirulo respondería a un intento de clarificación y vuelta a los patrones tradicionales. La dominación masculina se resiste a ceder y encuentra el sustento de amplias capas de la población que no saben cómo transitar hacia el nuevo reparto del territorio. El intento de conservar antiguos privilegios cuenta con el beneplácito de quienes se sienten inseguros en la nueva redefinición. Unos no saben cuál debe ser su nueva posición y otros lo saben demasiado bien y se resisten a ello. Porque no se negocia un simple reparto de tareas domésticas sino la definición de la propia identidad, algo que está produciendo nuevos perdedores y gente desconcertada e insegura.

 

El clásico combate por la igualdad mantenía la identidad de los combatientes, por lo que no resultaba demasiado desconcertante; ahora se discute también qué significa la masculinidad, en torno a las variantes de feminismo y la diversidad sexual. No es un combate de estereotipos sino contra ellos, porque el modo como el género se traduce en un estilo hace ya mucho tiempo que explotó en una variedad inclasificable. La cuestión es cómo equilibramos valores como el cuidado, la eficacia o la protección cuando ya no están asociados a ningún género en exclusiva.

 

Explicar los comportamientos sociales apelando a una incoherencia de los actores resulta demasiado fácil; es un modo de renunciar a entenderlos y, en su caso, a combatirlos adecuadamente. El caso de los trabajadores que votan a la extrema derecha tiene que ver concretamente con categorías simbólicas que actúan en el trasfondo de ciertos comportamientos elementales del ser humano. En su magna obra La distinction el sociólogo francés Pierre Bordieu estudiaba con detalle hasta qué punto las clases populares han sido mas rigoristas en lo que atañe a la sexualidad y a la división del trabajo entre los sexos, mientras que ese tipo de diferencias tiende a atenuarse a medida que se asciende en la escala social. En la clase dominante -señala Bordieu a partir de diversas encuestas sociológicas- las mujeres tienden a atribuirse las prerrogativas mas típicamente masculinas, como fumar o vestir de modo garçon, mientras que los hombres no dudan en reconocer intereses y disposiciones en materia de gusto que los expondrían a pasar por afeminados, como pudiera ser un interés por la moda y algunas manifestaciones culturales. En este contexto no tiene nada de extraño que los trabajadores hayan considerado a las élites como burguesas y afeminadas; sus modales, su cosmopolitismo y su diplomacia aparecían en claro contraste con la fuerza y virilidad de quienes, como los trabajadores del campo o industriales, tienen una experiencia concreta de confrontación con el mundo material. En buena medida este antagonismo se reproduce hoy en el que enfrenta a globalistas y nativistas, con todos los atributos que podemos asociar a sus respectivas culturas políticas, sus diferentes estilos de comunicación y protección. En Francia un liderazgo como el de Macron, aunque solo sea implícitamente, recuerda al tipo de cosmopolitismo feminizante de ciertas élites y la circunstancia de que esté casado con una mujer mucho mayor que él no hace sino reforzar la “sospecha” acerca de su virilidad. En contraposición, Marine Le Pen aparece con todos los atributos de la masculinidad y esta puede ser la razón de que obtenga tantos apoyos electorales en los barrios obreros.

 

El capitalismo financiarizado implica, por así decirlo, una desmasculinización del trabajo. El momento reaccionario que vive hoy la América de Trump puede entenderse como una reacción a este fenómeno y responde muy adecuadamente al deseo de recuperar el contacto con la cultura material. Así lo plantea un filósofo como Matthew Crawford, que reivindica, frente al capitalismo de casino y la economía especulativa, el mundo industrial e incluso artesanal, tan propio de cierta cultura americana. Él mismo se define como un filosofo y reparador de motos, al tiempo que defiende un estilo de vida que conecta con el imaginario popular de la sociedad americana, tal como es presentado, por ejemplo, en esos programas de la televisión protagonizados por tipos duros y generosos, que ensalzan el bricolaje, la solidaridad vecinal y la lucha por la supervivencia en medio de una naturaleza hostil.

 

Mi conclusión de esta pequeña teoría del machirulo es que nos encontramos en un nuevo campo de batalla que tenemos que diagnosticar adecuadamente; no es exactamente una lucha de géneros, tampoco se trata del clásico combate por la igualdad, sino la confrontación de tipos de poder y valores tradicionalmente asociados a los hombres y las mujeres. De ahí también que surjan combinaciones insólitas, incomprensibles desde nuestras viejas clasificaciones de la realidad. No estamos solo ante la tarea de luchar contra unos extremistas o convencer a electorados confusos sino también y fundamentalmente en medio de una gran transición en la que rivalizan culturas políticas diferentes, modos de concebir el gobierno, tipos de liderazgo, valores, maneras de comunicación y mando, estilos emocionales y formas de entender la protección. Aquí se libra una contienda que a mi juicio será mas decisiva que la estereotipada contraposición entre la izquierda y la derecha.

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