Un algoritmo para Cataluña

El País, 7/08/2019 (enlace)

 

Un inglés pregunta a otro cómo ir a cierto lugar y obtiene la siguiente respuesta: “yo que usted no saldría desde aquí”. Me acuerdo de este chiste cada vez que escucho propuestas políticas que parecen decir algo semejante, dando a entender que podría tomarse como punto de partida una realidad distinta de la que tenemos, nos guste o no. Con soluciones inapropiadas para problemas mal diagnosticados no se llega a ninguna parte, no al menos al lugar deseado.

 

No es extraño que estando así las cosas, en vez de diálogo lo que tenemos son monologistas que lanzan una soflama de convicciones absolutas y se asombran de que los demás no se pongan de rodillas y se rindan ante tales evidencias. El uso y abuso de grandes palabras –estado de derecho, legalidad, democracia…- parece ahorrarnos el esfuerzo de concretar cómo pueden realizarse esos principios en una realidad como la que tenemos delante.

 

El procedimiento para arribar a una solución (si es que podemos hablar en estos términos) tendría que respetar a mi juicio cuatro principios: el de representación, el de revisabilidad, el de constitucionalidad y el de indeterminación.

 

1. El principio de representación obliga a mantener en todo momento abierta la pregunta acerca de quién representa a quién, de modo que nadie la monopolice o impida su verificación. En el caso que nos ocupa, este principio interpela al Estado en la medida en que le recuerda que no está unitariamente configurado, que tiene una representación no meramente descentralizada sino políticamente articulada y compuesta; le exige pensar y actuar respetando la asimetría originaria que había en el diseño constitucional. Y recuerda al soberanismo que la alusión al pueblo catalán es un recurso retórico legítimo, pero no algo de lo que algunos dispongan por un especial privilegio. Los agentes políticos y las instituciones representan lo que representan, no más, en virtud del crédito político que la ciudadanía les confiere. En uno y otro caso, las identificaciones y las pertenencias deben estar abiertas a procedimientos de verificación empírica y de adhesión voluntaria.

 

2. El principio de revisabilidad establece que, además del marco legal vigente o el poder constituído, una democracia ha de estar dispuesta a su modificación, sin que la apelación a que todo ello debe realizarse “de acuerdo con las reglas establecidas” sirva de hecho para bloquear esa posibilidad. Los procedimientos de reforma no pueden diseñarse de manera que la hagan imposible en la práctica o que predeterminen el resultado de dicha reforma. ¿Cómo se ha realizado aquella “creatividad” a la que invitaba el Tribunal Constitucional en su sentencia acerca de la declaración del Parlament sobre el derecho a decidir? Una democracia se caracteriza porque deja el futuro indeterminado, abierto y discutible. El principio democrático no está solo para proteger el orden establecido sino también para su crítica y revisabilidad. Por eso cuando hablamos de procedimientos de modificación no solo tenemos que pensar en la legalidad vigente sino también en los principios del derecho, los valores democráticos y la cultura de negociación política.

 

3. Cuando hablo de principio de constitucionalidad me refiero a una recuperación de la fuerza constituyente y no a la sistemática remisión a un texto determinado. Pienso que la solución del problema territorial no requiere tanto otra Constitución como otro constitucionalismo. Por supuesto que ha habido creatividad constitucional, tal vez demasiada, especialmente en el tema territorial, que la Constitución dejó especialmente indeterminado. Pero esa creatividad no se ha llevado a cabo de manera “constituyente”, equilibrada y pactada, sino de modo unilateral, fundamentalmente a través de una hiperactividad del Tribunal Constitucional, que ni estaba diseñado para representar la diversidad del Estado ni actuaba de hecho como una institución de negociación integradora (siendo más bien un órgano de mayorías y no de consenso, pactado por los dos principales protagonistas del anterior bipartidismo). Este deslizamiento podría sintetizarse así: lo que la Constitución no prohíbe, la política no lo habilita y termina pareciéndose demasiado en la práctica a lo prohibido.

 

4. Comenzar planteando como condición innegociable que la soberanía no es divisible dificulta la solución tanto como partir de la división de esa soberanía. El requisito de que sobre estos asuntos deciden todos los españoles o el de que han de hacerlo en exclusiva los catalanes representan un serio obstáculo para el entendimiento. ¿Por qué no intentamos algo al margen del principio de la soberanía popular, sea en clave española o catalana, como indisolubilidad o autodeterminación? En vez de una vía canadiense o escocesa, podría plantearse otra que reconociera a la sociedad catalana la libre disposición de su futuro pero que no girara en torno a la cuestión de la independencia como a la de ofrecer a esa sociedad una fórmula de autogobierno que pudiera contar con más apoyo popular. A los partidarios de la no independencia esto les abriría un espacio para idear alternativas más integradoras; a los soberanistas se les reconoce una cierta forma de soberanía que no tiene por qué incluir una decisión sobre la independencia. Los primeros aceptan la diferenciación de la soberanía; los segundos, que la soberanía no esté vinculada necesariamente a la posibilidad de independencia. ¿Qué esto resultará doloroso y decepcionante para ambos? Si la frustración está equilibrada, señal de que no es una mala solución.

 

Poner el futuro de Cataluña en las manos de su ciudadanía no prejuzga que esto deba hacerse de manera negociada o mediante referendum ni que de ello resulte la secesión o el statu quo. Si este proceso sale bien, es indudable que habrá una decisión final del pueblo catalán, que no significa necesariamente que esa decisión verse sobre la independencia, ya que puede ser sobre un acuerdo de autogobierno. ¿Por qué no entender esa ratificación de un acuerdo como un  ejercicio de autodeterminación en vez de pensar que este término solo se refiere a una gran decisión final sobre la independencia? La teoría de las “pantallas” (según la cual hay fases que estarían definitivamente superadas y a las que no tiene ningún sentido volver, para referirse a los momentos de negociación y pacto, supuestamente irrepetibles) está en contradicción con las encuestas que siguen indicando una mayoría muy clara a favor de mayor autogobierno. Desde el punto de vista de la soberanía popular, ¿por qué renunciar a la idea de que pueda haber una solución que incorpore a una mayoría amplia? ¿A partir de qué momento y por qué esto no puede resolverse mas que mediante un referéndum en el que se decida sobre la independencia? Los partidarios del referéndum alegan en su defensa que el resultado puede ser ser muy diverso (un no, un sí o algo intermedio); yo creo que el proceso de diálogo debe estar aún más abierto y que no se parta de que el referéndum ha de ser sobre una decisión en términos de independencia o no sino que pueda ser también una ratificación o rechazo del acuerdo negociadamente alcanzado. Que en vez de decidirse una votación se vote una decisión. La voluntad pactada es la mejor expresión de la voluntad popular en sociedades compuestas, lo más democrático. Porque, efectivamente, esto va de democracia.

Instituto de Gobernanza Democrática
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