Regular la digitalización

La Vanguardia, 10/04/2021 (enlace)

 

La política anti-trust fue imaginada a finales del siglo XIX como reacción a una ola de innovación tecnológica y de desarrollo económico que iba a transformar profundamente las relaciones sociales y políticas. Hoy en día, a las puertas de una nueva transición tecnológica de consecuencias previsiblemente mayores, la sociedad europea y sus instituciones tienen que actuar en correspondencia. Se ha avanzado bastante en lo que tiene que ver con el ámbito de la vida privada y en materia de protección de datos, pero hay mucho por hacer en lo que se refiere a nuestra vida pública, estructurada ya en buena medida por la digitalización y sus principales actores. Hay un debate creciente sobre la regulación de los “gigantes digitales” que se ha centrado en la cuestión de la fiscalidad y de los contenidos, pero su efecto más disruptivo probablemente se encuentre en otra parte, en su capacidad de configurar el espacio público, en su influencia en el campo de la información y la comunicación, sin que esos actores privados hayan asumido las responsabilidades jurídicas y democráticas que tal magnitud implica. La economía digital probablemente sea el ámbito en el que la dinámica y las consecuencias de la concentración son más estructurales. Algunas de sus características favorecen la constitución de posiciones dominantes y plantean cuestiones económicas y democráticas inéditas.

 

La dominación que ejercen los gigantes digitales tiene graves consecuencias en la esfera democrática. El carácter estructurante o sistémico de su influencia sobre los mercados revela un dominio sobre la soberanía política y democrática que corresponde a los ciudadanos y a sus instituciones representativas. Dadas las condiciones actuales, la insuficiencia del vigente derecho de la competencia y la inadaptación de los instrumentos de regulación confieren de hecho a los actores privados un poder de definir las reglas de expresión en el espacio público, lanzar su propia moneda o, dentro de poco tiempo, dictar también las políticas en otras materias. No podemos dejar que las plataformas digitales privaticen nuestro espacio público.

 

El problema inicial viene dado por la diferente naturaleza del tamaño en el mundo analógico y en el mundo digital. En el mundo físico, las economías de escala son negativas a partir de un determinado umbral, pero eso no ocurre en el ámbito digital. Estas y otras propiedades han permitido a las mayores empresas digitales ocupar un lugar preponderante en la economía mundial, en términos de número de usuarios, sectores del mercado y poder financiero, de manera que plantean un enorme riesgo para la competencia, ya que su posición dominante hace dudar de la posibilidad de que emerjan un día otros actores capaces de competir con ellas.

 

Un problema añadido procede de que en el mundo digital no son eficaces ni la legislación anti-trust ni el ámbito estatal. La idea de que los monopolios son malos porque suben los precios y perjudican al consumidor ha sido central en la organización del espacio económico analógico, pero ahora nos encontramos con empresas tecnológicas que bajan los precios —algunas incluso son gratuitas, como Google y Facebook— y son excelentes para los consumidores. Una lectura neoliberal de la competencia (la concentración puede beneficiar a los consumidores) ha desarmado a los poderes públicos frente a la emergencia de una economía digital fundada sobre la ilusión de gratuidad para el consumidor. Con esta lógica no se identifica la causa profunda del problema planteado por los gigantes de internet. Su impacto obedece al carácter de monopolio u oligopolio que han adquirido en tan poco tiempo. La fiscalidad y la regulación de contenidos, por importantes que sean, no son más que los síntomas de la concentración excesiva del paisaje de la economía digital. Su amenaza para la vida democrática no tiene que ver con los precios sino con la concentración de poder, la disposición sobre los datos y el control del espacio público.

 

La tecnología permite a las empresas recoger, almacenar y explotar un gran número de datos que, una vez cruzados, mejoran la efectividad y constituyen una aportación indispensable para entrenar a los algoritmos. Esta economía de los datos es una economía de la gratuidad “adictiva” para el consumidor, ya que accede a poderosos servicios sin tener que pagar ningún precio salvo mediante la entrega de sus datos personales y la publicidad personalizada que las plataformas venden a otras empresas. Se trata, de entrada, de los efectos de red permitidos por estos servicios, cuyo poder de atracción crece en función del número de usuarios “cautivos”. Si el precio para el consumidor es cero, el enfoque de la política de la competencia por el precio es por ello inoperante.

 

Hay otros motivos por los que el actual derecho de la competencia apenas está en condiciones de entender y regular el funcionamiento de los actores digitales. De entrada porque la dimensión de las sanciones tradicionales por abusos es ridícula cuando las empresas tienen  tanto valor y disponen de enormes reservas de tesorería. Las cantidades obtenidas por la Comisión Europea en concepto de multas no han modificado más que marginalmente el comportamiento de este tipo de actores. Hay además un problema añadido que procede de la inadecuación de una parte de los instrumentos actuales de las políticas de la competencia. La compra de Instagram por Facebook ha escapado del control porque Instagram no genera beneficios. En una economía cuya tendencia natural es la concentración, la reforma de un monopolio se hará en mucho menos tiempo del que ha hecho falta para desmantelarlo (recordemos que hicieron falta diez años para desmantelar AT&T y casi el mismo tiempo para no desmantelar Microsoft).

 

La constatación de estas y otras carencias ha llevado a algunos estados europeos a defender una transformación profunda de la política europea de la competencia y a las autoridades comunitarias a poner en marcha nuevas regulaciones que han culminado en el Digital Markets Act que, más allá de una simple adaptación de los instrumentos tradicionales de defensa de la competencia, introduce un nuevo marco de regulación ex ante (por oposición a la intervención del regulador actual, que interviene siempre para corregir ex post una situación de posición dominante). Una regulación de este estilo tiene que permitir que el regulador competente disponga de una amplia paleta de instrumentos para intervenir preventivamente frente a los gigantes digitales, lo que incluiría una lista de prácticas prohibidas, capacidad para prevenir los riesgos en relación con la competencia o corregir los déficits de competencia existentes, control de las adquisiciones, obligaciones de interoperabilidad, portabilidad de los datos, etc.

 

Este nuevo marco de regulación ex ante debe permitir responder a los desafíos planteados por las grandes plataformas digitales; solo hay que extraer las consecuencias del concepto de “plataforma estructurante” y aplicarle las modalidades de regulación que existen ya para las infraestructuras esenciales en régimen de cuasi-monopolio, como las vías férreas, la energía o las telecomunicaciones, completando la idea clásica de regulación por una lógica de supervisión. Hará falta, por supuesto, tiempos de intervención más rápidos, a la altura de los ritmos de innovación de la economía digital. Y este marco tiene que ser flexible con el fin de adaptarse a la evolución constante de las prácticas de los actores y debe disponer de instrumentos técnicos complejos.

 

La democracia tiene unos momentos destacados en la posibilidad de decidir y votar, pero eso no será posible en condiciones de igualdad mientras haya quien tiene tanto poder de estructurar el campo de juego digital, allí donde ya están teniendo lugar las batallas políticas más importantes.

Instituto de Gobernanza Democrática
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