El País, 26/07/2019 (enlace)
La calificación de una opinión como correcta o incorrecta dice muy poco acerca de su corrección. Por supuesto que el pensamiento no es una actividad que ratifica lo que hay, una mera constatación de la realidad. Cuando pensamos bien ponemos en juego expectativas, juicios y valores acerca de la realidad que pensamos, y esta queda así impugnada de alguna manera. Pensar es, en ocasiones, una manera de decirle que no a la realidad, a los hechos inaceptables. Es cierto que algunas de nuestras opiniones, más que ser nuestras, son opiniones a través de las cuales otros opinan por nosotros. Y en la medida en que es propio, el pensamiento implica ausentarse de los lugares comunes, desentonar y diferenciarse de los otros. Ahora bien, para pensar contra la corriente haría falta al menos que hubiera una corriente de pensamiento.
La discrepancia está sobrevalorada, pero no porque falten motivos para discrepar sino porque la discrepancia se ha convertido en la nueva normalidad y ser crítico no es un gran valor allí donde todo el mundo quiere ser crítico. Buena parte del desconcierto de nuestra época se debe precisamente a que no tenemos una tradición consolidada que cuestionar, un poder dominante al que desafiar o un enemigo identificable. La transgresión sobreactúa.
El pensamiento no es un escáner, pero tampoco un automatismo de rechazo. Adaptarse o destacar no son por sí mismos criterios de racionalidad. Además, entre ser intempestivo y pasar a ser anacrónico hay una diferencia muy tenue. Ese paso se da cuando uno deja de señalar cosas relevantes pero incómodas y se apunta a los linchamientos fáciles. El pensamiento crítico debería proporcionarnos precisamente aquello que no se espera del pensamiento crítico. Criticar lo que nadie ha criticado antes o bajo un aspecto que no había sido considerado hasta ahora, esta podría ser la divisa de una nueva economía política de la crítica intelectual.
Para todo lo que no sea banal, el acierto tiene tan poco que ver con la originalidad como con el número de quienes nos acompañan en una determinada opinión. El pensamiento vive del contraste y la pluralidad; es imposible tanto allí donde todo coincide como donde no hay ninguna coincidencia. Si no estuviéramos rodeados de opiniones distintas de las nuestras, no sabríamos cuáles son nuestras opiniones y, sobre todo, que son nuestras.
El uso de la expresión “políticamente correcto” para descalificar las posiciones intelectuales de otro revela que consideramos que su éxito radica en una astuta maniobra de adaptación y, por tanto, no se la merece, mientras que, indirectamente, damos a entender que nuestra falta de reconocimiento público se debe a la propia integridad; sabríamos lo que habría que hacer para acceder a las cumbres del éxito pero nos lo impide el elevado concepto que tenemos de nuestra independencia. Esta actitud es mezquina y equivocada a la vez.
La mezquindaz se debe a que esta estrategia nos impide reconocer el mérito ajeno y lo que en nosotros es mejorable, una actitud sin la que es imposible la vida intelectual. El error de diagnóstico obedece a desconocer que en una sociedad plural y fragmentada hay muchas versiones de lo “políticamente correcto” y uno se adapta o desentona según a qué mundo quiere halagar (están los conservadores o los progresistas, por ejemplo, cada uno con sus convenciones y reconocimientos; lo que es un lugar común en cierta época puede dejar de serlo con el paso del tiempo…). Tratándose de pensar, el objetivo no debería ser concordar con la propia tribu ni discrepar de la contraria. Lo mejor sería acabar con todas ellas, pero mientras ese tipo de congregaciones sean inevitables, habría que aconsejar justo lo contrario: es mejor desentonar un poco con la propia cofradía y tratar de buscar los puntos en los que el adversario parece razonable. En cualquier caso, pensar es lo mas contrario del automatismo, sea este acomodaticio o provocador; ambas actitudes son formas de conformismo.
Dicen que el cínico Diógenes de Sínope quiso ser enterrado boca abajo para yacer correctamente cuando el mundo diera la vuelta. Prefirió discrepar de su presente y coincidir con la posteridad. Esta curiosa articulación del corto y largo plazo podría considerarse como la mejor expresión del dilema del oportunismo. ¿Es preferible coincidir con los contemporáneos o con la posteridad, con los de aquí o con los de allá? Probablemente, tratándose del ejercicio de la razón, lo mejor es estar de acuerdo con uno mismo y convertir a la realidad en el árbitro que dictamine acerca de dicha coincidencia, le deje esto a uno sólo o con la mayoría. Lo decisivo no es quedarse solo ni procurarse una cómoda compañía. Ni la contradicción ni la concordancia son por sí mismas un criterio de verdad.