La Vanguardia, 4/12/2020 (enlace)
La pandemia ha irrumpido en un mundo en el que hay, al mismo tiempo, acceso al conocimiento científico, un entorno informativo digital caótico y una desconfianza hacia los expertos y hacia los gobiernos. Este entorno plantea dificultades especiales, también en lo que se refiere a los datos, a su fiabilidad para la gestión de la pandemia.
Un factor que puede explicar nuestro relativo fracaso para gobernar esta crisis es la instalación de una cultura de la posverdad en la vida social contemporánea, donde los hechos objetivos parecen influir menos en la configuración de nuestra opinión, personal y pública, que las apelaciones a la emoción y las creencias personales. Una parte de este desprecio a la verdad es atribuible a la acción de algunos gobiernos, que han ocultado los datos o los han manipulado. Más preocupante, sin embargo, es la desorientación y los errores que proceden de datos verdaderos, pero que no han sido situados en su contexto o analizados correctamente. Se pone así de manifiesto que los datos son tan concluyentes como maleables y que cualquiera puede presentarlos de modo que favorezcan lo que uno quiere decir. La beatería de los datos tiende a defenderlos como si nos aseguraran frente a la ideologización. Ahora bien, los datos no son necesariamente lo opuesto de la ofuscación ideológica; pueden favorecer la objetividad pero también ser puestos al servicio de cualquier ideología. Se trata de la parte más grosera pero menos inquietante de nuestra confusión porque lo más problemático de esta distorsión de la realidad es aquello que tiene razones estructurales y que no se debe a la intención deliberada de esconder o mentir. Me refiero a la ambigua relación con la verdad que tiene nuestro actual entorno informativo, en el que conviven posibilidades inéditas de acceso al conocimiento con la libre difusión de los errores, sean en forma de desinformación o de extravagantes teorías de la conspiración. En esta infodemia las noticias falsas se expanden más rápidamente que el virus, como advertían las Naciones Unidas.
Hay un tipo de desinformación muy vinculada a la propia naturaleza de las redes sociales y que contrasta con la potencialidad que se les había asignado a la hora de responder a estas crisis de una manera eficiente. Una de las cosas que esta pandemia pone en cuestión es aquella opinión tan extendida de que las redes sociales podrían ser sistemas de vigilancia temprana para alertar del desarrollo de las enfermedades y que las huellas digitales harían visibles amenazas como el coronavirus antes que los gobiernos o los científicos. Los datos que circulan en las redes no están exentos de sesgos y conviven con la propagación de las noticias falsas. La desinformación en torno a la pandemia se debe a la existencia de bots —parece ser que lo eran más de la mitad de las cuentas de Twitter que emitían opiniones sobre la pandemia—, pero es más inquietante aún constatar que en su propagación participan cantidad de personas. Esta desinformación ha debilitado la confianza ciudadana en las autoridades y ha reducido el efecto de las medidas sanitarias que pretendían motivar comportamientos de prudencia en la ciudadanía, como las mascarillas, la distancia social o el confinamiento.
A esta sociedad posverdad ha podido contribuir el datocentrismo de los últimos años, es decir, un entorno poblado de datos sin contexto y sin una narrativa coherente que diera cuenta de lo que estaba pasando. Nuestra propia gestión de los datos puede estar generando más perplejidad que comprensión. No hace falta voluntad expresa de confundir para que todos estemos en buena medida confundidos. Es cierto que periodistas y sociólogos han hecho un gran trabajo para comunicar y visualizar los datos de la pandemia. No juzgo sus intenciones, sino que trato de llamar la atención sobre un efecto no pretendido de cierta gestión de los datos para lo que no hemos desarrollado todavía una cultura apropiada.
La redundancia de datos que se nos ofrecen cada día en mapas, números y gráficos apenas nos permite distinguir una cifra de otra (la mortalidad de la letalidad, el contagio de la infección o las razones de que aumenten los fallecimientos cuando hay menos contagiados) y comprender el sentido de lo que está pasando. Otro ejemplo de ello es cómo el énfasis en una representación continua y actualizada de los datos puede limitar nuestra percepción a lo más urgente y hacer incomprensible los modos como este tipo de crisis resultan de procesos que actúan en una mayor escala temporal. En este contexto no es de extrañar que las teorías de la conspiración resulten más atractivas. En nuestras sociedades hay mucha gente dispuesta a aceptar narrativas inverosímiles porque los hechos son menos atractivos que el sentido. Articular ambas cosas, la realidad y el significado, es uno de los grandes desafíos a la hora de gobernar una sociedad democrática, con crisis o sin ella.