El Correo y Diario Vasco, 28/07/2019 (enlace)
Sugiero que en vez de perder el tiempo repartiendo culpas y reivindicando la propia inocencia analicemos las causas estructurales que explican por qué cuesta tanto negociar. El tiempo que ahora se abre debería ser un momento de reflexión para que la sociedad y sus representantes pensáramos qué se ha hecho mal y cómo se debería proceder cuando la sociedad ha dicho hace tiempo y en diversas ocasiones que no habrá gobierno sin negociación.
¿A qué obedece esta incapacidad de algunos para negociar? La creciente polarización y desconfianza que desde hace años han ido ganando terreno en nuestros sistemas políticos se reproduce también en el seno de cada uno de los bloques, donde hay un combate por la hegemonía más feroz que el que enfrenta a la derecha con la izquierda. Esta lucha soterrada por sustituir al semejante es mucho más cruda que la que se desarrolla para ganar al adversario. Y una de las cosas que hemos aprendido a este respecto, por cierto, es que en este punto hay una clara diferencia entre la izquierda y la derecha, como si esta hubiera entendido mejor que aquella la nueva situación. La rapidez adaptativa de la derecha le confiere una ventaja competitiva frente a la rigidez de la izquierda. Una de las consecuencias de la espectacularización de la política es que en cualquier decisión que se tome lo más importante es su efecto comunicativo. La famosa ‘teoría del relato’, repetida hasta la saciedad, pone de manifiesto que los agentes políticos están preparándose para quedar bien y no para hacer las cosas bien. Si la democracia es un combate antagonista desarrollado en un escenario público que todos podemos contemplar en cada uno de sus momentos, entonces no hay espacio para la negociación discreta que exige cualquier negociación seria. Lanzar propuestas al interlocutor en público, en el último momento, filtrando documentos o haciendo ofertas desde la misma tribuna del Parlamento en los minutos de descuento revela que no se ha entendido nada de cómo debe llevarse a cabo una negociación exitosa, para lo que se necesita tiempo, trabajo y discreción. Uno de los momentos más patéticos del debate de investidura fue cuando el candidato quiso comparar lo que estaba haciendo él con lo que nacionalistas y socialistas han hecho en Euskadi. Como le recordó Aitor Esteban (sin duda el parlamentario más serio y brillante), a las investiduras en las instituciones de la Comunidad Autónoma Vasca (y también en Navarra) se ha llegado siempre con los deberes hechos, que incluyen acuerdos programáticos, confianza entre los interlocutores y reparto de carteras.
Tenemos también un problema con el tipo de asesoramiento que reciben nuestros políticos. Por supuesto que nadie quiere perder las elecciones y que la acusación de electoralismo tiene a veces tan poco sentido como reprochar a las empresas que quieran ganar dinero o a los medios de comunicación que pretendan tener más lectores. El problema es cuando esos objetivos se persiguen a cualquier precio y en el corto plazo, en este caso a costa de que la lógica de la campaña permanente esté haciendo imposible el debate acerca de las políticas públicas, más preocupados nuestros representantes por acceder o conservar el poder que por saber qué hacer con él. Desde estos supuestos es imposible construir juegos de suma positiva, donde las dos partes ganen (aunque ganen precisamente porque han entendido que deben renunciar a ganarlo todo). Así no hay manera de sustituir las maniobras competitivas en el corto plazo por las estrategias cooperativas que podrían beneficiarnos en el largo plazo, ni de construir espacios de confianza y reciprocidad.
Observando el juego mediocre que se nos ha ofrecido esta semana me acordaba de aquel relato de Bertolt Brecht en el que se satirizaba a un gobierno que, decepcionado por el pueblo que le había tocado en suerte, deliberaba acerca del modo de disolverlo y elegir otro. No estamos tan lejos de aquel absurdo de invertir los papeles y actuar como si en vez de que la sociedad elija a quienes deben gobernarla fuera el gobierno quien elige a su sociedad.
Hemos entrado en un bucle del que algunos no van a querer salir hasta que unas elecciones futuras les den completamente la razón, como si no hubieran entendido que la relación entre los dirigentes y la sociedad es exactamente la contraria. Cuando la sociedad habla (y lo ha hecho insistentemente en los últimos años), la obligación de quienes la representan es hacer un diagnóstico adecuado de la situación, evaluar las posibilidades que se abren y se cierran, interpretar adecuadamente los mensajes, explícitos e implícitos, que la sociedad ha emitido. El más evidente entre ellos es, desde hace tiempo, que si bien cada uno de nosotros solo podemos votar a una opción, el hecho de que la voluntad popular se exprese tan reiteradamente de forma plural y compuesta (en el ámbito ideológico o de identificación nacional) nos obliga a sacar la conclusión de que la gente no quiere imposiciones sino fórmulas de poder compartido.