La Vanguardia, 4/12/2018 (enlace)
Todas los aniversarios, incluido este de la Constitución del 78, deberían ser una ocasión para hacernos alguna pregunta incómoda, como la de si estamos ante una conmemoración o una celebración, es decir, recordando algo que fue o festejando lo que continúa pujante en la actualidad.
Probablemente sea un poco exagerada aquella exigencia formulada por Jefferson de que cada generación revisara todos los acuerdos constitucionales, pero el espíritu de su propuesta me parece muy acertado: las constituciones deben estar abiertas en principio a la revisión y la reforma, de lo contrario estaríamos consagrando el poder de una generación sobre las siguientes de una manera injustificable. El principio de que las constituciones sean modificables no contradice su vocación de estabilidad, sino que precisamente es la condición para que puedan durar.
En el caso concreto de la Constitución del 78 cualquiera puede reconocer que la obsesión por la estabilidad y el temor a cualquier cuestionamiento la ha tensionado al máximo. Empeñarse más allá de lo razonable por que nada se escape del control es el mejor medio para quedarse sin nada que controlar. Una constitución tiene que ser un marco que combine estabilidad y flexibilidad, y puede deteriorarse tanto porque sea demasiado estable como porque sea demasiado flexible. Ahora bien, ¿qué decir de un sistema político cuya revisión es entendida como equivalente a abrir la Caja de Pandora?
Quienes menos dispuestos estaban a permitir esos procesos de revisión solían advertir que no faltan en el ordenamiento constitucional previsiones a tal efecto. Así es, pero cabe preguntarse si esa apelación responde a un deseo de que los debates se desarrollen de manera ordenada o a proteger ciertas cosas de cualquier cuestionamiento. ¿Qué hacer cuando los supuestos cauces no funcionan como tales sino que actúan como verdaderos impedimentos? Que tales procesos deliberativos deban estar regulados no significa que los procedimientos predeterminen la solución y den sistemáticamente la razón a unos. No hay democracia allí donde no se pueden abrir deliberaciones con un resultado incierto, cuando no hay una cierta indeterminación en relación con el punto de llegada. ¿Estamos en condiciones de verificar si aquel celebrado acuerdo constitucional responde a las aspiraciones políticas de una sociedad que ha evolucionado tanto en estos cuarenta años? Por supuesto que un debate de tales dimensiones no puede llevarse a cabo sin determinadas reglas y procedimientos, fundamentalmente para asegurar su calidad democrática. ¿Somos capaces de reconocer a la gente el poder de acreditar o revisar las normas que rigen nuestra convivencia? ¿Queremos incorporar a las nuevas generaciones a la definición de esas normas o pensamos que se puede continuar con este desequilibrio entre el poder constituido y el poder constituyente?