La Vanguardia, 14/08/2019 (enlace)
Las grandes empresas big tech están llevando a cabo metamorfosis radicales en la estructura misma de la sociedad. No son simplemente empresas tecnológicas, sino poderosos agentes de transformación de nuestras sociedades, incluidas sus instituciones y su cultura política.
Cuesta encuadrar a estas empresas en las categorías tradicionales de la economía, pero también en los marcos ideológicos que solemos utilizar. Hay quien ha propuesto recurrir a lo que se podría denominar la “ideología californiana” para entender hasta qué punto tienen detrás una insólita confluencia de diversos ingredientes culturales. Silicon Valley no se explica sin el modelo cibernético y su ideal de autorregulación, que conecta con los movimientos antiautoritarios de los años cuarenta (que interesaron curiosamente al llamado “complejo militar-industrial”), el ideal de emancipación de los sesenta y la nueva economía de finales de los noventa. El programa de Silicon Valley no encaja en los habituales antagonismos políticos (del tipo izquierda-derecha) porque combina un libertarismo que en ocasiones adopta formas paternalistas, los modos de trabajo antijerárquico y las formas tradicionales del capitalismo. Una sociedad de plataformas nos obliga a repensar el significado de la igualdad, la supuesta neutralidad de la tecnología y los efectos de la despolitización.
En la historia de las luchas sociales, la indiferencia respecto del origen ha tenido un papel decisivo en la conquista de los derechos civiles. El algoritmo realiza una inflexión particular de esta pulsión igualitaria: mide y evalúa, pero no juzga; no le importa saber qué tipo de objetos maneja.
Del mismo modo que Max Weber invocaba el espíritu protestante del capitalismo, podría hablarse tal vez de un espíritu igualitario de los datos. Ahora bien, se trata de un igualitarismo muy específico, porque no se lleva a cabo por inclusión, sino por abstracción: en vez de una igualdad que tuviera en cuenta la singularidad de cada uno y de cada cosa, este igualitarismo es el de la equiparación, es decir, la abstracción de las características particulares. Se trata de una igualación que produce nuevas rupturas y exclusiones, una “equivalencia sin igualdad” (Shoshana Zuboff). ¿Es este el tipo de igualdad que corresponde a nuestros valores democráticos?
El otro gran problema que plantean la sociedad de las plataformas y su divorcio entre el mensaje y su transporte es el de la neutralidad tecnológica. Según esta concepción, cuanto más avanza la tecnología menos interfiere sobre el contenido, dejando así a los usuarios servirse de ella como quieran. La idea de que la tecnología es siempre una fuerza benefactora es falsa, tanto porque las tecnologías orientan nuestras prácticas como porque la ilusión de una desmaterialización completa de las tecnologías se contradice con su incidencia en los recursos materiales (muchos artefactos generan residuos tóxicos o requieren componentes que causan conflictos en algún lugar del mundo o tienen un balance energético desastroso).
El gran desafío que tenemos por delante es el de resistir a los encantos de la despolitización de nuestras sociedades y superar la inercia de los modos de gobierno tradicionales, no dejarse seducir por el discurso falsamente apolítico o pospartidista y no insistir en unas prácticas que no se corresponden en absoluto con las nuevas realidades sociales. Esta plataformización de la sociedad podría denominarse siliconización del mundo (Éric Sadin), organización algorítmica de la sociedad o uberización de la democracia. Tim O’Reilly, uno de los oráculos de Silicon Valley, inventor del concepto de web 2.0 y open source, plantea pensar el gobierno como una plataforma, o sea, extender el modelo de las aplicaciones comerciales a la administración de las cosas comunes. En nombre de una lucha contra los déficits democráticos y el exceso de burocracia, propone reducir el papel del Estado al de suministrador de acceso y plataforma, sobre la cual la ciudadanía podría definir por sí misma y con toda libertad sus prioridades políticas. Si en un principio han sido los poderes públicos los que han impulsado el desarrollo tecnológico, ahora el movimiento es el inverso: se invita a que el Estado se inspire en las plataformas, a no servir más que de infraestructura supuestamente neutra para las transacciones entre los individuos.
No tenemos todavía los conceptos y las palabras para expresar las infraestructuras tecnológicas en términos políticos. Pero el mero hecho de hablar de “política de las infraestructuras” implica reconocer que todo ecosistema tiene efectos políticos. En cualquier caso, entre la seducción de un mundo despolitizado y la inercia a mantener nuestras instituciones con la vieja cultura política, hay un amplio espacio para pensar el lugar que debe ocupar la política en estas nuevas realidades.