El País, 2/09/2021 (enlace)
A diferencia de otras épocas de la historia, vivimos hoy en una sociedad que no está asediada por enemigos exteriores sino por auto-amenazas. Se trata de crisis y catástrofes como la pandemia, la crisis climática, inundaciones, incendios y sequías que de alguna manera son el resultado de nuestro modo de vida. Aumenta una sensación de descontrol sobre el mundo, que parece discurrir al margen de nuestra voluntad política, es decir, de nuestra capacidad para gobernarlo, llevar a cabo las transformaciones necesarias, limitar los riesgos y equilibrar su desarrollo.
Las democracias tienen dificultades prácticas para la gestión de las crisis pero no porque sean democráticas sino porque están diseñadas para un mundo que en buena parte ya no existe: dan por supuesto que la sociedad continúa pacíficamente diferenciada cuando lo cierto es que está dramáticamente fragmentada, que los estados son capaces de unificar criterios y movilizar cuando en realidad apenas lo consiguen en su interior y con el resto de los estados. Si no entendemos la naturaleza de esta anacronismo no podremos hacernos cargo de la crisis de nuestra sociedad.
¿Qué queremos decir cuando hablamos de una sociedad diferenciada? El éxito de la sociedad moderna se debe a eso que los sociólogos llaman diferenciación funcional y que permite a las esferas de la economía, la política, la sanidad, el derecho o la educación un desarrollo autónomo. Como conquista histórica, el estado nacional consiguió que las evoluciones de cada uno de esos subsistemas se mantuvieran con una cierta congruencia. La verticalidad de la jerarquía institucional era respetada y la provisión eficaz de bienes públicos que realizaba la burocracia de los estados proporcionaba la legitimidad necesaria para que el sistema resistiera al menos aquellas crisis para las que había sido diseñado. Sobre esta idea elemental se configuró la distinción de poderes, la división del trabajo y la diferenciación de esferas sociales autónomas. Dábamos por entendido que esa configuración de la sociedad nos proporcionaría más libertad y seríamos más productivos; la articulación equilibrada entre todo ello no nos parecía especialmente problemática. Hoy estamos en un contexto muy diferente: hacia dentro y hacia fuera ese equilibrio es puesto a prueba.
Por supuesto que no vamos a renunciar a la diferenciación (que supondría abandonar elementos fundamentales de nuestra cultura política liberal, como la primacía de la ley, la secularización o el carácter abierto de la economía de mercado), como tampoco a la división del trabajo en la que se basa nuestra productividad o a las lógicas de descentralización sin las cuales peligraría el pluralismo político. Pero actualmente nuestros problemas no proceden de la falta de diferenciación sino de la dificultad de equilibrar esas diferencias. Hoy nos encontramos en una constelación muy distinta de la época gloriosa de los estados nacionales, pese a los intentos nostálgicos por recuperar aquella congruencia (en clave de estado para la izquierda o de nación para la derecha). Nuestras crisis sociales son ejemplos de ese desorden: externalidades medioambientales incontrolables, gobiernos que no pueden controlar el precio de la electricidad, poderes ejecutivos que son directamente desafiados por las autoridades judiciales cuando decretan estados de alarma para las crisis sanitarias, una cogobernanza que no es capaz de conseguir la unidad necesaria respetando al mismo tiempo la pluralidad institucional... Los contrapesos se han convertido en vetos, la división de tareas en fragmentación improductiva, la autonomía de las esferas en autosuficiencia que se desentiende de sus externalidades negativas.
El problema al que hoy nos enfrentamos podría formularse así: ¿cómo restablecer una coherencia entre todas esas dimensiones actualmente enfrentadas sin sacrificar las conquistas de libertad que debemos a su separación y sabiendo que ya no podemos contar con autoridades incontestables capaces de unificarlo todo? Descendiendo a casos concretos: ¿cómo traducir evidencias científicas en medidas políticas que consigan una mayoría parlamentaria y, sobre todo, que sean comprendidas por la población? ¿De qué modo equilibrar los imperativos ecológicos y de salud pública con la productividad económica?
La mayor parte de nuestras crisis están causadas porque aquello que en su momento fue una conquista de la modernidad (la libertad de comerciar, producir, cuestionar, desplazarse) se ha convertido en algo disparatado que no atiende a sus posibles consecuencias negativas, como la explotación, la contaminación o la desconfianza. Sabemos que los mercados han resuelto grandes problemas pero han creado otros, como los relativos al medio ambiente; que la democracia es un gran invento en lo que se refiere a la toma de decisiones públicas pero que no nos libra de algunos errores colectivos. No queremos renunciar a esa productiva división del trabajo y del poder, pero hoy asistimos mas bien a su incompatibilidad que a su beneficiosa limitación mutua.
Las sociedades contemporáneas no conseguimos articular sus diversas lógicas (de lo que ha sido un buen ejemplo la tensión, en medio de la pandemia, entre sanidad, ciencia, economía o educación). El problema es que sabemos hacer mas o menos bien cada una de esas cosas, pero no acertamos, por ejemplo, a coordinar las evidencias científicas con las medidas políticas y contando con las instituciones que se ocupan de la legalidad. Se plantean problemas de incompatibilidad entre eficacia, libertad, igualdad y legalidad, mientras que la pluralidad de actores que intervienen en la gestión de la crisis aparece más como un problema que como una solución.
La pregunta acerca de cómo gestionan sus crisis las sociedades actuales debe contestarse indicando qué clase de crisis son estas que no somos capaces de resolver. Nuestra percepción de la realidad y las propias instituciones están pensadas para resolver problemas aislados y bien definidos, pero se ven superadas cuando un problema está entreverado con otros y requiere la colaboración de diversos actores, lógicas e instituciones. El verdadero problema consiste en que es la propia sociedad la que está en crisis porque la gestión de estas crisis se tiene que llevar a cabo en un mundo que es interdependiente, descentralizado, postcolonial, de inteligencia distribuida, radicalmente plural. Las crisis actuales revelan un estado crítico de la sociedad; son unas crisis que no pueden resolverse a través de decisiones políticas porque también esas decisiones están marcadas por la crisis.
Muchos de los problemas que están en el origen y en la dificultad de gestionar estas catástrofes tienen que ver con las contradicciones de la sociedad contemporánea. En el fondo, estas crisis que ahora irrumpen son crisis que ya teníamos y que no superaremos cuando desaparezca su versión más aguda; quedarán las contradicciones de las que esas irrupciones son su expresión más brutal. Propiamente hablando, la crisis sanitaria (como anteriormente la económica) no puso al mundo en un estado de excepción sino que reveló hasta qué punto ese mundo se caracterizaba por un conflicto de lógicas diversas, lenguajes que no se entienden entre sí, por la ingobernabilidad, la impotencia de la política, por el contraste entre eficiencia y legitimidad democrática.
Si la verdadera crisis de nuestras sociedades es esta y las catástrofes recurrentes son sus recordatorios, entonces habría que cambiar el eje de la confrontación ideológica, que ya no se juega en más o menos intervención de los estados (origen de la distinción entre conservadores y socialdemócratas) sino en otro modo de gobernar. Crisis como estas nos obligan a abordar los problemas de otra manera, más anticipatoria, holística, transnacional, colaborativa y horizontal; nos están recordando la necesidad de pensar en una nueva manera de hacer política que sea más receptiva para las formas inéditas que tendrá que adoptar en una sociedad que se hace cada vez más imprevisible.