La Vanguardia, 30/04/2022 (enlace) (En catalán: enllaç)
Sabemos bien que las sociedades son espacios de diversidad, antagonismo y conflicto. No vivimos en comunidades homogéneas ni deberíamos aspirar a las unidades enfáticas y los consensos absolutos. Son cosas imposibles y, aunque solo fuera por eso mismo, situaciones que no tiene ningún sentido desear. La pregunta inquietante es si, pese a esto, hay algún límite a partir del cual ya no tenemos una sociedad diversa sino fragmentada, insoportablemente desigual, incoherente y disfuncional, herida y fracturada. ¿Cómo distinguimos el pluralismo de la fragmentación, la división de poderes del choque y los vetos entre las instituciones? ¿Cuál es la diferencia entre el desacuerdo productivo y la diversidad que enriquece? ¿Cómo se rompen las sociedades y hasta qué punto es posible que ellas mismas recompongan su frágil unidad?
Jordi Sevilla ha hablado de todo esto en el libro de próxima aparición "La España herida". El título del libro parece sugerir una enésima mirada sobre el conflicto territorial que España no termina de resolver, pero este libro aspira a realizar un diagnóstico completo de los desgarros sociales, para lo que el autor pasa revista a otras heridas a veces menos ruidosas pero no por ello menos importantes como las brechas de género, intergeneracionales, la que enfrenta a ricos y a pobres, la contraposición entre lo rural y lo urbano o la coexistencia -problematizada por la pandemia- del mundo analógico y la nueva realidad digital. Son heridas que podrían completarse con las contraposiciones entre lo global y lo local, entre racionalidad y emociones, lo público frente a lo privado o la vieja y la nueva política. Estas fracturas han generado nuevas líneas de identificación, ejes de conflicto que van más allá de la simplificación derecha/izquierda y que debemos afrontar con una estrategia más sofisticada.
Una brecha no es simplemente una tensión que se resuelve con un acuerdo o una transacción sino una ruptura consolidada, una herida crónica para la que no parece haber sanación. En una brecha se estabilizan valores e intereses contrapuestos sin que asome la posibilidad de integrarlos o realizar un compromiso entre ellos. Coexisten y convivirán en el futuro lo digital y lo analógico, pero habrá que repartir equitativamente los costes de la transición hacia un entorno laboral más automatizado y combatir las divisiones que amenazan con dejar a muchos atrás; la economía no prospera si no hay estímulos, pero el discurso del mérito parece desconocer las condiciones estructurales que estabilizan la desigualdad y desmienten la supuesta igualdad de condiciones; vivimos en un espacio supuestamente abierto pero en el que hay distancias infranqueables, techos y líneas rojas; el difícil equilibrio entre competir versus cooperar parece haberse estabilizado en una brutal competición sin reglas comunes; los valores de la libertad y la igualdad, siempre en tensión, se han polarizado de un modo que quienes pretenden monopolizar uno de ellos se desentienden completamente del otro; la reivindicación de respeto a la diversidad deriva en narcisismo en la misma medida que la apelación a la igualdad se convierte en una coartada para la imposición.
Hay muchas “rupturas” de las reglas del juego que se explican por un juego que no ha sido suficientemente integrador. Preguntémonos si detrás de la desafección que llevó a una buena parte de nuestra sociedad a desentenderse de los asuntos comunes (para regocijo de los que querían convertirlos en asuntos privados), en la indignación que agitó casi todo y produjo finalmente muy poco o en la unilateralidad que tensó la cuestión catalana sin ofrecer una salida viable no había otra cosa que problemas irresueltos y enquistados, malos funcionamientos del sistema político que habíamos aceptado cínicamente como normales. Las sociedades se pueden romper tanto por una voluntad expresa de hacerlo como por una falta de voluntad de resolver los problemas que conducen a la ruptura. En política, cuando hay una mala solución no necesariamente debemos concluir que no había un problema.
La primera condición para abordar esos problemas es respetar una prohibición democrática fundamental: en una sociedad pluralista nadie representa en exclusiva la totalidad de la sociedad, ni siquiera la totalidad de una parte de esa sociedad (los trabajadores, el orden constitucional, la nación, los valores políticos, a las mujeres) aunque todos estaremos convencidos de que representamos esos intereses mejor que nuestros competidores. Sin esta distinción entre pensar que somos los mejores y saber que no somos los únicos no existe cultura política democrática que se precie, sino bandería, fanatismo y voluntad de exclusión.
La segunda condición es configurar sujetos políticos amplios. No se pueden abordar las cuestiones estratégicas sin acuerdos y ánimo de integración. Es preferible estar preocupado de que falte alguien que estar convencido de que sobran algunos. Tal vez aquí se encuentre la debilidad fundamental de nuestros sistemas políticos y su impotencia para resolver las grandes brechas que nos atraviesan. Uno de los efectos de la llamada polarización es que sustituye el poder compartido por la impotencia compartida. Hay una confrontación que es muy conservadora en el sentido profundo del término: que no cambia nada, deja las cosas como están y compensa esa incapacidad con una retórica de cambio inflamada. Es posible que vivamos en una sociedad que no puede restablecer la unidad por medio de la imposición de una de las partes pero tampoco dispone de la cultura política que sería necesaria para un acuerdo integrador.
El tipo de gobierno que está requiriendo esta sociedad de las brechas exige mirada amplia, visión de conjunto, una nueva cultura institucional y organizativa. Quien quiera abordar con seriedad los actuales retos sociales encontrará en el libro de Jordi Sevilla unas valiosas indicaciones para pensar estas nuevas realidades, reflexión que es el primer paso para acertar en las decisiones.