La Vanguardia, 23/10/2021 (enlace)
Estábamos centrados en la crisis de la socialdemocracia y quienes realmente se encuentran en una encrucijada crítica son los conservadores, hostigados por la extrema derecha y al mismo tiempo seducidos, a falta de mejores ideas, por su cacharrería ideológica. La ultraderecha se confronta con la izquierda pero compite con la derecha clásica. Para los partidos conservadores la decisión acerca de si marcar la diferencia o buscar afinidades adquiere un carácter trágico y les obliga a elegir entre su vieja y poco atractiva identidad o un radicalismo que les aleja de los decisivos votantes moderados.
Lo que resulta inquietante del nuevo paisaje ideológico no es tanto la aparición de actores a la derecha de la derecha clásica sino la radicalización de los conservadores. Donde antes teníamos un conservadurismo moderado y sistémico, se encuentra ahora una derecha a la que no le plantea ningún problema llegar a acuerdos con la extrema derecha, que duda entre mantener sus señas tradicionales de identidad o adoptar acciones y discursos propios de los actores más radicales.
La nueva derecha tiene tres rasgos que la distinguen del conservadurismo tradicional y que nos obligan a entenderla con nuevas categorías: una actitud nada conservadora, un belicismo radical frente al adversario y un desprecio hacia las reglas comunes.
La primera propiedad de este conservadurismo radicalizado es su voluntad de ruptura. La nueva derecha se distingue del conservadurismo clásico en que pretende una transformación rápida y completa de la sociedad, mientras que los partidos conservadores, como su nombre indica, preferían mantener el statu quo y modificarlo tan poco como sea posible. Una prueba de esa voluntad de ruptura es la declaración de revocar (no modificar o reformar) los acuerdos anteriormente alcanzados y plantear una nueva agenda en temas como el aborto, la política territorial, el Estado de bienestar, la eutanasia, la educación o la memoria histórica, o de bloquear asuntos que requieren su acuerdo.
La segunda característica del conservadurismo radicalizado es una estrategia de polarización que va más allá del tradicional combate bipartidista. Una cosa es criticar lo que la izquierda hace cuando está en el gobierno y otra negar la legitimidad de la izquierda para gobernar. La constitución ya no es para ellos un lugar de encuentro sino de tensionamiento. Forma parte de esta radicalización el uso del poder judicial en las diversas “guerras jurídicas” que emprende la derecha cuando no tiene el poder ejecutivo ni dispone de mayoría en el poder legislativo.
La característica más definitoria de esta nueva derecha es la voluntad de ruptura de las reglas comunes. Me refiero a esa declaración de guerra contra lo políticamente correcto, cuando lo que se quiere en realidad es hacer imposible la configuración de un espacio de entendimiento. Esta actitud se manifiesta también en la creencia que tiene la derecha de estar por encima de las reglas, en su irritante indiferencia frente a la corrupción. Pensemos en la exhibición de que no tienen por qué disculparse (de la corrupción propia o de la historia colonial), en palabras de Aznar, Casado o Ayuso, y literalmente recogido en el himno de Marta Sánchez en el que se afirma expresamente “no pido perdón”. La ruptura de las normas comunes forma parte de la celebración que acompaña su identidad y su estrategia de comunicación. Este distanciamiento se ha convertido incluso en un elogio de la desobediencia social desafiando algunas prohibiciones durante la pandemia, en una crítica de lo que consideran paternalismo del estado. Todo es discutible y todo tiene que pasar por la aceptación individual, salvo la nación, la única realidad que no está condicionada a la voluntariedad. Esta actitud desafiante hacia instituciones que no controlan se dirige ahora también contra las instituciones europeas con ocasión de la demanda de extradición de Puigdemont, cuando formulan este desacato pidiendo al Gobierno que traiga al expresident como sea.
Esa ruptura de normas se ha convertido en el acontecimiento mediático por excelencia de la nueva derecha, que suscita entusiasmo en los propios seguidores e indignación en el enemigo. De ahí que los insultos, el lenguaje provocativo y el estilo marrullero, ese punto de arrogancia y desparpajo, no sean errores de su estrategia política sino parte de ella. Su éxito consiste precisamente en que no hace lo que “debería” hacerse y de este modo altera todo el mapa político. No hay ningún espacio de percepción común al que apelar y sobre el que entenderse. Cuando cuestionan lo políticamente correcto están haciendo algo formalmente democrático (la democracia presupone la legitimidad del cuestionamiento y la revisión de los acuerdos anteriores) pero no lo hacen con al ánimo de negociar una nueva norma compartida sino con la intención de situarse por encima de cualquier norma (en materia sanitaria, de medio ambiente o los deberes de solidaridad). Hay en ello una exhibición de superioridad individual pues, como es bien sabido, las normas, en las organizaciones y en las sociedades, protegen fundamentalmente a los débiles.
Quienes combaten a la nueva derecha se equivocan si piensan que basta con señalar sus falsedades, errores y tropiezos, pues todo esto tiene incluso un premio de popularidad. Una buena parte del electorado celebra esas torpezas porque las interpreta como un desafío para quebrar un espacio compartido de evidencias y valores. Esto va de sentimientos que movilizan y contraponen, no de hechos y racionalidad. Por eso el periodismo de investigación y datos sirve de muy poco en medio de una confrontación emocional. Esto funcionaría si hubiera un campo de juego en el que todos respetaran las reglas, algo que viene siendo sistemáticamente dinamitado desde hace tiempo. Y por eso el combate contra la derecha radicalizada no puede consistir en imitar su estilo en el campo contrario. Aceptar las reglas del juego que define el adversario es la peor manera de dar la batalla por perdida.