La mesa de la rivalidad

La Vanguardia, 25/09/2021 (enlace)

 

La hostilidad hacia los contrarios no es nada es comparada con lo que se detestan los parecidos. Con el término polarización hablamos de cosas que a veces son muy distintas. Una cosa es la contraposición ideológica que enfrenta a las derechas y las izquierdas o a los de una nación y otra. Pero algo bien distinto es esa rivalidad encarnizada que tiene lugar en el seno de cada bloque político e incluso en el interior de los partidos. Al enfrentamiento entre bloques se añade ahora la rivalidad dentro de ellos. Una cosa es el antagonismo entre quienes quieren cosas distintas y otra la rivalidad entre quienes parecen querer cosas similares. Son dos hostilidades distintas y, en mi opinión, la segunda resulta más enconada, más difícil de gestionar y el mayor obstáculo a la hora de encontrar un acuerdo. Las relaciones son más complicadas entre quienes pretenden los mismos objetivos y dejan de ser adversarios para convertirse en rivales. A un adversario se le quiere ganar, a un rival, aniquilar y sustituir. Quien gana no necesita la desaparición del derrotado; quien rivaliza está interesado, por el contrario, en monopolizar una causa que comparte con sus rivales.

 

La polarización dificulta los acuerdos necesarios, pero la rivalidad parece hacerlos imposibles. Podría explicarse esta dificultad con una metáfora que explicaría por qué, entre dos grupos rivales dentro de una misma familia ideológica, uno de ellos, el que se presenta como más duro y maximalista, trata de condicionar e incluso neutralizar a quien adopta posturas más posibilistas y proclives al pacto.

 

Propongo llamar a los primeros “carabinas políticas” o Tea Parties. Me refiero a la vieja figura del “carabina”, aquella institución de otras épocas encargada de acompañar a una pareja con el fin de que no hicieran lo que seguramente habrían hecho sin la presencia de tan incómodo vigilante. Todas las organizaciones políticas tienen, dentro o a su alrededor, un Tea Party, un grupo, sector o movimiento social, supuestamente de los nuestros o con ideología similar, que se dedica a asediar a los moderados o más proclives al pacto, con un marcaje que pretende impedir que se hagan concesiones al enemigo, que exige lealtad a unos principios entendidos como algo que no permite transacciones ni compromisos. La ira de estos grupos no se dirige tanto a los adversarios como a los propios cuando amagan con rebajar el nivel de lo políticamente innegociable. Son los guardianes de las esencias que no combaten a sus enemigos, sino que están al acecho de sus semejantes para que no pacten ni se rindan (que viene a ser lo mismo). Este fuego amigo exige lealtad absoluta a unos objetivos políticos que deben ser conseguidos sin contrapartidas ni compromisos con el adversario, desprestigiando así la figura del pacto o el valor de la transacción.

 

Podríamos pensar que nos encontramos ante dos estrategias de negociación igualmente razonables, una más intransigente y otra más posibilista, con distintas expectativas en cuanto al éxito de la negociación. Cuando se trata de abordar una negociación este pluralismo es legítimo y enriquece las posiciones que están en juego. Pero el problema no es el grado óptimo de presión, sino que algunos de los agentes se sitúen de entrada fuera del espacio de lo posible y lo hagan con el objetivo estratégico de poner al rival en una situación que le genere enormes contradicciones y posibilite, no ya el objetivo declarado de la negociación, sino el inconfesado: remplazar a quien lidera el proceso, para lo cual es necesario que el conflicto persista. Quien tensiona las negociaciones apelando continuamente al programa de máximos, salvo que esté en la inopia política, sabe perfectamente que esos objetivos no son irrenunciables sino inalcanzables; esto no va de alcanzar o no un objetivo sino de erigirse en titular exclusivo de la reivindicación.

 

No hay nada absurdo en el hecho de que toda negociación se inicie con unas posiciones iniciales que los interlocutores no pueden aceptar. El problema comienza cuando los actores más duros confiesan abiertamente que no se darán por satisfechos con nada que no satisfaga plenamente sus aspiraciones iniciales. De este modo la mesa de diálogo se convierte en un lugar donde sencillamente se notifica que uno no contempla otro escenario que la unilateralidad. A estas alturas cualquier actor racional es consciente de que una acción de ese estilo (¿en qué podría consistir, por cierto?) sólo podría tener éxito en sociedades desestructuradas, en escenarios bélicos o contextos revolucionarios, algo que está muy distante de nuestras sociedades democráticas (sean perfectas o limitadas) y que exigiría un precio personal trágico que nadie está dispuesto a pagar.

 

Por si alguien no se ha dado cuenta todavía de ello, ese no es el tema. Los rivales no se enfrentan porque defiendan dos soluciones distintas sino porque unos pretenden una solución improbable mientras que otros apelan a soluciones imposibles. El tensionamiento del rival persigue abiertamente desestabilizar las conversaciones y abocarlas al fracaso, no mejorar sus resultados. El rival intransigente no propone una solución óptima (que puede saber en qué consistiría pero no cómo se consigue), sino que el problema persista y propicie ese cambio en la relación de fuerzas que es el objetivo inconfesable que persigue.

 

Negociar en ese contexto de rivalidad exige un nuevo tipo de liderazgos. Quienes están a favor de las soluciones en cada bloque deben resistir el hostigamiento de los rivales propios, conseguir avances significativos a través de transacciones y ser capaces de comunicarlos. A los negociadores posibilistas les resultará más fácil entenderse entre sí que con sus rivales respectivos. Sugiero que se protejan mutuamente y se pregunten, ante cada paso o cada declaración, si de este modo ayudan o entorpecen al otro en su singular batalla contra los rivales, la más enconada de todas las batallas.

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