La Vanguardia, 2/07/2022 (enlace)
Quien quiera hacer algo grande, decía Goethe, debe ser capaz de limitarse. No solo porque no podemos conseguir todo a la vez, sino porque cualquier cosa importante implica algún tipo de renuncia. Esto es así en el plano individual y también en el colectivo. El caso de la transición ecológica es el más ilustrativo: no la haremos sin modificaciones de nuestro comportamiento o transferencia de tecnología hacia los países menos aventajados y eso implica modificaciones en el consumo o la movilidad que limitan nuestros deseos y nuestra comodidad, así como esfuerzos económicos de solidaridad. Tal vez esto explique por qué vamos tan lentos: nos gustaría tenerlo todo a la vez, las ventajas sin los inconvenientes. Así ocurre en otros muchos ámbitos de la sociedad donde no hay avance que no lleve consigo alguna limitación: la lucha contra el cambio climático nos obliga a cambiar el modo de consumir; el reconocimiento de la pluralidad lingüística comporta ciertas incomodidades para quienes solo hablan la lengua dominante; la igualdad de las mujeres disminuye las oportunidades de los hombres; cualquier política de redistribución implica, al menos inicialmente, que alguien pierde…
Podríamos decirlo de una manera más perturbadora: no habrá cambios sociales positivos ni superaremos las crisis que nos amenazan sin algún tipo de autolimitación, ya sea bajo la forma de renuncia o de aceptación de determinadas prohibiciones. Sacrificio y obediencia no son conceptos muy atractivos, pero de esto se trata, siempre bajo ciertas condiciones. Es muy difícil que estos cambios de comportamiento se produzcan de manera voluntaria, por lo que debemos recurrir a actos de autoridad de diverso tipo, que implican algún tipo de constricción de la libertad. La modificación del comportamiento puede adoptar la forma de una prohibición expresa, de una elevación de los precios o de un incentivo que favorezca el comportamiento deseable. En cualquier caso, se trata de algo que contraría nuestra tendencia espontánea o habitual.
Buena parte de la actividad de los gobiernos en favor de la sostenibilidad tiene la forma de una prohibición: mediante multas o con el aumento de los precios se limita la velocidad o se intenta reducir el consumo de carne, los envases de plástico o los viajes en avión. La acción de gobernar adquiere así una connotación negativa que dispara la sospecha contra la autoridad y hace atractivo el discurso libertario. Términos como “ecodictadura” encuentran eco en una buena parte de la sociedad que tiene un modelo de individuo que entroniza la maximización de utilidades particulares e inmediatas.
Por supuesto que en un estado democrático de derecho las restricciones de la libertad tienen que ser legítimas y democráticas, lo que significa que no pueden ser arbitrarias, que deben ser explicadas y, en la medida de lo posible, se ha de preferir la incitación que la imposición. La democracia no es un sistema político en el que no haya autoridad sino una forma de gobierno en el que la autoridad ha de ser siempre justificada y abierta a la crítica. Y la mayor justificación de estas regulaciones se apoya en el tipo de bienes o males comunes que están hoy en juego. Si las democracias modernas se constituyeron como instituciones contra el soberano absoluto, las democracias contemporáneas solo pueden mejorar combatiendo al tirano individual que desconoce los efectos que su comportamiento soberano tiene sobre la naturaleza o las generaciones futuras. Si la teoría clásica del contrato social implicaba una aceptación de la autoridad para impedir el caos y la guerra de todos contra todos, el actual contrato social está demandando una autolimitación de la libertad personal para asegurar la supervivencia de la humanidad en el planeta.
En la historia de la construcción de la democracia moderna fue decisiva aquella Ilustración que forjó el ideal de la autonomía; ahora deberíamos impulsar la Ilustración de la interdependencia. A la modernidad le debemos nuestra subjetividad crítica, el principio de valerse del pensamiento propio, la libertad de conciencia y los derechos individuales. Ninguna de estas conquistas está asegurada para siempre y habrá que seguir defendiéndolas contra viejas y nuevas formas de imposición. Pero a este combate se añade ahora otro más sutil y complejo en el que debemos transitar desde la autonomía hacia la responsabilidad, donde ya no se trata tanto de defender una esfera de autarquía como de configurar una subjetividad que se haga cargo de cuanto tenemos en común.
El cálculo interesado no es algo indigno; lo que ocurre es que con frecuencia suele estar mal hecho. La inmediatez de los intereses y la tiranía del corto plazo tienden a producir encadenamientos fatales, agregaciones indeseables y efectos secundarios. Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo, cuando los ciclos de decisión son demasiados cortos, la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. El interés propio bien entendido es una construcción muy sofisticada, que muchas veces tiene poco que ver con la primera identificación impulsiva de lo propio. En última instancia, la racionalidad cooperativa madura cuando es capaz de realizar por sí misma un hallazgo a partir del cual podemos afirmar que ha emergido lo verdaderamente común desde lo que tal vez comenzó siendo nada más que un proceso de negociación interesada. Se trata del tránsito desde la “ventaja mutua” a la “ventaja de la mutualidad”, por decirlo con Benjamin Barber.
Las grandes promesas a las que estamos convocados —bajo la forma negativa de hacer frente a las crisis o como expectativa de construir sociedades más prósperas y justas — requieren, antes que nada, un esfuerzo por entender lo que está en juego, un cambio conceptual. Ya no estamos en el típico combate liberal que defiende un espacio privado donde hacer lo que uno quiera sino en el descubrimiento de hasta qué punto nuestros destinos están comprometidos por algo común que amplía y limita nuestra libertad.