El Correo (enlace), Diario Vasco (enlace) y otros periódicos del grupo Vocento, 16/08/2020
Hoy todo tiene una cultura; me he encontrado esa expresión en las instrucciones de uso de una aspiradora, se utiliza para calificar el comportamiento de nuestros representantes e instituciones y se habla incluso de la “cultura de la corrupción”. El término es empleado tanto para referirse a una determinada identidad corporativa como a los contextos que explicarían ciertas acciones. Cuando una palabra sirve para tantas cosas, lo más probable es que no sirva para nada. La carrera meteórica que ha hecho la cultura como término tal vez sea el reverso de su creciente insignificancia como realidad.
Las diversas actividades que relacionamos con la cultura (la música, la lectura, el cine o el teatro) ocupan un lugar muy peculiar en la economía de las acciones humanas. Por un lado, son realidades vinculadas al ocio, pero tienen también una dimensión de negocio; son una forma de vida para muchas personas y algo que está fuera de la lógica del trabajo y de la economía para casi todas. En esta segunda dimensión la cultura tiene un carácter de fin en sí mismo, de exceso y gratuidad. Si alguien preguntara para qué sirve una sinfonía, deberíamos recomendarle que revisara el concepto que tiene de utilidad. Va contra la idea misma de la cultura la exigencia de que tenga que ser algo que haya de ser justificado. Aunque las obras literarias enriquezcan el idioma que usamos, aunque en las catedrales se oficien ceremonias religiosas y la música modifique nuestro estado de ánimo, hay en todas ellas una dimensión que se resiste a ser justificada por su rendimiento.
No sabemos muy bien para qué sirve la cultura, pero el problema tal vez sea que se trata de una pregunta que no tiene mucho sentido y que obedece a nuestra obsesión de que las cosas se justifiquen por su utilidad. La cultura sufre por esta presión más que por la escasez de recursos. Si la derecha entiende la cultura a partir de su utilidad para la competitividad, la izquierda la concibe como la clave para la resolución de los problemas sociales. En ambos casos la cultura queda subordinada a una finalidad y, de este modo, menospreciada en su valor intrínseco. ¿Y si buena parte de los fallos de la formación que proporcionan las instituciones educativas procediera no tanto de los registros cuantitativos medidos por el informe PISA como del hecho de que nuestra idea de utilidad es muy estrecha y, paradójicamente, muy poco útil? Si uno solo aprende lo que es útil, lo inmediatamente aplicable, lo que corresponde a las necesidades del propio tiempo, corre el riesgo de no prestar atención a las cuestiones verdaderamente relevantes. Estudiar lo que se necesita para la vida es una de las cosas menos interesantes que se hacen en la escuela o en la universidad. Acusarles de que todavía enseñan cosas que no sirven para nada es un claro indicador de que no se sabe ni para que sirve la formación ni qué cosas son necesarias para vivir. Lo que deberíamos preguntarnos es qué utilidad tiene preguntarse por la utilidad de la cultura.
Cuando se afirma que un determinado problema debe solucionarse por medio de la educación y la cultura, hay que interpretarlo como que no tiene solución o al menos no una inmediata, que debemos confiarlo todo a una siembra impredecible que tal vez propicie las condiciones necesarias para que en un lejano futuro alguien solucione lo que hoy por hoy no tiene arreglo. El registro temporal en el que actúa beneficiosamente la cultura o la educación es el de la larga duración y no el de los resultados inmediatos. En ese amplio espacio temporal las cosas menos útiles suelen terminar revelándose como extremadamente útiles. Los conocimientos que no sirven para la solución de un problema proporcionan sin pretenderlo una capacidad para identificar los problemas más importantes entre tantos que son únicamente muy ruidosos o para adquirir unas destrezas que no figuran en el catálogo oficial de las competencias curriculares. Puede que una obsesiva orientación práctica nos esté privando del placer de los idiomas antiguos o minoritarios, de la belleza sin rendimiento, la contemplación gratuita y el conocimiento sin competencia. Hay un momento de ociosidad en todo acto de sumergirse en una obra de arte, en un problema, en una lengua, sin tener que justificar para qué sirve. La desatención hacia lo gratuito estrecha nuestro concepto de utilidad hacia lo inmediatamente utilitario, como si a los seres humanos no debiera interesarnos vivir en un horizonte de utilidad más amplio.
La idea de que todo saber debe ser aplicable y se acredita por su utilidad inmediata destruye el momento de ocio, la demora que es propia del pensamiento. La cultura está hecha de interrupciones y moratorias, gracias a las cuales podemos cambiar de orientación, modificar nuestra instalación en el mundo o redefinir los problemas. Reflexionar es resistir al imperativo de que las cosas sigan siendo lo que eran, romper por un instante su terca continuidad. Eso que para un pragmatismo elemental constituiría una pérdida de tiempo resulta ser más transformador de la realidad que la agitación y el activismo. No hay verdadero cambio social que no haya sido precedido por una fase de reflexión. Debemos esperar hoy más cambios de los conceptos, de las teorías y de las experiencias verdaderamente nuevas que de la aceleración en los carriles de lo ya conocido. Por cierto: una de las cosas sobre las que tendríamos que reflexionar (y las distintas manifestaciones culturales pueden ayudarnos a abrir ese espacio de interrogación) es por qué habiendo sido liberados por las máquinas de una buena parte de los trabajos más pesados y gravosos apenas notemos el alivio. Hemos vuelto a organizar nuestras vidas de manera que ni siquiera en el llamado tiempo libre tenemos un momento para respirar.
Las experiencias culturales no se justifican por su utilidad dentro de los marcos dominantes en los que una sociedad define la utilidad, sino para interrogarse por ella. ¿Qué significa estar formado, ser culto, en una sociedad tan obsesionada por la utilidad? La formación está más cerca del caos que del orden. Estar formado no equivale a ocupar un espacio en el organigrama convencional de oficios y gremios sino moverse en un espacio sin sumisión a unos objetivos, fuera de control y sin acreditación. Las autoridades educativas regulan el itinerario formativo y miden la calidad de lo investigado, pero hay una dimensión de la formación y el aprendizaje que se escapa de la medición, que desorganiza, improvisa y desequilibra toda regulación. Cuanta más cultura se tiene menos dócil se es a los dictados del tiempo y las modas. El pensamiento propio nos libera tanto de la satisfacción con el propio tiempo como de la permanente indignación crítica.