La gestión del riesgo

La Vanguardia, 30/05/2020 (enlace)

 

La lógica del confinamiento, por muy dura que resulte, era relativamente simple y binaria: dentro o fuera, preferi­blemente dentro que fuera, y detener toda la actividad económica que no fuera imprescindible. Con la gestión del desconfinamiento comienza una nueva complejidad, la de los matices y las ­excepciones, la distancia prudencial y las asimetrías de todo tipo a la hora de ges­tionar los riesgos que produce nuestra paulatina normalización. Y para quien tiene que tomar las decisiones, las de ­prohibir y sancionar eran más fáciles de justificar que las de permitir con limi­taciones. En vez de condenar y prohibir parece más útil, además de no prohi­bir más de lo necesario cosas absurdas (o que apenas implican riesgos), pensar en estrategias para reducir el contagio mientras las personas desarrollan una vida lo más normal posible.

 

No estamos en un momento de evitar absolutamente el riesgo, como ocurría en el confinamiento, sino de gestionarlo y aprender a vivir con él. El confinamiento es una medida excepcional que no es sostenible durante mucho tiempo. Quedarse en casa tuvo su momento cuando se trataba fundamentalmente de aplanar la curva, pero existe una fatiga del confinamiento que produce daños en las personas, no solo en el sistema económico. El encerramiento y la distancia física son un peso difícil de soportar para muchas personas, en la medida en que implica soledad, aislamiento y deterioro psicológico en muchos casos. Ahora bien, no podemos olvidar que esa relajación debe llevarse a cabo en un momento en el que aún no tenemos suficientes instrumentos de test y rastreo, cuando la mayoría de la población es todavía susceptible de contagio (como dicen los datos serológicos) y la vacuna no está a la vista. Hemos visto situaciones estos días que equivalían a contemplar la transmisión del virus en directo. El riesgo sigue siendo muy alto.

 

La cuestión es ahora cómo gestionamos el riesgo cuando la reducción total del riesgo (en el supuesto de que fuera posible) sería una temeridad y sin olvidar que el riesgo cero no existe. La alternativa entre confinamiento definitivo y vuelta a la normalidad es falsa. El riesgo no es binario, de todo o nada.

 

Aunque no se conoce del todo el comportamiento del virus, los científicos y autoridades sanitarias sugieren que hay actividades de alto riesgo, como los encuentros masivos y prolongados en locales cerrados, mientras que es muy improbable el contagio al aire libre. Una estrategia contra el contagio debería insistir en el riesgo de los lugares cerrados, pero también rediseñar los espacios, aumentar la ventilación y promover la distancia física, es decir, permitir que la gente siga viviendo su vida, mitigando, no eliminando el riesgo. Por otro lado, hay que hacerse cargo de los contextos: para algunas personas que sufren la soledad el trato con otros puede ser muy necesario; otras tienen grandes dificultades a la hora de cumplir con las indicaciones debido a que la distancia es un privilegio que no está a su alcance (porque deben utilizar el transporte público o por el tipo de trabajo que desarrollan); algunos desearán tener contactos que implican asumir un cierto riesgo (abuelos que quieren ver a sus nietos, por ejemplo).

 

En una sociedad la cultura del riesgo se cultiva entre todos: gobiernos, medios de comunicación, redes sociales, sindicatos… Hay que tener en cuenta que el riesgo es multifactorial, depende de las condiciones personales (salud, sexo, edad), de trabajo (tipo de transporte, espacio en el que se realiza y grado de relación con otros), de los contextos en los que vivimos y nos movemos. Hay valoraciones ­diferentes, y buena parte de esas diferencias tienen que ver con su diversa per­cepción según la edad. Cuando la reducción absoluta de riesgo es imposible lo que ­necesitamos es aprender a vivir en una pandemia.

 

El desconfinamiento se lleva a cabo de acuerdo con una serie de indicadores ­sanitarios ponderados con criterios políticos. Unas decisiones de tanta enverga­dura no pueden ser adoptadas por expertos que desconozcan las condiciones sociales ni por políticos que no estuvieran bien informados técnicamente. Que haya criterios políticos a la hora de decidir es una obviedad; si tenemos representación política, es porque los criterios científicos deben ser tenidos en cuenta, pero no son la última palabra, y la política, bien ase­sorada por los expertos, ha de tener también en cuenta otros criterios en una ­visión de conjunto. Aquellos que impugnan las decisiones del desconfinamiento como “políticas” están deslizando una significación peyorativa sobre el calificativo de político y contribuyen así a desprestigiar la política, tal vez porque saben que una sociedad despolitizada conviene a quienes ya tienen poder y no necesitan de ninguna instancia política que lo limite o equilibre.

 

Por supuesto que todas las decisiones que se adopten en relación con los pasos de fase tienen que ser comunicadas con el máximo rigor y transparencia. Es muy importante que los gobiernos sean muy transparentes a la hora de justificar sus decisiones, que comuniquen todas las evidencias de las que disponen (y también las incertidumbres que, pese a todo, hayan de ser tomadas en consideración). En cualquier caso, son decisiones discutibles, que deben apoyarse en datos y criterios, obligación que también tienen quienes legítimamente las critican. Quien critique la negativa a pasar de una fase a otra debería tener en cuenta que puede estar minimizando el riesgo existente y alentando un comportamiento irresponsable por parte de la gente.

Instituto de Gobernanza Democrática
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