La Vanguardia, 3/07/2021 (enlace) (enllaç)
El filósofo Kierkegaard cuenta la historia de un actor que gritaba sobre el escenario “fuego, fuego” y los espectadores se reían sin sospechar que no estaba recitando el guión sino ante una amenaza real que pronto abrasaría a todos. Esta anécdota ilustra muy bien el contraste entre lo que esperamos de las obras de ficción y el mundo real. Los humanos nos enfrentamos a las obras de teatro y otras manifestaciones artísticas con la plena conciencia de que estamos ante una ficción y no esperamos de sus personajes que digan la verdad sino otras cosas diferentes. En aquel caso del incendio real en un teatro el supuesto tácito de que un actor está fingiendo impidió a los espectadores entender que unas llamas de verdad habían interrumpido el código de la ficción.
¿No podría estar ocurriendo que buena parte de nuestra insatisfacción con la política se deba a que no la interpretamos adecuadamente y esperamos de ella verdad y objetividad en vez de movilización y pertenencia? Del mismo modo que hemos tomado conciencia de la ficción y nadie lamenta que sus personajes no hayan existido o se describan escenas inmorales, necesitaríamos algo así como un descodificador para la política en virtud del cual pudiéramos interpretar adecuadamente, no en su estricta literalidad, los gestos y discursos desplegados en el escenario.
¿Y si la verdadera educación para la ciudadanía fuera algo semejante al desarrollo de una capacidad para entender la lógica de la representación política, su carácter de escenificación, mejor o peor, pero en cualquier caso algo que no puede ser tomado al pie de la letra? Un ciudadano que ha entendido de qué va la política se implicará en los asuntos comunes y tomará partido, pero desarrollará también una mirada escéptica y desdramatizada ante los dichos de los figurantes. Deberíamos tomarnos con la seriedad que se merece, pero no más, las bravuconadas fascistas, las expresiones de individualismo reaccionario, la gravedad de quienes se sienten ofendidos y humillados con demasiada facilidad, la afectación fingida... Solo esta actitud nos permitirá reconocer cuándo las amenazas van en serio y los gritos de auxilio de quienes se encuentran de verdad en peligro.
La política es una acción representativa en el doble sentido del término, como delegación y también como exhibición. Más que constatar hechos o medir objetividades, de lo que se trata es de generar expectativas, formular promesas, dramatizar para movilizar en un determinado sentido, ganarse una confianza, teatralizar el miedo, la ilusión y el rechazo. Como cualquiera habrá podido constatar, la política es cada vez más una escenificación: el personaje está por delante de la ideología, el decorado es más importante que las decisiones, todo es un “problema de comunicación” y los relatos son los verdaderos hechos. Algunos actores políticos lo denuncian y se erigen en defensores de la seriedad y la objetividad, lo cual no deja de ser otra forma de postureo. Hacer el ridículo es la peor equivocación. Parecer un comediante de Monty Python es mucho peor que ser un malvado. El mayor riesgo para un personaje político es resultar inverosímil, por ejemplo cuando promete o denuncia; el énfasis, la hipérbole, el tono épico o la afectación son entonces los procedimientos más socorridos, pero no suelen lograr que recupere la credibilidad. A medida que la política se convierte en un espectáculo, ha de ser entendida y juzgada como tal.
Comprender el funcionamiento de la política equivale a comprender el funcionamiento de estos códigos. Cuando el principal recurso para convencer es la exageración, el escenario se llena de gestos radicales tras los que no hay ningún pensamiento radical, objetivos sin plan, declamaciones sin consecuencias, indignaciones fingidas y mucha impostación. Esto no significa que todo lo que se diga y se haga en el escenario de la política valga lo mismo. Todos los personajes de la ficción son inventados, pero no todos nos resultan igualmente creíbles. Algo similar ocurre en la política, donde cada cual elije el nivel de dramatización que quiere, pero puede equivocarse y que su crítica resulte exagerada o no consiga generar la confianza que pretende.
Cualquiera puede pensar en personajes políticos concretos que no han acertado con su grado de dramatización adecuado. Vayan aquí algunos de mis ejemplos favoritos: el dramatismo de Inés Arrimadas hace tiempo que alcanzó su culmen y ya no le quedan palabras para designar algo que esté más allá de la ignominia y la traición; el lenguaje corporal de Macarena Olona tiene una suavidad que no está en consonancia con las barbaridades que dice; alguien debería aconsejar a Pedro Sánchez que no se prodigue mucho en los gestos de empatía, que en él son poco creíbles; para cualquiera que vea las cosas con un poco de distancia, los líderes del procés ya no transmiten credibilidad cuando dicen que volverán a hacerlo (y así lo saben quienes les acusan precisamente de que lo volverán a hacer). Ni siquiera lo hicieron la primera vez…
No hay que tomarse la política demasiado en serio para podérsela tomar con toda la seriedad que merece. Esa seriedad excluye el cinismo de considerar que cualquier representación vale lo mismo, que todo lo que se diga en el espacio público es igual. Si la estética tiene sus normas, también las tiene la política escenificada. Los personajes que deambulan por el escenario político se construyen una identidad que puede ser aceptada o no por el público. Hay verdades y mentiras, por supuesto, pero la política es más bien el territorio de lo verosímil. Vemos con frecuencia escenificaciones aceptables y otras exageradas o ridículas.
Por parte de la ciudadanía, la cuestión decisiva es encontrar ese punto de descreimiento adecuado sabiendo que la completa indiferencia frente a lo que allí se declama puede ser tan deletérea como tomárselo al pie de la letra. El escepticismo y la credulidad deben estar equilibrados para entender la lógica de la política. De esta manera, cuando alguien grite "fuego" sabremos si hay que salir corriendo o solo está tratando de calentar interesadamente el espectáculo.