La Europa de los refugiados

La Vanguardia, 20/05/2019 (enlace)

 

La crisis de los refugiados, que tuvo su punto álgido en el 2015 y el 2016, fue y continúa siendo una tragedia humanitaria, pero también constituye un síntoma de la crisis estructural de la integración europea. Tanto la Unión Europea como la mayor parte de sus estados miembros fueron incapaces de responder en aquel momento crítico a la llegada masiva de personas en busca de acogida y tampoco lo están haciendo con posterioridad. Este fracaso revela muchas cosas: cuestiona el modelo vigente de gobernanza europea, pone de manifiesto lo débil que es su identificación con los valores que en principio la definen, revela una incapacidad de adelantarse a las crisis, un compromiso insuficiente con la lucha contra las causas que provocan esos desplazamientos (conflictos, pobreza, cambio climático) y una falta de europeización de nuestras obligaciones recíprocas en general y en relación con quienes demandan asilo.

 

No superaremos realmente esta crisis mientras no examinemos nuestro modelo de inmigración conforme a los principios de derecho, los valores que decimos defender y su tratamiento común a escala europea. Los acuerdos alcanzados no son equitativos porque depositan todo el peso de la responsabilidad en los países de llegada, lo que está provocando muchas de las tensiones cuyos efectos perversos son ahora más evidentes. Esta incapacidad de armonizar las políticas de asilo en un espacio europeo de libre circulación está en contradicción con la naturaleza constitucional de la Unión Europea y sus valores.

 

Además de los daños sobre quienes demandan acogida y sus derechos, está cada vez más claro el vínculo de ciertos marcos mentales que se han ido asentando en torno a esta cuestión con el resurgir de la extrema derecha y la xenofobia en muchos países europeos. Por eso una de las batallas fundamentales tiene que ver con el examen de los discursos sobre la migración y las contradicciones que revelan sobre nosotros mismos.

 

El tipo de discursos oficiales que han dominado el paisaje político durante los últimos años ha contribuido a proyectar sobre los migrantes nuestras ansiedades sociales (como si la llegada de personas fuera la causa de nuestras crisis, de la precarización laboral o el desempleo) y a vincular el tema de la emigración con los problemas de seguridad. En algunos casos ha habido incluso una criminalización de los migrantes o una sospecha preventiva de que se trataba de falsos refugiados que venían a aprovecharse de la generosidad de nuestros sistemas de protección, lo cual ha venido muy bien a quienes de este modo conseguían un doble objetivo: achacar el debilitamiento del Estado de bienestar a una supuesta explosión de la demanda de protección (en vez de a una voluntad expresa de disminuirlo) e instalar el marco mental que vincula al Estado de bienestar con una generosidad excesiva, inasumible en tiempos de crisis. Una mirada crítica sobre esta manera de argumentar y los supuestos en los que se basa nos permite deducir muchas cosas acerca de nosotros mismos. Por ejemplo, que si un político insiste mucho en que hay que cuidar a los nuestros antes que a los refugiados probablemente no esté interesado en hacer ninguna de las dos cosas. Si un país trata con tanta insensibilidad a los inmigrantes es muy probable que se comporte de una forma similar con sus propios ciudadanos.

 

Otra de las estrategias perversas ha sido convertir una política de redistribución en una política de identidad, como si lo que está en juego en este tema no fuera una decisión de asignación de recursos sino el futuro dramatizado de nuestra identidad cultural y civilizatoria. Y la narrativa que ponía el acento sobre el combate contra las mafias que se hacían cargo del desplazamiento de las personas ha sido una trampa retórica que tomaba la parte por el todo y ocultaba otras dimensiones más relevantes de la crisis migratoria, que no están tanto en el acceso como en los motivos de la partida. A estas alturas parece bastante claro que las políticas de migración no pueden ser gestionadas sin tomarse en serio sus causas estructurales. Era mucho más clarividente el libro blanco de la gobernanza europea (2001) cuando apuntaba a la conveniencia de contar con un anillo de países bien gobernados y prósperos económicamente, pero la insuficiencia de estas políticas de cooperación es evidente a la luz de los resultados.

 

En el preámbulo del tratado constitucional, mantenido en el tratado de Lisboa, Europa se autodefine solemnemente como un “área especial de la esperanza humana”. Esta consideración de sí misma contrasta con la realidad de quienes no son acogidos y buscaban precisamente en Europa ese futuro abierto. Ya advirtió Hannah Arendt en su célebre obra Los orígenes del totalitarismo, de 1951, que las personas sin derechos no son esos bárbaros ilegales que amenazan nuestra identidad y seguridad sino los primeros síntomas de una posible marcha atrás en la civilización.

 

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