La democracia amenazada

El País, 14/11/2018 (enlace)

 

Las teorías acerca de las actuales amenazas contra la democracia se dividen entre quienes la ven desafiada por el hecho de que la gente no tiene el poder que debería tener y quienes piensan que tiene demasiado poder, por exceso o por defecto, podríamos decir, por la incompetencia de las élites o por la irracionalidad de los electores. Si damos por buena esta tipología apresurada, entenderemos que aquello que lamentamos es, en el primer caso, la tecnocracia y, en el segundo, el populismo, mientras que las soluciones pasarían por limitar el poder del demos o por incrementarlo.

 

Los diagnósticos del primer tipo suelen describir rigurosamente los procesos de desempoderamiento popular, ya sea por el poder de las élites, del capitalismo incompatible con la democracia o de los algoritmos. Puede ocurrir que el lamento se deba a que los Gobiernos tengan demasiado poder (amenazando los derechos humanos, por ejemplo) o porque tengan demasiado poco frente a la perversidad de ciertos agentes externos (como cuando constatamos la dificultad de hacer que las grandes empresas paguen impuestos, pongamos por caso). Las propuestas lógicas de este campo suelen apuntar hacia una mayor participación y en la línea de una democracia deliberativa más directa.

 

En el bando de los que lamentan que la democracia sea demasiado directa se critica el mito del votante racional (Caplan), la falta de competencia y responsabilidad de los electores o simplemente el hecho de que el votante medio carezca de la formación y la información necesaria; como dice Brennan, o son hobbits (ciudadanos con baja información, interés y deseo de participación) o hooligans (demasiada información y opiniones fuertes con muchos prejuicios).

 

La crítica a la incompetencia política puede también obedecer a razones de tipo democrático. Existe algo así como el derecho a tener un Gobierno competente y lo que tenemos con frecuencia es un electorado irracional e ignorante que impone sus decisiones incompetentes sobre la gente inocente (Brennan). Hay una conexión entre la ineficiencia del sistema político y la creciente insatisfacción ciudadana que puede dar origen a verdaderas regresiones democráticas.

 

Si nuestros sistemas políticos se muestran incapaces de resolver los problemas de la desigualdad, de garantizar la seguridad sin comprometer los derechos humanos o promover el crecimiento económico, la posibilidad de confiar en quien prometa esos resultados sin preocuparse demasiado con los formalismos democráticos está siendo una tentación irresistible en muchos lugares del mundo. De ahí la insistencia de algunos en promover la competencia del sistema político, en formular versiones más o menos fuertes de epistocracia y limitar la democracia por razones democráticas.

 

Para ellos la democracia sería algo instrumental, que más que un valor en sí depende de la eficiencia a la hora de producir resultados de acuerdo con criterios de justicia. Los procedimentalistas, por el contrario, se apoyarían en procesos deliberativos idealizados y estarían muy interesados en cómo se toman las decisiones y no tanto en qué decisiones se toman.

 

Asistimos a la consolidación de una gran escisión cuyas consecuencias no pueden ser más que dañinas para una concepción integral y equilibrada de la democracia. Como ha advertido Runciman, los problemas que dependen del saber experto irán llevándonos hacia un Gobierno técnico; las demandas de reconocimiento, que se expresan en el lenguaje de la identidad personal, evolucionarán hacia algo parecido al anarquismo. Se asienta así una profunda ruptura entre la razón y la expresión. Hoy podemos constatar que, desde el punto de vista de la legitimidad democrática, tanto el “solucionismo” como el “expresionismo” están sobrecargados.

 

La habilidad de los sistemas democráticos se acreditará en que sean o no capaces de combinar soluciones a estos problemas al mismo tiempo, sin declarar la victoria voluntarista sobre el principio de realidad o repetir que los problemas relativos a la identidad son cosa del pasado.

 

Se requiere una nueva síntesis que combine de un modo democráticamente satisfactorio eficacia y reconocimiento. El principal desafío de la democracia es, hoy más que nunca, reconectar lo que se había escindido.

 

¿Qué diagnóstico acerca de la crisis de la democracia sería entonces más acertado y nos daría mejores indicaciones acerca de su supervivencia? Mi interpretación de la crisis actual de la democracia es que algunos de sus valores han dejado de funcionar equlibradamente; en este caso, el principio de realidad y el principio de placer se han disociado: la competencia contrasta con las limitaciones en las que la política debe desenvolverse y las expectativas de participación no son compatibles con la complejidad de los asuntos.

 

La articulación de estas dimensiones ya no resulta inteligible ni fácilmente practicable una vez que se ha rebasado cierto umbral de complejidad. Superar esta ruptura requiere, de entrada, un ejercicio de renovación conceptual. La causa de que el debate esté protagonizado por ingenuos y cínicos se debe a que las cosas no funcionan según la definición simplista de la democracia que manejamos. La democracia ha vivido la mayor parte de su historia de glorias pasadas; ahora debe sobrevivir reformulando su función en el mundo actual y en el futuro.

 

Nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero.

 

Quien hable hoy de límites, responsabilidad, intereses compartidos tiene todas las de perder frente a quien, por ejemplo, establezca unas demarcaciones rotundas entre nosotros y ellos, o una contraposición nada sofisticada entre las élites y el pueblo, de manera que la responsabilidad y la inocencia se localicen de un modo tranquilizador.

 

Entre las cosas que hacen más soportable la incertidumbre, nada mejor que la designación de un culpable, que nos exonere de la difícil tarea de construir una responsabilidad colectiva. Poco importa que muchos candidatos propongan soluciones ineficaces para problemas mal identificados, con tal de que ambas cosas —problemas y soluciones— tengan la nitidez de un muro, se haya designado un culpable final o sean tan gratificantes como saberse parte de un nosotros incuestionable.

Instituto de Gobernanza Democrática
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