La conversación democrática

El País, 11/03/2020 (enlace)

 

El verdadero fantasma que recorre nuestras democracias no es la extrema derecha sino el desconcierto acerca de qué hacer con ella, cómo combatirla con justicia y eficacia: si hemos de dialogar, si entramos en una confrontación que implique aceptar su marco mental o si tratamos de introducir una agenda alternativa… En esta decisión nos jugamos mucho porque son menos preocupantes las provocaciones de quienes se nos oponen abiertamente que nuestros errores a la hora de hacerles frente. Con diagnósticos equivocados y reacciones torpes por nuestra parte no es extraño el crecimiento de tales adversarios.

 

Las estrategias de combate están siendo más rotundas que eficaces: líneas rojas, cordones sanitarios, limitaciones a la libertad de expresión, exclusión de interlocutores, ampliación de los delitos (como la reciente propuesta de penalizar la apología del franquismo). Parecemos ignorar qué pocas cosas soluciona el código penal y preferimos las medidas tranquilizantes que las medidas efectivas. Puestos a elegir, optamos por aquello que nos genera buena conciencia a nosotros frente a lo que les provocaría mala conciencia a ellos. La marginalización indica poca seguridad en nosotros mismos, en la fuerza de nuestras convicciones y argumentos, una muy escasa confianza en la madurez de la gente, a quienes no podemos privar de la experiencia de escuchar tonterías. Ir a esta lucha armados únicamente con los instrumentos de la prohibición tiene como consecuencia que hasta los fachas se dan el aspecto de estar defendiendo las libertades. Con la exclusión les proporcionamos sus dos armas preferidas: ruido y victimismo.

 

Por supuesto que hay una diferencia radical entre gobernar con ellos y hablar con ellos, pero incluso esto último parece a muchos altamente desaconsejable. Es un dilema que reaparece una y otra vez en la historia de la democracia y sobre el que han opinado sus mejores teóricos. ¿Debemos hablar con los terraplanistas? ¿Sirve para algo escucharles? ¿Implica la tolerancia el deber de soportar a quienes defienden ideologías intolerantes?

 

La idea de excluir a ciertos interlocutores se ha abierto paso incluso en un lugar tan antidogmático como las universidades. En 2014 comenzó una intensa controversia en los Estados Unidos (trasladada después a muchas universidades del mundo) a propósito de si las universidades podían permitir la presencia de voces consideradas extremas. Se trata de un planteamiento de difícil justificación en una institución que es un lugar de profunda diversidad de opiniones. A la hora de promocionar la ciencia son mejores, más eficientes y más respetuosas con la libertad de pensamiento las reglas de la objetividad que las condenas morales. Un terraplanista difícilmente publicará en Nature, pero no por una marginalización ideológica sino porque no conseguirá escribir un artículo de la calidad exigida, que requiere evidencias, respeto a la objetividad y argumentación rigurosa. Establecer una exclusión ideológica expresa (del estilo de “prohibamos el terraplanismo en las universidades”) equivale a dar a entender que quienes en ella estudian son personas frágiles que podrían ser traumatizadas si se les expone a ideas políticas extremas. Como decía John Stuart Mill, no somos infalibles y no tenemos el derecho de “proteger” a los demás de escuchar una opinión distinta de la nuestra. En una línea similar afirmaba Hanna Holborn Gray, antigua presidenta de la Universidad de Chicago que “la formación no está para proporcionar comodidades a los seres humanos sino para hacerles reflexionar”. Lo más liberador de la ciencia consiste en la posibilidad de confrontarse intelectualmente con las experiencias que no tienen nada que ver con la propia experiencia vital.

 

El diálogo tiene múltiples beneficios para la vida democrática: nos permite conocerles, les obliga a argumentar, revela sus debilidades y nos ofrece la posibilidad de convencerles. De entrada, excluir a los extremistas de la conversación democrática nos impediría conocerlos y no deberíamos olvidar que muchos de nuestros errores a la hora de combatirlos tienen su origen, más que en su habilidad, en nuestra propia ignorancia (como no entender el tipo de indignación de la que se nutren o no acertar con la clase de candidato y discurso más apropiado para la confrontación electoral; por ejemplo, por qué gano Trump y cuál sería el mejor candidato para que no vuelva a hacerlo). Si a esto se añade el hecho de que tendemos a subestimar la fortaleza de lo que aborrecemos, la consecuencia lógica es que termine pareciéndonos no solo detestable sino incomprensible que la gente vote a tal o cual candidato.

 

Si hay que hablar con los extremistas no es porque uno vaya a poder convencerles (una posibilidad tanto más remota cuanto más extremista sea el interlocutor), sino para que quienes escuchen el debate tengan ocasión de escuchar sus argumentos y comprobar lo endebles que son. Lo costoso de la democracia es que tienes que explicarlo todo; lo bueno es que la sociedad entera vea lo difícil que les resulta a algunos explicarse. No hay nada más civilizador que un extremista comprobando la escasa resistencia de los datos que maneja y lo poco convincente que resultan sus argumentos. El debate, en el lugar adecuado y con las formas exigibles, les hace más daño que el silenciamiento y la exclusión. Además, nuestra disposición a reconocerles como interlocutores les impide disfrutar el privilegio de los mártires.

 

Siempre me ha parecido una ingenuidad aquello de Habermas de que en un debate termina por imponerse la fuerza del mejor argumento. Tenemos mil pruebas de que nuestra conversación democrática no está exenta de ventajas asimétricas y obstinación; y aunque estuviera perfectamente organizada, nada nos asegura de que fuera a ganar quien se lo merece. Nuestras razones para hablar incluso con quien hace todo lo posible para no merecerlo no son tanto de naturaleza moral como estratégica: porque hablar con ellos no les hace más fuertes sino todo lo contrario y mejora nuestra cultura democrática, que es precisamente aquello que tratamos de potenciar.

 

Conviene recordar que la tolerancia democrática implica escuchar cosas que nos desagradan e incluso que detestamos moralmente. La estupidez no es delito, ni el buen gusto es política o moralmente exigible. En momentos como este se acuerda uno de Paul Valéry: la diversidad humana se debe a la variedad de formas de hacer el ridículo. Lo que no tiene ningún sentido es que tratemos de proteger la democracia con las armas de sus adversarios. Las de la democracia son el diálogo, la tolerancia y el respeto, también con aquellos que han puesto todo de su parte para no merecerlo. Si el avance de la civilización consiste en hacer compatible la firmeza de las convicciones con la disposición a convivir con quienes no las comparten no es por debilidad o relativismo. La creación de un espacio público abierto ha sido una conquista de la humanidad a partir de la experiencia de que tendemos a identificar con demasiada ligereza nuestra peculiar visión del mundo con lo correcto y exigible a todos. Las normas que regulan la convivencia deben proteger la libertad de expresión contra esa tendencia a descalificar moralmente lo que nos desagrada.

 

La democracia liberal y las instituciones republicanas nacieron de la constatación de que en lo que consideramos como valores absolutos suele colarse algún interés ventajista, que nos sobra seguridad con respecto a las cosas que consideramos verdaderas y que la prohibición es un recurso de última instancia que debe ser cuidadosamente justificado. Si queremos proteger la democracia, hemos de protegerla también frente a las estrategias con las que pretendemos protegerla. La democracia solo se cuida con medidas democráticas.

Instituto de Gobernanza Democrática
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