El País Semanal (enlace), 5/04/2020
Nuestra civilización se ha construido sobre la distancia pero su imaginario echa de menos la cercanía; la sociedad moderna incrementa la diferencia, al mismo tiempo que añora la similitud. Hay instituciones que nos alejan de los nuestros, como la escuela, la ciudad, el comercio y la globalización, pero también hay familia, amigos, afecto y entorno inmediato. Lo correcto es alabar el cosmopolitismo y la diversidad, pero en cuanto podemos buscamos a nuestros semejantes; lo de las disonancias cognitivas se lleva bien en teoría, pero hay algo en nosotros que desea un entorno que nos ratifique, redundancia sin sorpresas.
La articulación de ambas dimensiones, la distancia y la cercanía, ha cristalizado en nuestros modos de vida y la propia configuración psicológica de un modo al que apenas prestamos atención. Sin darnos demasiada cuenta, gestionamos las dosis adecuadas de afectividad, indiferencia y conflicto. De repente, un confinamiento obligatorio e inesperado hace que amputemos de nuestra vida cotidiana todas aquellas dimensiones que tienen que ver con la distancia y nos quedemos exclusivamente con las de la cercanía. No estábamos preparados para permanecer confinados entre cuatro paredes pero, sobre todo, para una dosis exclusiva de proximidad.
El confinamiento será una prueba de resistencia también para la familia y nuestro equilibrio psicológico. Acostumbrados como estábamos a pensar que lo que mata es la distancia, el interrogante que se nos plantea ahora es si seremos capaces de sobrevivir a tanta proximidad. ¿Cómo podremos lidiar con una cercanía cuya evasión es una de las grandes posibilidades que nos ofrece la sociedad contemporánea? La idea de que los seres humanos descubrimos quiénes somos cuando estamos solos suena muy bien pero es poco realista; ese encuentro consigo mismo lo realizamos en las distintas formas de dispersión que nos ofrece la vida moderna y haciendo cosas diversas (en el trabajo, en el ocio, viajando… ); donde nos perdemos a nosotros mismos es en la monotonía y la limitación.
¿Estamos preparados para vivir tanto tiempo en un espacio en el que solo hay intimidad, donde la cercanía no es compensada por la distancia, sin esa cantidad de indiferencia y conflicto a la que nos había acostumbrado la vida moderna? Además, aunque para algunos de nosotros estas altas concentraciones de intimidad tendrán unos efectos bastante llevaderos, no deberíamos olvidar que para otros, por las condiciones de su espacio doméstico o por aquellos con quienes tienen que compartirlo, será literalmente un infierno. La convivencia continua entre cuatro paredes no necesariamente nos acerca más a los seres humanos. Desde China se nos informa que el confinamiento hizo que creciera la violencia doméstica. Para las mujeres amenazadas desaparece aquella posibilidad de una distancia que es su última protección. El shutdown perjudica más a unos niños que a otros y agudiza las desventajas de la desigualdad, en función del espacio, los libros y los ordenadores disponibles. Para aquellos niños y niñas en cuya casa hay penuria económica o violencia la escuela es una salvación, allí donde reciben comida, estabilidad y protección. El encierro en casa les priva de esa seguridad.
Hablamos mucho de lo que aprenderemos tras esta crisis. Cuando todo el mundo dice que vamos a revalorizar la familia o el espacio de la intimidad, yo me atrevería a presagiar lo contrario: que vamos a volver a apreciar la distancia. No sabemos (y tal vez los descubramos ahora) hasta qué punto una sociedad como la nuestra se enriquece del hecho de que no vivamos en círculos sociales estrechos. La escuela es la primera institución que permite que los contactos sociales no se reduzcan a la propia familia, la institución que nos distancia de nuestro espacio de redundancia y nos abre a experiencias de diversidad y contraste, el lugar donde se aprende a sobrellevar la indiferencia y gestionar los primeros conflictos. Pese a los elogios que recibe ahora la enseñanza telemática, tal vez empecemos a echar de menos la igualdad de la escuela presencial, con idéntico pupitre y la misma conexión a internet, donde se mitiga la brecha digital. Una función similar ha supuesto para las mujeres el acceso al mercado laboral: les ha permitido emanciparse de la dedicación exclusiva a lo doméstico. Desde la escuela al mercado, hay en la sociedad moderna un conjunto de instituciones que nos han dotado de una libertad que hubiera sido imposible en el círculo familiar o en la sociedad tribal que no era más que un conjunto de familias.
Todo esto no va contra la familia sino contra esa anomalía social que supone una limitación de nuestra vida a la vida familiar, como también sería anómalo que fuéramos reducidos a nuestra función profesional o a nuestro hobby favorito. La libertad, como el equilibrio psicológico, se debe a la posibilidad de ser varias cosas y no quedar reducidos a una sola. Uno de los aprendizajes de la crisis habría de ser lo mucho que le debemos a esa sociedad diferenciada, que tan mala prensa tiene como lugar de estrés y competencia. Me atrevo a asegurar que todos, hasta los del veto parental (que piensan la escuela como una mera prolongación de la familia), acabaremos echando de menos a la escuela plural, el anonimato de los espacios públicos, el ruido de las grandes concentraciones y la frialdad de los mercados.