La Vanguardia, 12/05/2018 (enlace)
El filósofo quebequés Charles Taylor se refería a un mecanismo perverso que denominaba “la alianza de los neuróticos” y que consiste en que “los sueños de unos son las pesadillas de otros”. Según Taylor, se forma esta constelación cuando, en lo más intenso de un conflicto, cada parte actúa inconscientemente sobre los temores del otro. Las dificultades para lograr un acuerdo proceden de haber generado una dinámica en virtud de la cual cada uno teme que cualquier cesión sea utilizada por el otro para avanzar hacia un objetivo que conduce a su destrucción, que le anula como interlocutor libre. El temor de unos es que la insaciabilidad de los otros acelere una escalada cuyo final desconoce pero que probablemente implicará la propia destrucción; la otra parte considera que el final del viaje es la absorción y desaparición como realidad política diferenciada. En el caso concreto del conflicto entre Catalunya y España (o entre las diferentes identificaciones nacionales en el interior de Catalunya) lo que para unos es miedo a la desaparición como Estado, en otros es la amenaza de dejar de existir como realidad singular. Unos temen que la subordinación les anule como sujetos que tienen el derecho a que su pertenencia a un Estado resulte de su libre decisión y quienes se sienten a la vez catalanes y españoles temen su exclusión como miembros de una comunidad política plural.
Nuestra peculiar condición psicológica, cuando se dan determinadas condiciones de polarización, dificulta enormemente los acuerdos, en la medida en que nos lleva a considerar que el otro no es un interlocutor sino alguien que pretende destruirnos. Por eso no hay verdadero diálogo político mientras la constatación de que el otro es irreductible no nos ha llevado a una forma de reconocimiento que sustituya a la voluntad de imposición. Y una forma sutil de desprecio al adversario consiste en considerarlo fuera del alcance de la persuasión política, dar por sentado que no está en condiciones de modificar de ninguna manera su posición (justificando así de paso nuestra propia negativa a revisar la propia posición). No concluyamos precipitadamente decretando la imposibilidad de entendernos, también incluso con aquellos con los que hemos mantenido un intenso conflicto.
La apelación al diálogo suscitará en algunos el miedo a que se empobrezca el pluralismo y haya quien se aproveche de la ventaja que le proporcionan los marcos vigentes; para otros implica el abandono de esa cómoda situación en la que no hace falta hablar porque basta con imponer, mientras se recitan los lugares comunes manoseados. El diálogo es, en cualquier caso, más exigente que la confrontación porque obliga a elaborar conceptos más sofisticados y ofrecer argumentos donde antes bastaba con una declaración de principios. La principal de sus exigencias es la aceptación a entrar en un espacio de indeterminación. No hay verdadero diálogo donde los marcos y procedimientos predeterminan el resultado de la negociación, cuando las reglas del juego (los jueces, los tribunales o las mayorías propias del ámbito de decisión que se considera apropiado) dan sistemáticamente la razón a unos. Como advierte otro filósofo, James Bohman, “la incertidumbre de los procesos de decisión democrática no es un defecto sino precisamente su fortaleza normativa”. La convivencia democrática implica un cierto tipo de riesgos que no se dan donde todo está bien atado y se considera que cualquier proceso de negociación, reforma constitucional o consulta a la ciudadanía equivalen a abrir la caja de Pandora.
Esto no quiere decir que los procesos de diálogo se produzcan de hecho en condiciones de plena igualdad. Aunque deberíamos aspirar a que se lleven a cabo en un marco de igualdad, la experiencia histórica pone de manifiesto que casi siempre hay asimetrías y relaciones de poder que condicionan negativamente su resultado. Pero también es cierto que apelar a que no se dan esas condiciones suele funcionar como una disculpa que lleva a desaprovechar las ocasiones que se nos ofrecen. Hay oportunidades de hablar mejores y peores, pero también ocurre con frecuencia que no somos capaces de identificar los momentos adecuados para negociar y que las circunstancias que nos parecían deficientes pueden empeorar en el futuro. En lo que se refiere al conflicto que nos ocupa, seguramente unos y otros pueden reconocer en privado que hubo mejores oportunidades que esta, como una negociación más inclusiva del Estatut, la oferta de negociación fiscal de Mas o las oportunidades que hubiera abierto una convocatoria de elecciones por parte de Puigdemont. A quien le parezca que es demasiado tarde le aconsejo que compare las posibilidades actuales con aquellas que puede haber cuando sea todavía más tarde.
Nunca es tarde para desmontar esa alianza de los neuróticos que, entre otras cosas, nos hace muchas veces actuar con torpeza. Deberíamos ser capaces de identificar el momento oportuno para que los sujetos que temen su mutua destrucción exploren formas practicables de ganancia compartida, fórmulas de reconocimiento, reciprocidad y auto-limitaciones mutuas. En una sociedad democrática la supervivencia propia no se asegura con la destrucción del adversario (es decir, con el sometimiento o la negación de la diferencia) sino a través del reconocimiento. Puede que a los neuróticos la perspectiva de un acuerdo les parezca muy lejana o incluso imposible. En cualquier caso, lo más aconsejable es que los actores vayan posicionándose en esta perspectiva. La cuestión no es si habrá pacto o no, sino cómo prepararse para un juego que perderá quien aparezca como el culpable de no haberlo alcanzado.