El País, 5/06/2109 (enlace)
Si los humanos hacemos la historia, nos la hacen o, simplemente, ella misma se hace sin contar con nosotros, es una cuestión controvertida; no parece que voluntaristas, conspiracionistas y escépticos vayan a ponerse fácilmente de acuerdo sobre ello. En alemán tienen dos palabras completamente diferentes para designar a la historia que se hace y la que se escribe. De la posible confusión entre ambas da cuenta aquella anécdota que relataba Hans Blumenberg sobre algo sucedido en Marburgo durante los inquietos días de la revolución estudiantil, cuando un profesor de historia reclamaba tranquilidad colgando un cartel en la puerta de su despacho en el que se afirmaba “Aquí se hace la historia”. Confundía la historia que se escribe con la que se hace, pero tampoco le faltaba toda la razón porque es verdad que las agitaciones sociales se convierten en historia real con independencia de lo convencidos que estén sus protagonistas de estar asistiendo a un momento de significación histórica, un juicio que corresponde más bien a los historiadores.
Estamos rodeados de fracasos de la política a la hora de llevar a cabo lo que la sociedad le había encargado, incapaz de hacer real lo que una sociedad creía estar alumbrando. El Brexit es el ejemplo más claro de la incapacidad de la política para articular una mayoría suficiente que implemente lo que se decidió en un referéndum donde no se concretaba nada acerca del quién y del cómo de un proceso enormemente complejo. El soberano negativo hizo su trabajo, pero el soberano positivo sigue sin comparecer. Los que estaban haciendo historia podrían pasar a la historia por algo muy distinto de lo que pretendían: por provocar una paradójica pérdida de soberanía del Reino Unido, por ejemplo, o por hacer el ridículo, simplemente.
Hay muchos ejemplos similares que muestran hasta qué punto se trata de dos momentos muy distintos del proceso político: el que expresa una voluntad genérica y el que la concreta con una lógica política; el que dice que no y el que plantea algo a lo que poder decir que sí; el de los movimientos sociales con una transversalidad espontánea y el de los partidos políticos que construyen la transversalidad necesaria. El movimiento soberanista en Cataluña expresó un malestar y el deseo de ir hacia otro modelo de autogobierno cuya concreción correspondía articular y negociar a los representantes políticos haciendo intervenir una lógica que no es la de los movimientos que manifiestan esa voluntad sino una lógica política, es decir, aquella en la que se sopesan los márgenes de maniobra y los posibles aliados, donde se hacen valer consideraciones estratégicas y capacidades de negociación. El 15-M fue un movimiento cívico muy vigoroso, pero unos meses después la derecha se hizo con el Gobierno, los nuevos partidos se han deshinchado en términos electorales y se han revelado en ocasiones menos democráticos en su funcionamiento interno que los partidos clásicos; su mayor aportación ha ido en la línea de una espectacularización de la política, mientras que la ambición de cambiar el modelo productivo o regenerar la vida política solo se ha podido traducir en reformismo socialdemócrata o en la resignación ante la inevitable condición humana.
Buena parte de los fracasos de la política y su particular impotencia tienen que ver con que el impulso cívico no ha tenido quien lo articule políticamente. No se trata solo de que haya problemas técnicos de implementación, por decirlo con la terminología de Renate Mayntz, sino de la dificultad que tenemos de articular dos lógicas distintas que deben combinarse, pero ninguna de las cuales está en condiciones de sustituir a la otra: la de la espontaneidad social que protesta o exige y la lógica política que racionaliza y pone en práctica. La experiencia cotidiana de que resulta más fácil identificar lo que no queremos que saber lo que queremos se corresponde con un comportamiento político en el que hay más rechazo que elección, más descarte que preferencia. Esto lo saben muy bien los líderes políticos, que prefieren acomodarse a la situación y meter miedo en vez de generar esperanza. A este estado de cosas he propuesto denominarlo “democracia sin política” o, como diría Pierre Rosanvallon, “contrademocracia”. Desde el punto de vista de la vida institucional esto se traduce en una vetocracia donde la posibilidad de bloqueo es infinitamente mayor que la capacidad de construcción, para regocijo de aquellos a quienes beneficia el statu quo. Nos está fallando la construcción política e institucional de la democracia más allá de la emoción del momento, de la presión inmediata y la atención mediática.
Y aquí es donde la crisis de los partidos revela su aspecto más inquietante. Hemos celebrado la llegada de nuevas formas de organización sin valorar suficientemente sus límites; las nuevas formas de militancia intermitente y clickactivismo nos resultaban más simpáticas que los denostados aparatos, pero puede que ahora estemos en mejores condiciones de emitir un juicio más ponderado. La actual movilización social tiene lugar en torno a problemas específicos, en acciones puntuales y no a través de organizaciones burocráticas estables. La agitación social es mucho más simpática que la disciplina burocrática. El problema es que, si esta desintermediación no da lugar a ninguna estructura duradera de intervención, es muy difícil que la movilización produzca experiencias constructivas. Para eso servían los partidos, para hacer eficaz la acción colectiva a través del tiempo, de manera sostenida y coherente.
Uno de los principales enigmas de nuestro tiempo es cómo se produce el cambio social, entender su lógica y contribuir a que se realice en la dirección deseada. El problema es que hoy, más que estrategias de cambio, lo que tenemos son gestos improductivos, una agitación que es compatible con el estancamiento, escenificaciones sin consecuencias, impulsos estériles, falsos movimientos. La política sufre actualmente un peculiar trastorno bipolar porque es capaz de ilusionar a mucha gente hasta hacerles perder el sentido de la realidad, de manera que poco tiempo después se convierten en unos decepcionados que regresan a la melancolía de la vida privada. Toda la cuestión consiste en cómo hacer que pasen cosas en el sentido de que ocurra aquello que deseamos y no que pasen por delante de nosotros como posibilidades que se desvanecen.
Dos de los partidos a los que las anteriores elecciones generales han situado ante una especial responsabilidad tenían lemas sonoramente voluntaristas (“Haz que pase”, el PSOE, y “La historia la escribes tú”, Unidas Podemos). A ellos y a otros les corresponde demostrar ahora que tras el veredicto de la ciudadanía no se trata tanto de hacer cálculos aritméticos como de abordar los principales problemas que continúan esperando, algunos de los cuales estuvieron completamente ausentes en los debates electorales (cambio climático, Europa, crisis demográfica) y otros (como la cuestión territorial) se utilizaron como instrumentos de confrontación, pero nadie ha sido capaz de situarlos en un horizonte de solución.