El Correo, 3/04/2022 (enlace)
Las democracias civilizan las sociedades, convierten a los enemigos en adversarios, encauzan los conflictos y neutralizan la violencia. Esto no significa que no haya en ellas profundas diferencias y brechas, sino tan solo que hemos renunciado a considerarlas como un motivo suficiente para recurrir a la fuerza física. El antagonismo suele ser más gestual y de intereses que otra cosa, pero incluso cuando los discursos expresan una gran hostilidad no llevan a las consecuencias que se seguirían de tomar literalmente las palabras que se dicen. El aprendizaje democrático implica, entre otras cosas, la capacidad de descodificar los discursos, especialmente los más agresivos. No solo es que sea muy inverosímil que un estado democrático haga la guerra contra otro, sino que la democracia ofrece cauces, con mayor o menor eficacia, para que los conflictos, por muy intensos que resulten, puedan resolverse sin el recurso a la violencia.
Alguien podría contradecir esta idea señalando el incremento de agresividad verbal en las redes sociales, pero aquí el adjetivo “verbal” es clave. La actual polarización no tiene nada que ver con el drama de la guerra, es literalmente su contrario. Pese al tono épico de muchos discursos, crispación y antagonismos dramatizados, hemos entrado plenamente en lo que se puede llamar “sociedades postheroicas”, donde la agitación ideológica no se resuelve en victorias y derrotas, hay muchas limitaciones, externas y propias, de manera que ni siquiera los llamamientos más hostiles al combate se traducen en actos de violencia. El terrorismo no era más que la pervivencia de un mundo que hacía tiempo había desaparecido y el asalto al Capitolio de Washington fue un fenómeno puntual que no puso en peligro a la democracia sino más bien a sus autores.
La irrupción de una guerra cercana con todos sus atributos pone de manifiesto, por contraste, hasta qué punto la penosa polarización de una sociedad democrática no es nada parecido a un enfrentamiento bélico, ni el preámbulo de una guerra, sino lo que la sustituye; en las sociedades democráticas el griterío y la fragmentación raramente se traducen en violencia física. Frente a un lugar común que equipara el conflicto democrático con una guerra larvada, en mi opinión se trata de exactamente lo contrario: es el tipo de confrontación ideológica que podemos permitirnos quienes nos sabemos contenidos por una relación con los adversarios que únicamente tiene de bélico el gesto y el vocabulario.
Si la invasión militar de Ucrania nos estremece es porque produce una simplificación a la que nos habíamos desacostumbrado. Ese conflicto no solo se caracteriza por el protagonismo de la fuerza bruta, sino porque ha simplificado el mundo y nos ha hecho redescubrir al enemigo, ahora ya sin ninguna matización civilizatoria. El mundo vuelve a dividirse, el bien y el mal chocan en el campo de batalla, parece que no hay otra cosa que democracias o sistemas autoritarios y hasta la Unión Europea olvida por un momento sus habituales discusiones y fracturas. Pero no deberíamos perder de vista que la guerra solo aparentemente divide el mundo en dos (sigue habiendo una sociedad mundial unificada por relaciones de interdependencia) y solo provisionalmente cohesiona el interior de cada uno de esos dos bandos (en cuanto las cosas se arreglen desaparecerá la unanimidad de la Unión Europea, por ejemplo, y tal vez veamos disensiones relevantes en la sociedad rusa).
Aunque la invasión de Rusia nos haya hecho retroceder hacia la brutalidad más propia del pasado colonial que del civilizado mundo global, esta guerra tiene lugar en un mundo interdependiente y donde mejor se comprueba es en el instrumento de las sanciones económicas, su eficacia y su ambigüedad. Estas sanciones solo tienen sentido y efectos de castigo en la medida en que Rusia no es una potencia autárquica sino muy dependiente del resto del mundo. Aunque la interdependencia económica de Rusia no ha sido suficiente para impedir la guerra, la globalización de su economía es una oportunidad para conseguir la paz. Es la creciente interdependencia de la Rusia post-soviética lo que proporciona una oportunidad no militar para forzar una rectificación.