Grandes datos, pequeña política

El País, 18/04/2021 (enlace)

 

Gobernar ha sido siempre una tarea necesitada de datos. Crisis y pandemias vuelven a recordarnos lo importante que son los datos para adoptar las decisiones adecuadas y poder hacer las mejores previsiones. El big data es una tecnología que no solo va a modificar la eficiencia en la provisión de servicios públicos o en la precisión de la planificación estratégica, sino también las relaciones entre la ciudadanía y el poder público, así como entre los políticos y el sistema administrativo. Naciones Unidas ha hablado de una “revolución de los datos”, gracias a la cual se generaría un conocimiento objetivo, neutral e irrefutable, del que resultaría una acción de gobierno más racional y apolítica, un servicio público que no especule con meras hipótesis ni sea esclavo de la ideología. Pasaríamos así de una evidencia definida por la política a una política basada en la evidencia.

 

No es extraño que se hayan disparado así unas expectativas de democratización que se presentan como superadoras de la vieja política, ideologizada, subjetivista y arbitraria. Hay quien sugiere que el big data ha arrojado a pensadores como Adam Smith o Karl Marx al basurero de la historia, ya que los mercados y las clases son agregados, “promedios”, como cualquier fenómeno social, hechos de millones de pequeñas transacciones entre individuos. ¿Y si las grandes categorías de la política no fueran sino construcciones que tienen muy poco que ver con el comportamiento real de las sociedades, palabras que ocultan en vez de revelar lo que de verdad somos?

 

La disposición de datos es un procedimiento indiscutible para la mejora de la acción de gobierno; más cuestionable es el entusiasmo extremo que esta nueva posibilidad provoca en lo que podría llamarse “dataismo”, una creencia secular en las cualidades anodinas de los datos que conduciría a una ideología más allá de cualquier ideología y cuyo paradigma sería “no politics, just data”. Considerados como objetividades medidas, de los datos se espera un sentido de la justicia y la imparcialidad, un modo de decidir sin tener que decidir, una gran oportunidad para una legislación despolitizada.

 

La primera cuestión que habría que plantearse es si nos encontramos ante una despolitización en el mejor o en el peor sentido del término, es decir, si disminuye el poder como imposición o simplemente se metamorfosea. ¿Cuáles serían las nuevas relaciones de poder que genera el análisis de datos? Como las grandes cantidades de datos exceden la capacidad humana de analizarlos, cada vez se han de emplear más algoritmos automatizados para identificar los patrones y apoyar la toma de decisiones, lo que incrementa nuestra dependencia de dichas tecnologías e intensifica las asimetrías de poder.

 

El big data es un asunto político en la medida en que lo son los circuitos de producción, distribución y consumo, es decir, lugares en los que el acceso, el control y la capacidad están desigualmente distribuidos por relaciones de poder asimétricas. Se ha posido hablar incluso de unas nuevas clases sociales de la sociedad de los datos en función de quiénes los producen, quiénes tienen los medios para recogerlos y quiénes disponen de las capacidades para analizarlos. La afectación de las relaciones de poder en sus diversas formas es tanto mayor cuanto más se apoya el gobierno, la administración pública y el saber experto en el control de los datos. Hay un creciente diferencial de poder entre aquellos que recogen y analizan datos respecto de quienes simplemente los alimentan. Pero es que además los datos no son una realidad apolítica; su recogida, análisis y uso depende en buena parte de determinadas decisiones. Cuantas más políticas se justifican en datos, más importante es conocer los presupuestos, explícitos u ocultos, que subyacen a la decisión de atender a estos datos y no a otros, o los sesgos que manifiestan. La naturaleza de la información disponible define siempre y condiciona los problemas a los que se enfrentan los gobiernos y el modo como lo hacen.

 

Toda la apelación a la importancia de los datos puede estar funcionando como un mantra que nos hace inconscientes de la necesidad de llevar a cabo unas políticas de datos justas y sostenibles para configurar igualitariamente dichos lugares. El discurso acerca de los datos no puede reducirse a necesidades industriales y administrativas sino que tiene que estar abierto a las cuestiones de conveniencia social y política, incluida la posibilidad de detener o rechazar determinadas aplicaciones tecnológicas. Y no deberíamos caer en la ilusión de pensar que bastaría tener la información correcta para que todos los problemas pudieran solucionarse sin necesidad de recurrir a decisiones, juicios y valores políticos.

 

El análisis de datos y su creciente sofisticación parece satisfacer una demanda de exactitud presente en muchos sectores de la sociedad, especialmente en tiempos de complejidad y confusión. Los políticos desean una estadística irrefutable, los medios buscan hechos concisos, los jueces aspiran a identificar causalidades irrefutables y la gente añora la certeza de los números. ¿Estamos en condiciones de satisfacer esa demanda a través de las tecnologías del big data?

 

Es curioso que la crisis de representación política, a la que han invocado muchas protestas en los últimos años, haya dado paso a una aceptación acrítica de la capacidad de los datos para representarnos. ¿No nos representaban nuestros representantes políticos y en cambio sí lo hacen nuestros datos? Si el mandato de representación político es cuestionado, monitorizado y revocado, la pretensión de representar a través de los datos lo que realmente somos y queremos debería ir acompañada por una reflexión acerca del cumplimiento de esa promesa, de sus límites epistémicos y sus condicionantes políticos y económicos.

 

No hay que perder de vista que la capacidad del análisis de datos para descubrir conexiones entre los elementos se basa fundamentalmente en correlaciones, no en causalidades. Del mismo modo que hay traducciones exactas pero absurdas, hay correlaciones ciertas pero espurias. Las correlaciones son de una gran utilidad, pero entenderlas como si fueran causalidades, es decir, como si hicieran innecesario el ejercicio de interpretación conduce a errores fatales. Podríamos recordar a este respecto la famosa historia de que Google, usando estadísticas de búsqueda, detectó una epidemia de gripe antes que los centros de control sanitarios mediante los informes epidemiológicos, pero se cuenta menos que Google Flu Trends también se ha equivocado, probablemente porque los aciertos de los expertos son menos noticia que sus fracasos. Los libros acerca del big data cuentan también la historia de una empresa que envió productos para recién nacidos deduciendo un embarazo a partir del movimiento de una tarjeta de crédito de un hombre quien, enfadado por esa suposición, tuvo que disculparse después ante la empresa cuando descubrió que su hija estaba embarazada. Lo que no suele contarse es por qué aquella empresa y otras similares han tenido que cambiar su estrategia de publicidad ofreciendo también otros productos para protegerse de “diagnósticos” equivocados o carentes de ética.

 

La política del big data ha suscitado un gran número de promesas fascinantes, pero no deberíamos infravalorar los momentos de incertidumbre en lo que suponen de límite epistemológico y de espacio de libertad. Mientras los sistemas humanos sean complejos, contradictorios y paradójicos, los datos generarán un conocimiento que seguirá siendo refutable, humano, demasiado humano.

Instituto de Gobernanza Democrática
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