El Correo y Diario Vasco (y otros medidos de Vocento), 8/08/2021 (enlace)
Desde hace algunos años las derechas, que habían sido principalmente defensoras del orden, la tradición y la estabilidad, han ido adoptando discursos que defienden una libertad entendida como propiedad meramente individual, en el sentido liberal e incluso libertario. Apelan cada vez más a una libertad que parece desconocer, por un lado, hasta qué punto su ejercicio depende de ciertas condiciones sociales (en virtud de las cuales unos la disfrutan más que otros) y, por otro, la reivindican como desvinculada de sus obligaciones sociales (que nos eximiría de tener en cuenta el impacto de nuestras acciones en la sociedad). Tengo la impresión de que durante la pandemia la izquierda ha sido más obediente a las advertencias de las autoridades de la salud pública y las derechas más insumisas, modificando así un eje de identificación que tradicionalmente identificaba a la izquierda con la rebeldía y a la derecha con la resignación.
Buena parte de la nueva derecha impugna abiertamente la legitimidad del estado para decirnos lo que tenemos que hacer, ya sea en materia de consumo, movilidad o salud. La reciente polémica en torno comer o no carne es un caso que se añade a otros similares como la legitimidad de las autoridades para limitar el alcohol que uno puede beber antes de conducir (abiertamente cuestionada por Aznar) o la libertad de desplazamiento (motivo por el que Almeida cuestionaba las restricciones de tráfico en el centro de Madrid). Este tipo de discursos vuelve a suscitar la cuestión de si el poder político tiene la autoridad para orientar nuestro comportamiento y cómo debe hacerlo.
La derecha y la izquierda coinciden en considerar que la democracia es un régimen de libertad. En las sociedades avanzadas las dos principales opciones de gobierno estarían en principio de acuerdo en que hay que reducir la arbitrariedad de los actos de gobierno y minimizar la imposición. Lo que las distingue no es el principio de libertad individual sino la manera de entenderla. Hay detrás de cada una de ellas una diferente cultura política e incluso un rasgo psicológico particular. Permítaseme una cierta caricaturización para hacer más comprensible lo que quiero decir. A una persona de derechas lo que más le inquieta es ser molestada por el gobierno, mientras que la preocupación fundamental de alguien de izquierdas es ser excluido de las decisiones públicas. Para los primeros esta resistencia a la imposición podría incluso llegar a justificar el desmantelamiento del estado en nombre del protagonismo de la sociedad civil y para los segundos se trataría de promover la participación ciudadana y la cohesión social. La libertad como principio en ambos casos, a la que unos entienden como una facultad de soberanía y separación, mientras que para otros implica una exigencia de participación e inclusión.
Lo reconozcamos o no, la acción de gobierno pretende modificar en algún sentido el comportamiento de los ciudadanos, condicionarlo en la dirección que se considera deseable. Esto se puede hacer bien o mal, pero no hay gobierno que no lo intente. Hace años que los gobiernos (también los conservadores, aunque con menos énfasis) se proponen como objetivos colectivos la reducción del consumo de carne, del número de accidentes y del uso de los vehículos particulares en el centro de las ciudades. Aunque los modos de imposición directa sean inaceptables o ineficaces, gobernar es una tarea que continuamente incita, favorece, implica, empuja, estimula. Poco se puede conseguir con un paternalismo autoritario, por supuesto, pero los gobiernos pueden y deben tener una concepción pública del interés general y están legitimados para promoverlo. La legitimidad de esa promoción depende en primer lugar de la justicia de los objetivos y secundariamente de que esa decisión acerca del tipo de sociedad a la que aspiramos resulte de la deliberación colectiva.
El problema podría formularse de la siguiente manera: ¿hasta qué punto es correcto que un estado democrático que reconoce un gran valor a la libertad de sus ciudadanos se preocupe de su vida buena? ¿Puede la autoridad pública decirnos cómo debemos vivir? De hecho, no hay gobierno responsable que no pretenda prescribir un cierto tipo de conducta en su ciudadanía. Por decirlo de un modo un tanto provocativo: la ciudadanía debe ser protegida de sus errores, de su inercia y sus falsas intuiciones. Hay prácticas que a primera vista parecen paternalistas (el deber de usar el cinturón de seguridad al conducir, la escolarización obligatoria, la prescripción de las vacunas, la prohibición batirse en duelo, la obligación de estar socialmente asegurado, la alimentación forzosa a quienes hacen huelga de hambre), pero que pueden ser defendidas con el argumento de que favorecer ciertas opciones consideradas valiosas no es lo mismo que favorecer una opción cualquiera.
La contraposición entre derecha e izquierda no depende del valor que se confiere a la libertad sino del modo de entenderla, de que la definamos con una óptica liberal o republicana, como mera agregación de voluntades o como construcción social de una voluntad común. La concepción republicana de la libertad resulta a mi juicio mucho más rica porque no se reduce a limitar las interferencias de los otros sobre la propia libertad sino que se preocupa por el modo de integrar la propia libertad con la libertad de los otros. Para los liberales basta con que no haya constricciones explícitas para que podamos considerarnos seres libres, mientras que para los republicanos no se puede hablar de libertad mientras su ejercicio esté impedido por dominaciones explícitas o estructurales o nos desentendamos del modo como condicionamos la libertad de los demás.
Volvamos entonces a la carne, la velocidad, el alcohol y las mascarillas. Quien en nombre de su derecho a hacer lo que le de la gana no interioriza el impacto que sus acciones puedan tener sobre otros termina contribuyendo a construir una sociedad en la que muchos —también él mismo— verán reducidas las posibilidades de hacer lo que les de la gana. Forma parte de la madurez cívica el deseo de proteger la libertad propia y al mismo tiempo preguntarse si esa protección no está disminuyendo las posibilidades de otros para disfrutar de una libertad propia.