El País (Suplemento Ideas), 7/02/2021 (enlace) Serge Champeau y Daniel Innerarity
Uno de los principales problemas de la convivencia democrática hoy es la proliferación de los llamados “discursos de odio”. No estamos en la clásica confrontación ideológica sino en algo más “personal”. Los liderazgos divisivos y de confrontación parecen más rentables que las estrategias de cooperación. Proliferan los actores políticos que deben su identidad más a lo que niegan que a lo que pretenden. El fenómeno de la polarización se produce cuando tales actores se agrupan de modo que toda opinión diferente es considerada como un atentado a su identidad. La afirmación de la propia identidad parece requerir la demonización del adversario. En ocasiones será la deslegitimación del competidor cuando llega al gobierno (con acusaciones de fraude electoral en USA o, en el caso de España, de ser un gobierno ilegítimo al estar sustentado por partidos a los que se niega el carácter de interlocutor válido por muy legales que sean).
Esta proliferación del desprecio suele interpretarse como un colapso de la verdad y la convivencia democrática que inevitablemente conducirá a una guerra civil. Nuestra hipótesis es que, por muy lamentable o inquietante que nos resulte este fenómeno, no deberíamos interpretarlo en esa clave bélica sino más bien como todo lo contrario. Para justificar este diagnóstico tenemos que desentrañar una curiosa paradoja. La opinión pública de las democracias avanzadas se ha convertido en un reñidero donde el odio es compatible con la fortaleza institucional. Hay mucha más estabilidad en nuestros sistemas políticos de lo que el espectáculo de la confrontación parece dar a entender. Las democracias del odio son penosas, pero estables. Que el futuro de la democracia así vivida no sea muy halagüeño no quiere decir que se encamine irremediablemente hacia la guerra civil.
Tenemos un espacio público lleno de gesticulaciones sin consecuencias o con menos consecuencias de las que serían esperables a juzgar por los discursos proferidos. Contra la idea de que este aumento de la agresividad pudiera ser el preámbulo de una destrucción de la democracia, cabe sostener que el triunfo del odio en política no viene acompañado por un aumento de la violencia sino todo lo contrario, es una manifestación de la fortaleza civilizatoria de la democracia. En el fondo la escalada verbal obedece a la impotencia de unos individuos que se saben contenidos por una estructura institucional o los marcos legales.
Ann Hironaka, profesora de la Universidad de California, ha ofrecido una explicación de esta extraña circunstancia en un libro en el que compara los conflictos de los estados débiles con el tipo de conflictividad propia de las democracias más sólidas. Su tesis es que en los países política y económicamente débiles los conflictos adoptan la forma de “guerras civiles interminables”, mientras que en los países económicamente más prósperos y políticamente más estables, los conflictos se convierten en “odios civiles interminables” (como ocurre en las sociedades fuertemente polarizadas).
Debemos interpretar bien ese odio y tomárnoslo con toda la seriedad que merece, pero no más. La filósofa y psicoanalista Cynthia Fleury ha llamado la atención sobre la hipocresía del odio que se practica en esas sociedades que son belicosas bajo la condición de no tener que pagar ningún precio por ello; vendrían a ser “esos dos minutos de gloria pronosticados por Warhol y que permiten a cada uno vomitar y volver luego a su inacción y su ineptitud”. Son provocadores que afortunadamente no incendian más que las redes, declaraciones de odio que no le sacan a quien las emite de su zona de confort.
Si el recurso a la violencia obedece muchas veces a que se desespera de que las instituciones hagan lo que tienen que hacer, el hecho de sustituirla por el hostigamiento verbal indica que damos por seguro que las instituciones hacen lo que tienen que hacer; puede considerarse, con independencia de la degradación personal que implica quien la ejerce, un avance de la civilización y de la democracia. Que el odio no pase de la declaración se debe a que hay demasiado que perder, económica y políticamente. Este odio pacífico es, de hecho, profundamente hipócrita; se ejerce en un marco que fingen querer subvertir.
Podríamos identificar una curiosa ley en virtud de la cual aumenta el odio y se pacifica la protesta. Es posible que las sociedades estén llenas de odio y a la vez sean pacíficas. Son pacíficas en el sentido de que, salvo momentos puntuales, no recurren a la violencia. La historia pone de manifiesto que no todas las guerras están motivadas por el odio y no todos los odios conducen a la guerra.
Así pues, vivimos una época en la que hay mucho odio y poca violencia. Conviene no confundir ambas cosas. Este grado de hostilidad intensa que padecemos hoy en nuestras democracias no tiene nada que ver con la violencia armada organizada. El odio no es la antesala de la violencia sino que puede estar sustituyéndola. Probablemente nos permitimos odiar tanto porque sabemos que —por la solidez de nuestras instituciones, el estado de derecho o la amenaza del castigo de la ley— es muy improbable que ese desprecio mutuo desemboque en violencia. Con esto no queremos subestimar lo que tiene de inaceptable y el riesgo que supone para la convivencia democrática, sino tratar de situar este fenómeno en su verdadera dimensión.
Si algo amenaza nuestras democracias es este odio verbal no violento y no tanto el riesgo de guerra civil. Esta circulación del odio por nuestros espacios públicos no anuncia una guerra civil sino otros regímenes de la democracia. Tenemos, por un lado, la democracia liberal del odio, un sistema que no nos da ninguna razón para considerarlo especialmente inestable (a pesar del penoso final de las recientes elecciones americanas, las instituciones han resistido y la transición pacífica desmiente a todos los que presagiaban una guerra civil), pero que socava el marco fuera del cual es muy difícil elaborar políticas de calidad. Y está, por otro lado, la democracia iliberal pacífica (que se autoproclama pacífica en la medida en que pretende neutralizar el odio, recuperar la concordia social y devolver a la política su eficacia, aunque sella el triunfo odioso de una identidad sobre la otra).
¿Estamos condenados a elegir entre una democracia liberal incapaz de superar el odio y una democracia iliberal que solo lo supera ilusoriamente? La reconstrucción democrática y no nostálgica de un sentimiento de pertenencia a una comunidad unida, diversa y abierta es una de las grandes tareas de nuestra época. Se podría inspirar en lo que Biden llama el alma de América, en el trabajo de cada uno y de la colectividad por recuperar los valores constitutivos de la democracia, que no es algo solamente procedimental sino sustancial: el ideal universal de una sociedad de iguales que se encarna en las naciones particulares.