Entrevista: " Europa seguía la ´teoría de la bicicleta´, pedaleando sin preguntarse la dirección"

Alexis Rodríguez-Rata, La Vanguardia, 9/05/2019 (enlace)

 

Filósofo, ensayista y catedrático de filosofía política de la Universidad del País Vasco y del Instituto Universitario Europeo de Florencia, Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) es uno de los intelectuales españoles más reconocidos a nivel internacional. De amplia trayectoria académica –gran parte de ella europea, como profesor en Munich, París ‘La Sorbona’, la London School of Economics o el Instituto Max Planck de Heidelberg–, habla seis lenguas del Viejo Continente y conversa claro. “Más que un déficit democrático, Europa puede que tenga un dilema democrático”, critica, y para ello no sólo observa, reflexiona, enseña y publica sino que también actúa entre lo local y lo global: vive las próximas elecciones europeas en primera persona, como cabeza de lista de Geroa Bai, una formación progresista y vasquista navarra que se incluye en la candidatura de la Europa Solidaria encabezada por el PNV.

 

EE.UU. desdeña a Europa, y su posición en la OTAN es un ejemplo. Rusia parece, según repiten los analistas, estar más centrada en desestabilizarla que en otra cosa. Y China quiere incorporarla a su área de influencia por la vía comercial y de forma bilateral con cada Estado miembro, que no con la UE. ¿Por qué, por una cosa u otra, el proyecto europeo está en el blanco de estas tres potencias mundiales?

 

Porque representamos algo que ellos no pueden soportar: una manera de organizar la convivencia política postsoberanista, cooperativa y desde la diversidad. No somos enemigos de esos estados, pero nos deben tener enfrente cuando hacen política de una manera que contradice los valores europeos.

 

Europa vive de crisis en crisis. Primero vino la económica y financiera. Luego la social y política. Incluso alguno teme que los cimientos de la UE se tambaleen con el Brexit o los populismos en evidente auge. ¿El proyecto europeo sobrevivirá a este entorno de creciente hostilidad?

 

La experiencia del Brexit debería enseñarnos dos cosas en apariencia contradictorias: que nada es irreversible, y que todo es muy difícil de revertir. Lo primero ha situado al proyecto europeo en un horizonte de contingencia después de una lógica de ‘integración furtiva’ de la que la metáfora más apropiada era la ‘teoría de la bicicleta’, es decir, había que seguir pedaleando sin hacerse demasiadas preguntas sobre la dirección. Lo segundo nos ha enseñado que, en un escenario de soberanías compartidas, los exits son más fáciles de ganar en referéndum que de acordar con los antiguos socios y de implementar en un parlamento.

 

El eje franco-alemán ha sido desde sus inicios el motor de la integración europea, aunque en los últimos años Alemania ha asumido un mayor liderazgo. Apuesta por una Europa intergubernamental. Y Macron, por su parte, no atraviesa su mejor momento –ahí está la crisis de los ‘chalecos amarillos’. Él pide más integración. ¿Hasta qué punto esta doble circunstancia puede agudizar la crisis europea? Y a su vez, ¿hay alternativa si ambos no ‘tiran del carro’? Porque no hay ni agitación ni transformación ni se espera un tratado nuevo…

 

Hay al menos tres grandes interrogantes sobre la Europa social, común y diversa: si seremos capaces de desarrollar modos de decidir más transnacionales que intergubernamentales; si lograremos ponernos de acuerdo en la construcción del pilar social; y si conseguiremos hacerlo sin poner en peligro nuestra diversidad. El eje franco-alemán es decisivo en el diseño e impulso de esas decisiones, pero Europa ya no se gobierna sin tener en cuenta otros ejes que la han vuelto más compleja, como los países del sur, los del grupo de Visegrado y los nórdicos. Esta legislatura será decisiva en la historia de la UE.

 

Muchas de las críticas contra Europa se repiten: necesita más democratización, ser más directa y transparente y un largo etcétera. ¿Qué hay de cierto en ello? ¿Cómo solucionarlo de una manera realista en un entorno complejo –y con tantos intereses– como lo es el europeo? Más cuando las respuestas simples parecen imposibles. Y más cuando no hay grandes planes o programas de futuro: el corto plazo, quizá por tanta elección tras elección, lo centra todo.

 

Es el tema que trato en el libro La democracia en Europa y que sintetizo diciendo que Europa tiene, desde el punto de vista democrático, un doble desafío: el primero exige organizar las instituciones y procedimientos de decisión de manera que estén a la altura de nuestros criterios de democraticidad; el segundo implica revisar estos criterios de democraticidad, para que no sean incompatibles con la compleja realidad de la UE. La clave sería una idea novedosa de poder a nivel europeo que tomara plenamente en consideración los intereses de los Estados miembros pero sin imponerse sobre ellos. Y aquí no se trata de encontrar nuevas instituciones para adaptar ideas familiares a nuevos contextos, sino entender que los cambios en la configuración de nuestras realidades sociales, en Europa y en el mundo, exigen una reconstrucción de la teoría de la democracia que la despoje de todo lo que se le ha ido vinculando como si fuera parte esencial de ella: soberanía, territorialidad, homogeneidad o estatalidad, por ejemplo.

 

Europa se levanta sobre estados de derecho sociales y democráticos y en sociedades plurales. Pero el mundo cambia y lo hace muy rápido. ¿Europa representa aún un modelo propio y diferenciado? Si es así, ¿es sostenible?

 

Siempre he pensado que, más que un déficit democrático, Europa puede que tenga un dilema democrático. Eso significa que estamos ante algo que propiamente no se puede resolver y que únicamente cabe reequilibrar. Además, hay dos vectores diferentes de democratización, el de los Estados miembros y el de los desafíos transnacionales, y ninguno de los dos se puede subsumir completamente en el otro. Este carácter compuesto de la UE debe ser respetado en cualquier compromiso que se alcance.

 

Cayeron las fronteras y se creó un pasaporte comunitario y una moneda común, pero aún no se ha logrado, por ejemplo, una identidad europea, de manera que los europeos seguimos teniendo a las fronteras nacionales como referencia principal. ¿Sería recomendable ir más allá para ser realmente una Unión Europea?

 

La idea de que no existe una identidad europea divide a entre quienes lo lamentan y quienes lo ven inevitable según sea uno federalista o intergubernamentalista. Y, en mi opinión, esta visión tiene, al menos tácitamente, un concepto de demos excesivamente exigente, utópico para los federalistas y estático para los intergubernamentalistas; en ambos casos tan rotundo que no responde a la historia a partir de la cual se han formado las comunidades políticas, ni a como se establecen realmente los vínculos de la pertenencia, ni al horizonte de expectativas al que es razonable aspirar en Europa. El demos puede ser algo más práctico y contingente, más performativo y vulnerable; algo que, por eso mismo, se pueda construir y perder; más emergente y frágil de lo que piensan quienes lo conciben tan enfáticamente. ¿Y si los pueblos “realmente existentes” no fueran tan sólidos o no necesitaran serlo? Puede que la integración europea represente una oportunidad para articular unidad y diversidad de una manera más respetuosa con su pluralidad interna, para lo cual, evidentemente, se requieren conceptos y prácticas muy diferentes de las que dieron origen al Estado nacional.

 

El soberanismo que tanto reclaman cada vez más partidos europeos –a veces también llamados antiestablishment– ¿representa una alternativa real, o es la vuelta atrás a proyectos del pasado incompatibles con el mundo de hoy?

 

No deberíamos olvidar que lo que puso en marcha la integración europea fue la constatación, tras la Segunda Guerra Mundial, de que los Estados eran incapaces por si solos de proporcionar a sus ciudadanos determinados bienes comunes a los que tenemos derecho, especialmente la paz, pero también la prosperidad o la consolidación democrática. Esta experiencia sigue siendo válida. Si los Estados miembros intercambian soberanía por poder, es porque ninguno de ellos puede afrontar de forma aislada ciertos desafíos. Y se pueden señalar dos experiencias paradójicas en las que la recuperación de la soberanía formal no ha implicado tener poder real: Alexis Tsipras ganó un referéndum en el 2015 y de este modo debilitó su fuerza negociadora para el rescate posterior; gracias al Brexit los británicos no han recuperado el control, su agenda está más dominada que antes por la UE y se enfrentan a problemas que les debilitarán –de entrada uno inminente y de tipo territorial, en Escocia e Irlanda.

 

¿Hasta qué punto las nuevas tecnologías han hecho el mundo más rápido, menos reflexivo y más explosivo y Europa –como hasta el momento los Estados miembros– no son capaces de darle respuesta? ¿Es por eso esperable un cambio de época incluso en la UE? Ya hay un auge de los populismos, predominan los mensajes simplificados en las redes sociales –en las que sólo escuchamos a aquellos que comparten nuestra opinión–, etcétera.

 

La construcción europea se enfrenta a un proceso de digitalización y robotización en el que se va a decidir el futuro de nuestras formas de gobierno y su democraticidad. La inteligencia artificial, los algoritmos y el big data suscitan grandes interrogantes, y Europa debe afrontar esta etapa con el horizonte de sus valores, que no coinciden con los de la actual administración de EE.UU. ni con las pretensiones de China o Rusia. También aquí la escala europea es muy importante: ninguno de los Estados tiene la capacidad suficiente para hacer frente a las grandes empresas del sector; sólo Europa puede estar en condiciones de exigirles transparencia, fiscalidad, igualdad y respeto a la privacidad; sólo ella puede desarrollar una regulación que sea inteligente y eficaz.

 

Se habla mucho de nacionalidad y poco de ciudadanía. ¿Qué significa hoy ser ciudadano de Europa?

 

En la medida en que somos ciudadanos de algún Estado miembro, nuestra relación con la UE pasa por esa pertenencia en una lógica intergubernamental. Pero hay dimensiones que nos vinculan directamente con la Unión sin necesidad de que ésta pase a través de un Estado, lo que se expresa en instituciones como el Parlamento Europeo, que tienen una lógica transnacional. La Unión Europea es un equilibrio entre lo intergubernamental y lo transnacional, pero me parece que el peso de los Estados ha ido creciendo y que la actual amenaza no es tanto su desintegración como una desnaturalización que confíe demasiadas decisiones en el Consejo Europeo –donde están representados los Estados. El caso de la crisis de los refugiados fue muy ilustrativo: la Comisión Europea hizo una propuesta de acogida bajo el principio de la solidaridad, los Estados nacionalizaron las políticas de recepción e impidieron así que el acuerdo con Turquía para ‘subcontratar’ el problema pasara por el Parlamento Europeo.

 

¿Qué nos ha enseñado el Brexit? ¿Quizá ha desincentivado nuevos ‘exits’ como parece en Francia o Italia aunque sin dar con una alternativa viable que genere nueva ilusiones?

 

En el corto plazo el Brexit ha desanimado otros exits, de la Unión o del euro, y ha fortalecido a quienes negociaban a este lado del canal. Ahora bien, esa unidad es ilusoria y momentánea, porque no ha resuelto por si sola todos los problemas que la UE tenía y que seguirán encima de la mesa cuando Gran Bretaña nos abandone. Nuestro futuro no será un debate acerca del quedarse o marcharse sino sobre el modo de estar.

 

Pero al final la UE es un club de Estados, y sus gobiernos muestran ideas divergentes sea con las crisis económicas (en Grecia) que con las políticas (en Catalunya), etcétera.

 

El problema de Europa es que no se puede hacer nada sin los Estados ni con ellos.

 

España ha visto durante años lo que venía de Europa como intrínsecamente bueno (por ejemplo se vio de una manera clara durante la transición). Últimamente ocurre lo contrario. ¿Quizá olvidamos que el cambio en último término depende de unos Estados miembros que ahora están más bien ‘paralizados’ de cara a dar nuevos pasos?

 

Se habla de que Europa tiene muchos déficits y yo insisto mucho en uno que no suele venir en el listado: el de la inteligibilidad. Europa no resulta comprensible, y eso ahora es un problema, porque la llamada ‘integración furtiva’ ha dejado de funcionar. Además, el problema a este respecto es doble, uno de fondo y otro coyuntural. El primero viene de la propia naturaleza compleja de la UE y su carácter inédito como artefacto político postsoberanista en la historia de la humanidad. El segundo procede de lo que podríamos llamar sus malos usos. El conocido fenómeno de echar la culpa a Bruselas de todo lo malo y otorgar a los Estados el mérito de todo lo bueno ha creado una ciudadanía que no entiende nada.

 

Vivimos en tiempos de incertidumbres. ¿Cómo cree que sería el mundo si la UE no existiera?

 

El mundo carecería de un laboratorio en el que ensayar una convergencia, inédita en la historia reciente, entre lo social, lo político, lo económico y lo ecológico. Nos faltaría también un experimento político que consiste en ensayar un tipo de gobierno para la interdependencia. El mundo no se puede permitir el lujo de que desistamos del intento.

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