La Vanguardia, 2/10/2020 (enlace)
En las sociedades democráticas no sabemos muy bien qué es lo que hay que saber ni quién sabe lo que hay que saber. A lo largo de la historia hemos concedido esa autoridad a los intelectuales, a los expertos o a la ciudadanía de manera indiferenciada. Seguramente ninguna de estas figuras agota lo que hemos de saber y son más bien complementarias, pero de hecho tendemos a conceder la primacía a una de ellas según el modelo de democracia que tengamos y en virtud de las experiencias históricas por las que hemos pasado.
Comencemos por el intelectual, ese personaje que parecía disponer de una visión de conjunto que le permitía hablar con autoridad de casi cualquier cosa y que se relacionaba verticalmente con una masa de seguidores fascinados. La figura del intelectual en la política ha palidecido por diversas razones, que tienen que ver con las transformaciones de la sociedad y también con el avance y especialización de las ciencias, particularmente de las ciencias sociales. La división del trabajo y la especialización científica o la configuración de una sociedad de inteligencia distribuida no hacen innecesarias las visiones de conjunto, pero convierten en algo ridículo la superioridad del intelectual que pontifica sobre asuntos morales o políticos sin conocer los principales debates que han tenido lugar entre los científicos sociales. El prestigio de los intelectuales funciona si son pocos y el saber es escaso, pero se horizontaliza y comparte cuando hay muchos que saben y con visiones de la realidad que no siempre coinciden y muchas veces contrapuestas.
Que no pocos intelectuales fueran más profetas que demócratas se explica por su elitismo y desatención hacia las experiencias personales de la gente, tantas veces invisibles desde la pura teoría. El intelectual tiene ahora una relación menos vertical con la sociedad, que no es una masa de incompetentes desinformados, y comparte autoridad con un gran número de especialistas de todo tipo que le aventajan en conocimiento experto, tan relevante para el mundo complejo en el que vivimos.
El heredero natural del intelectual es el experto: confiar en los expertos es más democrático que reverenciar al intelectual. Pero su principal virtud (ser muchos) constituye su mayor debilidad porque la autoridad con la que representan un saber se ve matizada por el hecho de que hay expertos para casi cualquier cosa, los hay del Gobierno y de la oposición, de disciplinas que no tienen la misma perspectiva sobre la realidad.
Vivimos en una sociedad que reconoce la autoridad a los expertos a condición de que compitan entre sí. Confiamos en ellos, por supuesto, pero de manera provisional y en concurrencia competitiva. Es muy difícil fiarse ciegamente del saber científico experto cuando hay una peculiar “cacofonía de los expertos” y cada informe tiene el correspondiente contrainforme. En la opinión pública no solo compite la opinión de los expertos con la de quienes no lo son, sino que los mismos expertos están muchas veces en desacuerdo.
Con el ocaso de los intelectuales y una vez constatadas las limitaciones de los expertos, parece que ese puesto vacante lo ocupan hoy los tertulianos. Cuando oímos esta palabra tal vez nos vengan a la cabeza sus peores representaciones: quienes hablan de todo sin saber de nada, que interrumpen e insultan, que prefieren el espectáculo a la argumentación. Evidentemente no estoy elogiando a los peores ejemplares de la especie, sino a lo que significa que una democracia se entienda como una discusión entre personas que opinan y no tanto entre quienes supuestamente saben, como un debate entre iguales y no como un discurso elitista.
Pensemos en las propiedades de esta figura: alguien que opina sin poderse permitir el lujo de haber estudiado a fondo el tema en cuestión y sobre todo que lo hace en un contexto de pluralidad y debate abierto. Esto es lo que mejor simboliza a la humanidad actual en su combate contra la inevitable ignorancia en la que nos sitúan los graves problemas que tenemos y que nos convierten a todos en ignorantes. El problema no es que la ciudadanía sepa muy poco, sino que nadie sabe lo suficiente.
La figura del intelectual y del experto valían para sociedades verticalmente organizadas, jerárquicas, pero su autoridad se debilita, afortunadamente. Unos y otros son voces –muy dignas de consideración pero no únicas– a la hora de realizar decisiones colectivas. Junto a ellas, la figura del tertuliano nos recuerda que la democracia es una discusión entre personas que opinan, con distinto grado de cualificación, por supuesto, y no un lugar donde el común de los mortales obedece a unos clarividentes o asiste al debate entre unos pocos declarados competentes.