Contextos, 7/02/2018 (enlace)
La construcción del electorado –del censo formado por quienes tienen derecho a votar– es, como señaló Montesquieu, uno de los principales requisitos de la democracia moderna. Establecer quién vota, en qué momentos y bajo qué circunstancias ha sido un asunto central en las discusiones políticas. Mediante el establecimiento de circunscripciones electorales, los individuos son representados en virtud de su pertenencia a un territorio determinado. Estos límites territoriales son esenciales para determinar el ámbito de la competencia, el alcance de la representación y el espacio de control del poder. En el derecho al sufragio se ha ido materializando una de las principales conquistas de la democracia, desde la sustitución del sufragio censitario por el universal hasta la obtención del sufragio para las mujeres, de lo que se cumplen ahora cien años. Hoy en día, la universalización del derecho a votar ha sido tan completa que parecería que no tiene sentido preguntarse si queda alguien aún al que debería reconocérsele esa prerrogativa.
Ahora bien, la inquietud por el hecho de que nuestras prácticas sociales no sean lo suficientemente inclusivas, que no haya nadie ilegítimamente excluido del derecho a participar, mediante el voto u otro procedimiento, es una preocupación genuinamente democrática. Puede que el sufragio universal agotara la subjetividad posible en un mundo estatalmente configurado, que ya no es el nuestro y que haya quien, literal y metafóricamente, no pueda votar pero debería poder hacerlo. En un mundo interdependiente esta sensación de que no están todos los que deberían, de que nuestros censos deben ser completados con otros criterios de inclusión, de que hay quienes estamos considerando ilegítimamente como no formando parte de los nuestros, apunta hacia una triple inclusión espacial, temporal y natural que debemos acometer: la de nuestros vecinos, la de nuestros descendientes y la del medio natural. Ninguno de los tres “votan” suficientemente. Uno de los principales retos de las democracias contemporáneas es cómo reintroducir a esos sujetos en nuestros sistemas de representación y decisión. Si esta hipótesis es cierta, entonces tenemos un verdadero déficit democrático y la pregunta habitual acerca de si es posible la democracia fuera del estado nacional debería reformularse para preguntar más bien si es posible la democracia sin una cierta inclusión de los que están fuera del estado nacional, concretamente si podemos seguir llamando democracia a un sistema político que no internalice los intereses de sus contemporáneos, que no anticipe los derechos de las generaciones futuras o no reconozca de algún modo la subjetividad política de la naturaleza.
La representación electoral no permite hacerse cargo de los problemas transfronterizos o distantes en el tiempo, ni los relativos al medio ambiente; exigen otro tipo de democracia, que cabría denominar democracia post-electoral, pero también podríamos hablar de una ampliación del parlamentarismo, de democracia inclusiva, transdemocracia, interdemocracia o democracia ecológica.
Todas las democracias modernas han optado por un tipo de reagrupamiento territorial. La idea de democracia está vinculada con el censo, como no podía ser de otra manera, pero cabe preguntarse si de este modo se agotan todas las formas de legitimación, si representamos así todo lo que hay que representar, si hay otras formas de legitimación que podríamos denominar implícita o hipotética, a través de las cuales reconocemos la categoría de sujetos políticos a quienes sólo indirectamente pueden dar su aprobación a las decisiones que se adopten o no la pueden dar de ninguna manera. Los derechos humanos trascienden las fronteras, no las definen; con la democracia ocurre todo lo contrario. La democracia está encapsulada en un ámbito en el que surgió y en el que suponemos que resulta viable, pero la pregunta que deberíamos hacernos sería no tanto si es posible ir más allá de esos límites sino si quedarse más acá no la traiciona en cierto modo. Se plantean así otros déficits democráticos menos advertidos que aquellos que proceden de que los derechos del electorado no estén suficientemente reconocidos; que sea insuficiente el electorado mismo.
Toda la obsesión de la teoría democrática moderna es rechazar la delimitación arbitraria de los sujetos cuyos intereses son políticamente considerables. Pues bien, desde esta perspectiva propongo que nos tomemos en serio esos nuevos sujetos con derecho a sufragio todavía no reconocido y que han irrumpido con la realidad de la interdependencia y la cuestión ecológica: los habitantes de otros países, las generaciones futuras, las especies no humanas. Autodeterminación transnacional, derechos de las generaciones futuras y política de la naturaleza son los tres principales asuntos que nuestras democracias deben abordar si es que quieren incluir a todos los que tienen que estar incluidos en nuestros procesos de representación y decisión. Las democracias se deben abrir a los otros contemporáneos, a las generaciones futuras y a los entornos ecológicos. La democracia transnacional, la democracia intergeneracional y la democracia ecológica deberían completar lo que ahora es una reducida democracia electoral.
No se trata de eliminar nada, ni las elecciones, ni la representación, ni las instituciones electorales, sino de hacerlas más complejas e inclusivas. Si las democracias han mantenido viva y en tensión la diferencia entre mayoría y totalidad, esa tensión apunta hoy a incluir entre quienes son representados y deciden a nuestros contemporáneos vecinos, a quienes van a heredar nuestro presente y al medio natural. El combate de aquellas sufragistas todavía debe continuar.