El País, 6/05/2018
Tres vascos sentados a comer en casa de los Habermas equivale a ir directos al grano, es decir, al pensamiento, sin la distracción de una comida que tuviéramos que valorar. En seguida la conversación ocupaba toda la escena, y no el monólogo de podíamos haber esperado, pues Habermas escuchaba y preguntaba más de lo que intervenía. Y eso que seguramente era el único allí con verdadero derecho a la grandeza, pero que, tal vez por tenerla, era el más curioso de todos. Se tenía la sensación de estar conversando con uno de los más grandes, tal vez con el último de esos intelectuales públicos que han gozado de una autoridad que en la era de las redes sociales y la inmediatez oportunista comenzamos a echar de menos. Me atrevo a decir que el legado de Habermas no será tanto su inmensa obra escrita como ese aprecio hacia lo público y lo común, que es más una virtud cívica, una actitud intelectual, que una teoría. Habermas es, antes que nada, un entusiasta de la conversación, alguien convencido de que cuanto vale la pena ha sido el resultado de una empresa común, de lo que hemos dicho y hecho entre todos. Su preocupación fundamental ha sido siempre cómo proteger y mejorar ese espacio de la intersubjetividad porque es ahí donde realizamos los verdaderos descubrimientos y, sobre todo, el lugar en el que se edifica la convivencia democrática.
Formado en la tradición de la gran filosofía clásica alemana, a la que quiso someter a la prueba del contraste con otras formulaciones más modernas, como las teorías analíticas del lenguaje o las formulaciones republicanas de la democracia, Habermas posee una amplia cultura que no es tanto agregación de informaciones sino transversalidad que ha constituido como un diálogo interior. En sus propuestas filosóficas están Kant, Marx y Adorno, pero no como piezas mudas de museo sino como interlocutores a los que se puede poner a hablar con Austin, Derrida y Rawls. La totalidad no está construida en la mente de Habermas como un sistema sino como una conversación de muchos interlocutores. Este gusto por las interpretaciones generales del mundo y la cultura es algo que parece extemporáneo en una época de fragmentación y especialismo. El primer obstáculo al que ha de hacer frente quien pretenda elaborar algo así como una teoría general de las cosas es el escepticismo de quienes lo creen imposible o al menos no tan rentable como saberlo todo de casi nada. Habermas ha resistido siempre la posible acusación de que preocuparse por la totalidad era una empresa arrogante o ingenua. Gracias a esa temeridad le debemos algo que, más que una teoría, es un hilo conductor de su visión del mundo: situar al ser humano que dialoga en el centro de todas las soluciones.
Tal vez esa pasión por el argumento público es lo que explica el sentido de responsabilidad que ha presidido su vida como intelectual público. Su tarea como profesor e investigador es inseparable de su intervención continua en los grandes debates que han tenido lugar en los últimos decenios, ya fuera el uso público de la historia, los riesgos de la intervención genética o, más recientemente, el modo como Europa debía resolver sus crisis. Si Voltaire resumía todos nuestros deberes en que hemos de cultivar nuestro propio jardín, Habermas parecía haber traducido esa metáfora en el cuidado de la conversación. Nos daba así la lección a los comensales de que el dominio público no debe ser imaginado como un gigantesco y solemne debate entre los poderosos de este mundo sino también como una charla de sobremesa en la que por cierto no siempre estábamos de acuerdo.