El País, 18/07/2022 (enlace)
Progresistas y reaccionarios comparten una misma vía por la que circulan en sentido contrario. Dan igualmente por sentado que la historia discurre sobre un eje que enlaza el pasado con el futuro, aunque unos quisieran recorrerlo hacia delante y con mayor rapidez mientras que sus antagonistas desearían frenarlo e incluso retrotraerse hacia un pasado supuestamente mejor. La retórica política ha explorado todas las posibilidades de declinar este campo de juego: el campo semántico de la adaptación frente al de la rebeldía; llamamientos a defender la cultura frente a la barbarie amenazante; progresistas desafiados por retrógrados… Las fuerzas políticas en liza han aceptado que existe un movimiento inexorable de la historia y solo se diferencian en que sitúan la catástrofe hacia delante o atrás. Las dos principales ideologías que sustituyen hoy a la derecha y la izquierda son la nostalgia y la prisa.
Es verdad que nuestro tiempo se agita en torno a patologías que tienen esa dimensión; hay procesos que nos sitúan en horizontes catastróficos (cuyo ejemplo más preocupante es la crisis climática) y movimientos que amenazan con los peores retrocesos (como el avance de la extrema derecha en tantos países del mundo). Sin restar gravedad a tales riesgos, pienso que lo característico de nuestras democracias es que, no habiendo desaparecido completamente esa doble amenaza de aceleración irreflexiva y regresión, ya no vivimos exclusivamente en ese eje lineal sino en un entorno más caótico y que nos obliga a diagnosticar las nuevas situaciones sin las categorías que nos han servido hasta ahora para entenderlas. El terrorismo, los extremismos políticos, las migraciones masivas, el acceso al poder de personajes siniestros, nuevas guerras y conflictos se interpretan con frecuencia o como algo completamente nuevo o como la reedición de algo que ya sucedió en el pasado. Abundan las advertencias acerca de cómo se gestó en el pasado una crisis supuestamente similar (el precedente más socorrido es la República de Weimar) o la descalificación del adversario como “comunista” o “fascista”, dando a entender que sabemos perfectamente lo que significan hoy estos términos o que quienes así se presentan sabrían definirse a sí mismos más allá de una genérica inscripción en un grupo ideológico cuya actualización apenas son capaces de realizar. En ambos casos el análisis carece de la necesaria conciencia histórica que, si algo nos enseña, es que las novedades son tan escasas como las repeticiones. Llamamos “condición humana” precisamente a aquel fondo que limita nuestro repertorio de aciertos y errores; si entendemos la historia como un escenario en el que surgen cosas nuevas y nuestra respuesta a ellas puede ser original y creativa es porque no estamos predeterminados para hacerlo tan bien o tan mal como lo hicimos en el pasado. Que la historia sea imprevisible puede resultar inquietante, pero sin esa dimensión de ignorancia y sorpresa nuestra libertad sería un espejismo.
No pensaremos bien el mundo si seguimos haciéndolo a partir de una concepción lineal de la historia. Hay muchas dimensiones de la realidad que no se explican con esta metáfora de un movimiento que unos quisieran proseguir y otros frenar o desandar. El espacio político no es lineal, plano, sino superpuesto y caótico; las ideologías —o lo que quede de ellas— tienen menos coherencia de la que presumen, en consonancia con unas sociedades más complejas, singularizadas y contradictorias. Las etiquetas que se exhiben o con las que se denigra a otros no responden a construcciones ideológicas sino a instintos de posicionamiento y combate.
La democracia actual se comprende mejor desde la idea de estancamiento que como la lucha entre el avance y la regresión. La misma idea de crisis de la democracia —entendida como el preámbulo de su posible desaparición— no explica lo que realmente nos pasa, que es una suerte de afianzamiento mediocre. Lo peor de esos discursos acerca de la crisis de la democracia es que dan a entender que la democracia es un asunto del pasado, de mantener un supuesto pasado glorioso, y no del futuro. Las democracias son más estables de lo que dan a entender quienes advierten reiteradamente de su fragilidad pero menos capaces de realizar las transformaciones exigidas por las crisis a las que se enfrentan.
Si los modernos pensaron la democracia sobre un fondo de movilidad histórica, nosotros tenemos que diagnosticar sus males desenmascarando la falsa movilidad: del progreso ha muerto el finalismo y ha sobrevivido la dinámica. La incapacidad de cambio se transforma en agitación superficial. Hace tiempo Fredric Jameson advirtió que se había disuelto la antinomia cambio-estancamiento en favor de un pseudomovimiento generalizado, una aceleración improductiva. Hay en nuestras prácticas políticas una mezcla fatal de negación de los problemas, postergación de las soluciones, persistencia de las rutinas, vetos mutuos y cortoplacismo que termina reduciendo al mínimo su capacidad transformadora. El hipercalentamiento permanente de los debates no se traduce en transformación real de las sociedades sino que enmascara la incapacidad de llevarla a cabo. La energía se agota en ocurrencias retóricas y la tensión hacia los objetivos deseables se sustituye por el rechazo de las pretensiones del adversario. En este contexto es donde habría que situar a mi juicio el recurso a impugnar los pactos del adversario. Tengo mi opinión sobre qué pactos son mejores que otros y bajo qué condiciones deberían suscribirse, pero no estoy hablando aquí de mis preferencias sino de la lógica oportunista desde la que se niega legitimidad a un pacto con Vox o con EH Bildu. Quienes nos advierten del peligro de que gobiernen los extremistas tendrían mayor credibilidad si se mostraran dispuestos a sacrificar sus ventajas electorales e impidieran realmente el acceso al gobierno de quienes consideran extremistas. El discurso del miedo al otro extremo es el grado cero de la política, un recurso exagerado y poco creíble cuando se nos exige que creamos, al mismo tiempo, la gravedad de la amenaza y la imposibilidad de hacer algo para impedirlo.
El resultado final de toda esta turbulencia es la consolidación de un sistema político en el que hay más rechazo que elección, más descarte que preferencia. Más que palancas, iniciativas o puntos de Arquímedes, la física social está llena de vetos, bloqueos, inflexibilidad, impedimentos y rigideces. No sabemos qué hacer con la agregación de los rechazos. Esto lo entienden muy bien los líderes políticos, que prefieren acomodarse a la situación y meter miedo en vez de generar esperanza. No es extraño que una confrontación tan elemental acabe por enquistar los problemas y prefiera que el adversario desespere a implicarlo en su solución. Este es el horizonte que nos espera en asuntos como la cuestión territorial, la reforma constitucional, la monarquía o el poder judicial: que en estos y otros asuntos de similar gravedad muy probablemente se imponga un insatisfactorio statu quo sobre una transformación deseable pero sin los apoyos que requeriría.
A las fuerzas políticas no deberíamos pedirles que se presenten con identificaciones ideológicas enfáticas —que generalmente se traducen en alguna simple contraposición, como antifascistas o como defensores de una realidad nacional amenazada— sino qué razonable esperanza pueden alimentar. Eso de que a uno le definen sus enemigos es la retórica del minimalismo político, un viejo truco para presentarse como lo contrario de lo peor, dado que uno no es capaz de ser identificado como mejor. La supuesta maldad de los adversarios no nos convierte inevitablemente en buenos. La tarea ciudadana de controlar al poder no se ejerce hoy afianzando el eje de confrontación elemental sino preguntándose por la capacidad que los agentes políticos tienen de realizar las transformaciones sociales necesarias, la mayor parte de las cuales son imposibles desde la lógica que nos ha traído hasta aquí.