El País, 15/08/2022 (enlace)
En las últimas décadas ha cambiado nuestra relación con el cuerpo, su significado social y político. Muchas de las cosas que están pasando en la sociedad contemporánea solo se entienden si prestamos atención a nuestra dimensión corporal: el lugar que ocupa el cuerpo en algunas militancias contemporáneas (especialmente la feminista y ecologista), la denuncia de violencias sexuales o el deseo de transformar el propio cuerpo de manera que corresponda a la idea que se tiene de él. Todo esto habla de la creciente importancia del cuerpo en el modo como nos relacionamos con nosotros mismos como sujetos y en la vida social. ¿Qué tipo de libertad nos estamos jugando aquí?
Tras un largo periodo de olvido, menosprecio o fatalismo, el cuerpo ha ido adquiriendo una significación cada vez mayor en nuestra identidad e incluso en nuestra condición democrática. La multiplicación de las pantallas en la sociedad digital, aumentada por el confinamiento, parecía presagiar una irrelevancia de la corporalidad. Y lo que ha ocurrido es que el encierro ha intensificado el deseo de interacciones sensibles. La epidemia ha supuesto una experiencia corporal sincrónica; simultáneamente se producía un aislamiento del cuerpo, la prueba de la enfermedad y la desaparición del vínculo sensible con los otros. El cuerpo dejaba de ser algo que funcionaba inadvertidamente y se convertía en una experiencia insólita de fragilidad y dependencia. También el cambio climático ha confirmado nuestra realidad material y las altas temperaturas nos recuerdan esa gravedad corporal de la que no solemos ser conscientes con temperaturas más benévolas.
Se puede analizar este nuevo paisaje desde las tres figuras propuestas por Anne Dujin: el cuerpo comprometido, el cuerpo abusado y el cuerpo elegido. La primera de ellas pone de manifiesto que la promesa de autodeterminación característica de las sociedades democráticas pasa ahora por el cuerpo, un cuerpo del que cada cual dispone libremente. Este cuerpo comprometido se traduce en un nuevo tipo de militancia vinculada con el cuerpo y sus expresiones, especialmente en las mujeres: desde la naturalización de la regla, la menopausia y la lactancia, eso que se ha podido llamar “el giro genital del feminismo” (Camille Froidevaux-Metterie), hasta el compromiso ecologista o vegano que busca una nueva relación con lo viviente y el entorno natural; han proliferado demostraciones en las que el mismo cuerpo se convierte en ámbito de expresión, como el movimiento Femen; se reivindica la diversidad de los cuerpos, como en la reciente campaña veraniega del Ministerio de Igualdad; buena parte de la acción política es hoy una actuación sobre sí mismo, un cuerpo que se alimenta y viste de manera ética, que quiere habitar en entornos saludables, respetando la naturaleza viva.
Es como si la posibilidad de emancipar a los individuos se realizara más a través del cuerpo que por las instituciones justas. Los análisis menos positivos de esta nueva militancia advierten de que podríamos estar ante un individualismo que se afirma contra las instituciones, como si Narciso hubiera roto con la polis (Georges Vigarello), pero también podemos interpretarla como una reapropiación de las instituciones a partir de los cuerpos. Además, no se trataría propiamente de un retorno a lo individual sino de la configuración de colectivos distintos de las viejas clases sociales.
La segunda figura de esta nueva conciencia se ha ido fraguando en torno al cuerpo abusado. Ha subido el umbral de sensibilidad en relación con las formas de apropiación física y la exigencia de consentimiento. Asistimos a un profundo cambio de sensibilidad sobre estas cuestiones, como si las fronteras de lo inaceptable se hubieran desplazado. Destaca en este sentido la gran significación histórica que ha supuesto el movimiento MeToo, la visibilización de los episodios de pederastia y abuso, hasta el actual rechazo a los pinchazos a las mujeres en lugares de ocio. Este cambio de mentalidad se expresa en otros fenómenos análogos: en la escuela se prohíbe toda sanción física; en los hospitales se vigila que no haya “violencia obstrética” en el nacimiento; se consideran irrespetuosos los chistes acerca de propiedades del cuerpo ridiculizables; lo que antes era considerado un defecto o una minusvalía se toma ahora como una diferencia o peculiaridad; el lenguaje se convierte en un espacio de respeto pero también de neologismos y eufemismos. Hay además una menor disposición a sacrificar el cuerpo propio por una instancia supuestamente superior; así se puede interpretar la supresión del servicio militar, es decir, de la idea de morir por la patria, del mismo modo que tampoco la exigencia de engendrar por la patria parece movilizar a la procreación ni siquiera para hacer frente a la crisis demográfica. La misma revuelta contra las vacunas expresa una resistencia frente a la introducción de algo en nuestro cuerpo, aunque sea en nombre de la salud pública y en medio de una terrible pandemia. Sin entrar ahora a juzgar la racionalidad de cada uno de estos fenómenos, lo que tienen en común es una resistencia frente a cualquier toma de posesión física por parte de un tercero.
La tercera figura es la del cuerpo elegido, disponible, modulable, y el correspondiente rechazo al cuerpo como destino. El cuerpo deja de entenderse como un cuerpo recibido y pasa a concebirse como un cuerpo que si no está a disposición de otros es porque está a disposición propia. La reivindicación de una fluidez en las identidades sexuales y de género es la manifestación más visible de esta evolución; se rechaza toda asignación de un destino particular en razón de unos rasgos corporales, sea el sexo biológico (la mujer no está obligada a engendrar por el hecho de que tenga un útero) o una apariencia sexuada (la heterosexualidad no puede darse por sentada); hablamos de las nuevas masculinidades y de diversos feminismos; los debates en torno al comienzo y al final de la vida revelan que tenemos una idea de la vida biológica como proyecto y no como destino; pensemos en la resistencia a que el nacimiento como hombre o mujer sea inmodificable, pero también a que pueda “reeducarse” a un homosexual; que una mujer esté embarazada no quiere decir necesariamente que deba engendrar; en virtud de las leyes de eutanasia la muerte ha dejado de ser algo sobre lo que no se puede decidir; las parejas infértiles disponen de tecnologías de fecundación o pueden optar por la gestación subrogada (aunque en este caso la realidad de un vientre de alquiler es una forma cuestionable de disponer del cuerpo de otra mujer); asistimos a una verdadera explosión de las posibilidades de intervención en el propio cuerpo gracias a la cirugía estética, las prótesis, los cuerpos tuneados y tatuados.
Todo este incremento de libertad en relación con el propio cuerpo no deja de plantear paradojas y dimensiones inquietantes. De entrada, constatemos la sorpresa de que se recurra tanto a lo artificial justo en un momento histórico en el que hay más referencias a la naturaleza en nuestras prácticas corporales. Reivindicamos el cuerpo que tenemos y nos hacemos vulnerables a la presión por tener el que otros desean. Se da además la circunstancia de que, si el cuerpo es modulable, cualquier “imperfección” es “culpable”, puede ser vivida como algo que se debía haber corregido y que exige una explicación de por qué no se hizo. Pensemos en el caso de la eugenesia o los trastornos en la percepción de la imagen corporal propia que tienen consecuencias dramáticas en la anorexia o la bulimia. Si el cuerpo es disponible ¿qué significado tiene la peculiaridad que no se ajusta a la “normalidad” y desde qué instancia se define el cuerpo adecuado? Una cierta aceptación de nuestra naturalidad corporal puede ser más emancipadora que el sometimiento a una idea de perfección física que no se sabe quién ha decretado.
El cuerpo en una democracia es un nuevo campo de batalla que nos proporciona la ocasión de volver a pensar conceptos políticos tan importantes como la libertad, el poder o la representación. Buena parte de las disputas políticas son ya —y lo serán aún más en el futuro— acerca de los derechos y las obligaciones resultantes de nuestra condición corporal.