El Correo / Diario Vasco, 28/01/2019 (enlace) (enlace)
¿Tienen algo que ver fenómenos tan dispares como el rápido envejecimiento de Podemos (y unas luchas intestinas que mejoran las clásicas de los viejos partidos), la fulgurante y breve carrera política de Beitia hacia la presidencia de Cantabria o la reaparición de personajes del pasado en los entornos de la derecha? Su buscamos un hilo conductor a todo ello podríamos hablar de la abreviación general del tiempo político, que lanza al estrellato a sus personajes, los tritura sin piedad y permite que muchos de ellos vuelvan a aparecer en escena, aunque sea en modo vintage. Y el público asiste perplejo a esta representación ilusionista y macabra, en el que las figuras giran en su vacuidad, mientras nos dejamos ilusionar por lo que emerge para pasar enseguida a asustarnos por lo que vuelve en el nuevo desfile de las provocaciones.
Todo esto no ocurriría si no fuera porque el tiempo, muy especialmente el tiempo político, se ha acelerado vertiginosamente. Vivimos en lo que Paul Valéry llamaba un “régimen de sustituciones rápidas”. Esta abreviación del presente se pone de manifiesto a la escasa duración de casi todo, también de los elementos de la política, volcada en el corto plazo y donde rige la lógica de la moda. La revolución y la planificación han sido sustituidas por la agitación y la improvisación. Qué poco duran las promesas, qué frágiles son las alianzas, el apoyo popular, las esperanzas colectivas e incluso la ira, que se aplaca antes de que se hayan solucionado los problemas que la causaban. En el carrusel político las cosas “irrumpen”, pero también se desgastan rápidamente y desaparecen de la escena. Los tiempos de la decepción —lo que tarda el nuevo gobierno en defraudar nuestras expectativas o los carismas en desilusionar, los proyectos en desgastarse, la competencia en debilitarse— parecen haberse acortado dramáticamente. En muy poco tiempo puede un líder pasar de generar una gran ilusión a convertirse en el objeto de la indignación social.
Llevo tiempo defendiendo que la política se ha impregnado de las categorías y la lógica de la moda, como puede comprobarse en el hecho de que el calificativo de nuevo o viejo se haya convertido en el argumento político fundamental. En unas épocas se trataba del combate enfático entre revolucionarios e integristas, luego suavizado con el que libraban progresistas y conservadores, después vino el suave desprecio que se procesaban los modernos y los clásicos, ahora transformado, de manera genérica, entre lo viejo y lo nuevo o, todavía mas banal, entre lo viejuno y lo progre. Como sabe cualquiera que haya pensado sobre la moda, su lógica elemental es la abreviación del plazo de tiempo en el que algo es novedoso y la reposición de lo viejo, que vuelve una y otra vez. El gran valor político es hoy una novedad entendida como virginidad; la inexperiencia cotiza al alza porque presuponemos que tener algún tipo de presente y pasado valioso en un negocio fundamentalmente sucio como la política no es posible.
Ahora bien, este culto a la novedad tiene su lógica contrapartida, que consiste en que siempre se ofrece una nueva oportunidad al pasado. Si en el mundo de la moda no podemos dar nada por definitivamente desaparecido, también en la política sucede que vuelven personajes, ideas e incluso alguna que otra antigüedad. Volvió Aznar en el congreso del PP, de la ultratumba salió una entrevista de Alfonso Guerra que reñía a todos como un viejo abuelo y la épica del catalanismo gira ahora en torno a la figura de Companys. Los nuevos cometen errores que creíamos patrimonio de los viejos y no es imposible que algunos entre los viejos consigan renovarse. De la mano de Vox pueden venir el imaginario de la Reconquista y el machismo resentido. Pueden volver incluso discursos y actitudes que considerábamos superadas, cuestionando el esquema de progreso histórico como cadena de conquistas según el cual el avance debería ser irreversible. Algunas de las cosas que pasan en la política no nos sorprenderían tanto si hubiéramos entendido esta volatilidad de los tiempos acelerados.
Me atrevo a lanzar una hipótesis contra el signo de los tiempos. Puede que en estos momentos de trepidación la serenidad política se convierta en un valor escaso y empecemos a preciar un tipo de liderazgo que resista esta espiral generando más confianza que ilusión, que comunique más e impacte menos, sobrio en materia de promesas y tal vez por ello menos vulnerable a la caducidad y la decepción.