La Vanguardia, 14/04/2018 (enlace)
El debate acerca de las pensiones está más centrado en las actuales pensiones que en las futuras. No pongo en duda que los pensionistas merezcan un mejor tratamiento; simplemente quisiera completar el cuadro indicando que nuestras obligaciones de justicia tienen que hacer un hueco a los derechos de las generaciones futuras, que hemos de prestar tanta atención a los deberes de sostenibilidad como a las urgencias del presente y que, por desgracia, las realidades demográficas impulsan a que atengamos preferentemente los intereses de quienes más pueden presionar.
Las democracias tienen un sesgo sistemático en favor del presente y menosprecian el futuro, es decir, tienden a poner los intereses de los electores actuales por encima de los electores futuros, les importan más las siguientes elecciones que las siguientes generaciones. Al privilegiar a los actuales votantes las instituciones democráticas establecen una injusta asimetría electoral: los ciudadanos actuales tienen un derecho a votar del que no disfrutan los ciudadanos futuros. Las generaciones futuras no tienen ni voz ni voto; carecen de poder en relación con una política en la que únicamente están representados los actuales votantes y sus intereses. El hecho de que los políticos actuales no rindan cuentas ante los futuros ciudadanos afecta decisivamente a los incentivos que tienen a la hora de tomar decisiones.
Desde un punto de vista cultural, en la lógica del consumo, en relación con el medio ambiente, pero también a través de nuestras prácticas democráticas llevamos a cabo un imperialismo que ya no es espacial sino temporal, del tiempo presente, que lo coloniza todo. Hay una colonización del futuro que consiste en vivir a costa de él.
Uno de los motivos de esta reducción del horizonte de atención tiene su origen en el hecho de que los periodos electorales estructuran la medida temporal de la democracia representativa. Las reglas que confieren poder a los gobiernos lo hacen por un periodo determinado, de manera que cada cuatro años, por lo general, una contienda democrática decide quién pierde y quién gana. Este ritmo elemental determina la tendencia de las estrategias políticas a concentrarse en el objetivo de no perder el poder o de ganarlo. En la confrontación democrática se compite únicamente por la aprobación de aquellos que votan aquí y ahora, no de aquellos que puedan hacerlo en el futuro. Esto es algo que limita el espacio de juego de la política, en la medida en que obliga a un tratamiento de los problemas según el plazo temporal de las legislaturas. Todos los problemas que no se adapten a esas condiciones son tratados de manera dilatoria o afrontados cuando no queda otro remedio.
Esta actitud restringe el alcance del interés general al interés electoral y simplifica la soberanía política reduciéndola a la soberanía de los electores. El interés general no es solamente la voluntad concreta de los electores sino también una realidad inter-temporal, lo único que puede justificar proyectos a largo plazo, inversiones o acuerdos estructurales, los grandes proyectos en materias como la educación, las infraestructuras, el sistema de pensiones, la política energética, la reforma de las administraciones, etcétera. Para atender a estos y otros asuntos similares se requiere otra configuración de la voluntad política y en otro registro temporal que complemente el ritmo electoral.
La fijación en el presente nos plantea una serie de preguntas incómodas: ¿quiénes tienen más derechos, nosotros o nuestros hijos? ¿Es justo formular una “preferencia temporal por los actualmente vivos”? ¿No sería esto una versión temporal del privilegio que algunos quieren realizar en el espacio, una especie de colonialismo temporal? En ambos casos se establece una complicidad del nosotros a costa de un tercero: si en el exclusivismo de los espacios era el de fuera, en el imperialismo temporal es el después quien corre con los gastos de nuestras preferencias. Y esto es precisamente lo que ocurre cuando el horizonte temporal se estrecha: que tiende a configurarse una especie de coalición de los vivos que constituye una verdadera dominación de la generación actual sobre las futuras. Se ha invertido aquel asombro del que hablaba Kant cuando observaba lo curioso que era que las generaciones anteriores hubieran trabajado penosamente por las ulteriores. Hoy parece más bien lo contrario: que con nuestra absolutización del tiempo presente hacemos que las generaciones futuras trabajen involuntariamente a nuestro favor.
Hay una especie de impunidad en el ámbito temporal del futuro, un consumo irresponsable del tiempo o expropiación del futuro de otros. Somos okupas del futuro. Cuanto más vivimos para nuestro propio presente, menos en condiciones estaremos de comprender y respetar los ahoras de los otros. Cuando los contextos de acción se extienden en el espacio hasta afectar a personas de la otra punta del mundo y en el tiempo condicionando el futuro de otros cercanos y distantes, entonces hay muchos conceptos y prácticas que requieren una profunda revisión. Este entrelazamiento, espacial pero también temporal, debe ser tomado en consideración reflexivamente, lo que significa hacer transparente los condicionamientos implícitos y convertirlos en objeto de procesos democráticos. Una de las exigencias éticas y políticas fundamentales consiste precisamente en ampliar el horizonte temporal. Dicho sumariamente: dejar de considerar al futuro como el basurero del presente.
Con esto no relativizo el deber de justicia que tenemos en relación con los actuales pensionistas sino que trato de ampliar la perspectiva. La justicia, en una sociedad en la que van a convivir más generaciones que nunca, tiene que ser ampliada y entendida como un contrato entre las generaciones, entre jóvenes y mayores, entre niños y pensionistas, que incluya también a los que todavía no existen pero tienen derecho a recibir de nosotros un mundo sostenible en todas sus dimensiones.