El Correo / Diario Vasco, 22/01/2017 (enlace)
Uno de los contrastes que estaba en juego en las recientes elecciones americanas era el que distingue al capitalismo industrial clásico del nuevo capitalismo digital, el de las grandes ciudades industriales del interior frente al capitalismo financiero o creativo de Silicon Valley y Wall Street. La evolución del capitalismo ha convertido en algo casi obsoleto lo que podríamos llamar economía real, el trabajo del sistema industrial y la manufactura, sustituidos por el de los “analistas de símbolos” (Robert Reich), cuyo interés consiste en conectarse a las comunidades de éxito, al mercado internacional del dinero que circula rápidamente, al glamour, la moda y la cultura pop, las élites prósperas y móviles que viven en las ciudades donde se goza pero nadie puede sentar raíces, educar a sus hijos, vivir y morir. Ha surgido en los últimos años toda una economía virtual e inmaterial, un capitalismo de accionistas y especuladores, sin verdaderos propietarios, que contrasta con esa idea del primer capitalismo de que la condición salarial no era más que un estadio temporal antes de que cada uno pudiera acceder a la condición de propietario de los medios de producción.
Para buena parte de la ciudadanía las políticas de desregulación, globalización y deslocalización del empleo industrial, los desequilibrios territoriales y la economía de la innovación son vistos como una verdadera amenaza que parece no beneficiar más que a un pequeño grupo de diplomados de las mejores universidades. Vivimos en un sistema económico y político que favorece la concentración de las riquezas y el poder, sin que beneficie al conjunto de la población. Pero antes incluso que una cuestión de justicia, hay también un problema de comprensión; tras las protestas frente al nuevo capitalismo hay tanto una indignación moral como una irritación ocasionada por la perplejidad.
Esta evolución reciente del capitalismo forma parte de esa creciente virtualización del mundo que mucha gente no termina de entender. Se trata de un modelo económico que refuerza el poder de los dirigentes o del capital, mientras disminuye el valor del trabajo humano. Al igual que la producción en masa había desconectado al obrero de los talentos que eran antes necesarios para los artesanos, el marketing de masa desconecta ahora a los trabajadores de sus clientes. Tal vez el ejemplo más elocuente de esta desconexión lo encontremos en el oficio de banquero, despersonalizado y regido por fuerzas impersonales que operan a distancia del lugar de trabajo (los resultados o balances que se exigen desde la central). Puede ser ilustrativo recordar a este respecto que en los Estados Unidos del siglo XIX estaba prohibido abrir una sucursal en una localidad diferente del lugar de origen de la casa central del banco. Para evaluar la fiabilidad de cualquier operación de préstamo e inversión, los banqueros tenían que ser capaces de mantener una relación directa de los prestatarios, capacidad fundada sobre la experiencia práctica de la comunidad. Hoy este conocimiento práctico del cliente ha sido remplazado por los modelos algorítmicos y el consejero bancario por la burocracia.
Esta intermediación y lejanía se verifica en otros muchos ámbitos en los que se está llevando a cabo una desmaterialización del mundo del trabajo. Lo está planteando de un modo muy interesante el filosofo americano Matthew Crawford, que reivindica, frente al capitalismo de casino y la economía especulativa, el mundo industrial e incluso artesanal, como prueba el hecho de que se defina a sí mismo como un filosofo y reparador de motos. Es algo que ya había sido apuntado por Richard Sennet en su reflexión sobre la artesanía y que forma parte del imaginario popular de la sociedad americana, tal como es presentado, por ejemplo, en esos programas de la televisión americana que ensalzan el bricolaje, la solidaridad vecinal y la lucha por la supervivencia en medio de una naturaleza hostil.
Es cierto que hay en todo ello mucha nostalgia y una visión romántica del viejo mundo industrial, una consideración demasiado negativa de la globalización y una incapacidad de entender la transformación de la economía del conocimiento, que no necesariamente equivale a la especulación financiera. Por otro lado, es un verdadero sarcasmo que quien se presenta para resolver estas tensiones sea un personaje como Trump, que no procede precisamente del mundo de las ONGs y los movimientos antiglobalización.
Uno de los dilemas a los que tenemos que enfrentarnos es interpretar adecuadamente ciertas resistencias ante la globalización, que no son siempre irracionales. La coincidencia entre parte de la izquierda y de la derecha en la oposición al TTIP debería hacer pensar a unos y otros. El repliegue del American first o La France d’abord es una respuesta inadecuada frente a un problema real, el del desacoplamiento entre los mercados y las sociedades. Conocemos los enormes costes que ha tenido en la historia el cierre de los espacios abiertos, pero también sabemos que se paga muy cara la desatención hacia las señales emitidas por la gente, por muy estúpidas e incoherentes que puedan ser; expresan un deseo de protección que tienen derecho a obtener aunque sea en condiciones muy distintas a los compromisos alcanzados por el viejo estado nacional del bienestar. Mientras no se consiga esto, habrá resistencias a la configuración de espacios abiertos para el comercio y para la libre circulación de personas, unas resistencias en las que se mezclan siempre aspiraciones razonables y reacciones torpes, pero que no son nunca temores del todo infundados.