El País, 03/12/2015
El deseo de transformación de la política está en buena medida relacionado con la renovación de nuestros dirigentes y, de algún modo, también con su rejuvenecimiento. Ahora bien, ¿significa esto que lo nuevo es necesariamente mejor que lo viejo, los jóvenes más renovadores que los adultos y más de fiar quien no tiene experiencia política que los de larga trayectoria?
Tengo la impresión de que lo nuevo está sobrevalorado en la política actual. Será que la duración de la crisis incrementa nuestro desafecto hacia lo ya conocido y a preferir cualquier cosa con tal de que sea desconocida, o que la lógica de la moda —que hace caducar a las cosas y nos incita a sobrevalorar lo nuevo— se ha extendido invasoramente hacia todos los campos, el de la política incluído, lo cierto es que también la política se ha convertido en un carrusel en el que el valor principal es la novedad y la peor condena consiste en ser percibido como antiguo. El calificativo de nuevo o viejo se ha convertido en el argumento político fundamental. En unas épocas se trataba del combate enfático entre revolucionarios e integristas, luego suavizado con el que libraban progresistas y conservadores, después vino el suave desprecio que se procesaban los modernos y los clásicos, ahora transformado, de manera genérica y un tanto banal, entre lo viejo y lo nuevo.
Este es el contexto en el que irrumpen las llamadas fuerzas emergentes, cuyo principal valor es su virginidad política. Decía el sociólogo Durkheim que cuando la gente se marea porque ve sangre no hay que pensar en qué propiedades tendrá la sangre para producir esos efectos, sino qué le pasa a la gente que se marea. Tampoco nosotros deberíamos dirigir la mirada a lo que parece resultar tan seductor, sino a quienes se dejan seducir por algo cuyo valor es la carencia de pasado, su escasez de programa y sus discursos genéricos. Algo nos está pasando —y el mediocre comportamiento de los partidos tradicionales no es ajeno a ello— para que haya tanta gente dispuesta a acudir a una cita a ciegas.
Quien tenga un mínima memoria histórica recordará cómo, especialmente en una sociedad tan vertiginosa como la nuestra, lo de hacerse el moderno termina pronto —cada vez más pronto— convirtiéndose en algo antiguo y lo que parecía viejo resiste o reaparece. Pero también hemos visto infinidad de veces que los renovadores cometen viejos errores, a veces con mayor obstinación porque se creían a salvo de ellos. A cualquiera que recuerde la historia política reciente y pase la lista de los renovadores, rupturistas, vanguardias y modernos de diverso pelaje no le costará demasiado reconocer que, junto a valiosas aportaciones, han reeditado algunas viejas miserias. A todo lo que se presenta como nuevo y se hace valer como tal le asalta la amenaza de envejecer; no hay novedad que no pueda anquilosarse.
Pero es que además la lógica de la moda tiene un funcionamiento muy particular. De entrada, es un ámbito que presenta constantemente cosas nuevas a cambio de acelerar la caducidad de otras. Se han acelerado los tiempos políticos, es decir, lo que tarda un carisma en desvanecerse, una promesa en dejar de cumplirse, un gobierno en decepcionar. Si pasamos revista a las ofertas electorales de los últimos años, nos llevaremos la sorpresa de que están a punto de desaparecer quienes hace pocos años se presentaban como la vanguardia más prometedora. Y es posible que los actuales emergentes no tarden mucho en desinflarse. El tiempo trata mal a quienes se presentan únicamente como nuevos y por eso es razonable mantener una paleta más amplia de valores, ya que el elector no solamente aprecia la novedad, sino también la experiencia o la fiabilidad. Hay gente que considera el anquilosamiento como el peor de los males, pero también los hay que le tienen más miedo a la incompetencia.
La lógica de la moda envejece las cosas que eran nuevas y repone lo envejecido. Por eso se habla de que vuelven los setenta o los ochenta y por eso puede uno conservar aquellas prendas que ya no se llevan pero que no tardarán mucho en regresar. De ahí que quienes aparecen como viejos en el mercado electoral, si no pierden la calma y aciertan a renovarse, podrían tener una segunda oportunidad. ¿Quién nos iba a decir hace unos pocos años que Raphael protagonizaría una película a estas alturas? ¿Acaso es más difícil imaginar un futuro en el que la vieja socialdemocracia vuelva a tener un protagonismo?
La operación de ordenar el mundo trasladando unas cosas al cajón de lo viejo y exhibiendo a otras en el escaparate de lo nuevo lleva consigo el peligro de que el curso posterior de la historia le quite a uno la razón. Esto no debería retraernos de aventurar alguna hipótesis acerca de cómo van a evolucionar las cosas. Pero nos obliga a ser cautos antes de enterrar definitivamente lo que parece debilitado o anunciar la llegada de algo que podría terminar pasando de largo o convirtiéndose en un episodio pasajero. ¿Quién sabe, tratándose de fenómenos sociales y políticos, si estamos en un funeral o en un bautizo, es decir, ante un ciclo, una tendencia, una reposición o un giro de la historia? Del mismo modo que no hubo una decisión en virtud de la cual nuestros antepasados acordaron en un momento determinado abandonar la edad de piedra y adentrarse en la de hierro, como tampoco estaban en condiciones de reconocer ese cambio de época, la tarea de enterradores y comadronas de la historia no corresponde nunca a los contemporáneos sino a los historiadores futuros. En el mundo de la política todo es, como decía Raimond Aron de las ideologías, “anticipaciones que esperan el juicio del tiempo". Serán otros los que, en el futuro, tendrán una mejor perspectiva para establecer qué fue lo nuevo y lo viejo en una época histórica anterior.
Hemos de determinar qué es lo nuevo y lo viejo —en relación con los sujetos que hacen la política— en la era de las redes, con sociedades activas, responsabilidades globales y problemas más complejos. ¿Cómo repartimos nuevamente el juego entre la gente, los expertos, los partidos, el pueblo y los movimientos sociales? La intensidad de nuestros debates políticos obedece, en última instancia, a que vivimos en un momento en el que se está procediendo a una redistribución de la autoridad política, entre los niveles de gobierno, con pretensiones de competencia diferentes, representaciones contestadas e identificaciones difíciles de ordenar. No tiene nada de extraño que esta redistribución produzca una especial perplejidad y desorientación, ni que se realice en medio de intensas discusiones.
Hagamos nuestros juicios y nuestras apuestas, pero sabiendo que el futuro puede darnos la razón o desmentirnos rotundamente. Entonces veremos cuánto hay de nuevo en lo viejo y de antiguo en lo moderno, qué hay de oportunismo y de oportunidad en lo que irrumpe en el presente, cómo resiste lo establecido y hasta qué punto es capaz de adaptarse a las nuevas circunstancias.