El Correo/El Diario Vasco, 01/02/2015
Una de las razones por las cuales la democracia promueve inevitablemente la decepción tiene que ver con el mismo juego de la competición política. Años de aprendizaje colectivo nos han llevado a instalar procedimientos para controlar al poder y esos mismos mecanismos de control tienden a transmitir una desconfianza excesiva y una visión fundamentalmente negativa de la política; la democracia es un sistema político que posibilita la alternancia y que por eso mismo promueve la crítica, es decir, favorece un discurso político habitualmente caracterizado por la negatividad. Por supuesto que nuestros sistemas políticos no están cumpliendo las expectativas que podemos dirigirles razonablemente, pero existe también una percepción demasiado negativa de la política que bien podría explicarse por ese "juego de acusaciones" en que se han convertido nuestras democracias. La competición política, esencial en una democracia, se desarrolla en medio de discursos de tono fundamentalmente negativo: de críticas, inculpaciones, quejas, disgustos, acusaciones... No podría ser de otra manera si queremos que la democracia siga siendo un combate abierto y donde la crítica esté especialmente protegida, pero los menos avisados podrían obtener de todo ello una percepción equivocada
Gobernar es una actividad que se desarrolla en entornos de baja confianza y alta crítica, en donde el éxito suele ser escasamente reconoc¡do, mientras que el fracaso es amplificado por un gran número de actores que tienen algo que ganar adoptando una actitud cínica. Las tensiones internas del sistema democrático tienden a crear un un mundo de quejas y acusaciones, en el que se transmite la impresión de que el gobierno falla siempre y los políticos no son gente de fiar. En este contexto parece inevitable la tendencia a percibir todas las cuestiones políticas en términos de conflicto y oportunismo. Si a esto le añadimos que los problemas son especialmente complejos y muy limitada nuestra capacidad colectiva de intervenir en ellos, el resultado es algo que no puede ser sino fuente de continua decepción y frustración. Todo este juego es beneficioso para la vida democrática, potencialmente dañino si se lleva por delante otros mecanismos que deben intervenir en él, como la cooperación o la confianza, y en cualquier caso engañoso acerca de la verdadera naturaleza de la política. Con esto no quiero decir que la política no deba ser criticada, todo lo contrario, sino que cierto estilo de hacerlo magnifica sus fracasos y transmite una imagen demasiado negativa de ella.
Como es bien sabido, el combate democrático se desarrolla cada vez más en el espacio de los medios de comunicación, que contribuyen tanto a hacerlo posible como a exagerar alguno de sus defectos. Los medios de comunicación, en un momento en el que la ciudadanía tiene necesidad de información para hacerse una idea de lo que pasa y tomar las decisiones apropiadas, están distorsionando la visión de lo político de un modo que genera cinismo y desesperación. Los medios alimentan el desencanto y la desconfianza en la medida en que enfatizan las crisis y conflictos en vez de explicar la normalidad democrática. La gente se sorprendería de saber, por ejemplo, que la mayor parte de las votaciones en nuestros parlamentos se deciden por unanimidad o que la relación habitual entre los representantes es de confianza y cordialidad, salvo cuando ha de escenificarse un momento de confrontación a la vista del público. Al mismo tiempo, es frecuente que concedan más atención a los detalles triviales de las personas que a los asuntos políticos centrales y que estos no sean expuestos en su complejidad. Tiene más morbo el escándalo de las remuneraciones de los directivos que explicar la irresponsable gestión que condujo al rescate de ciertas instituciones financieras. Esta preferencia por lo sensacional se explica por el hecho de que la política es generalmente un tema aburrido, lo que plantea un desafío a los medios a la hora de hacerla interesante para la gente sin trivializarla.
Además de su función observadora y crítica, tan necesaria, los medios amplifican el desacuerdo y los escándalos, simplifican los asuntos en clave de confrontación, personificando hasta la caricatura responsabilidades complejas o cediendo al encanto de las teorías de la conspiración... mientras se presentan a sí mismos, conscientemente o no, como luchadores heróicos que protegen al público desamparado frente a los malvados políticos. Todo esto tiñe a la política con un alto grado de negativismo. ¿Nos sigue extrañando que la gente odie la política si su opinión sólo se nutre de tales informaciones?
El escenario político está descrito por distinciones binarias —héroes y villanos, triunfos y desastres, inocentes y culpables, dominadores y dominados—, justo en un momento en el que hay muchas zonas grises y otras opciones acerca de las cuales apenas hay debate. Las organizaciones de la protesta, tan esenciales como son para el buen funcionamiento de la democracia, en la medida en la que se apoyan en los medios de comunicación tienden a ofrecer una idea demasiado simplista de las cuestiones políticas. Las prioridades de la mobilización exigen mensajes simples para las cuestiones complejas. La política es necesaria precisamente cuando los conflictos no establecen frentes nítidos y las soluciones no son obvias.
No nos haríamos una idea de lo que está pasando en este momento tan convulso de la política si no prestáramos atención al papel de los medios de comunicación. Es el típico caso en el que, pese al dicho tradicional, conviene mirar al dedo, además de al cielo. No es posible que si la política, como aseguramos, lo está haciendo tan mal, los medios de comunicación y sus consumidores lo estén haciendo todo bien. El triángulo formado por unos políticos sobrepasados por las circunstancias, unos medios que dan a sus lectores carnaza para el entretenimiento y unos ciudadanos convertidos en espectadores pasivos es fatal para la vida democrática.